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01 • febrero • 2010

9 min

Villanueva Cosse: “El teatro es la zona semi-sagrada del hombre”

Por: Leonor Soria
Villanueva Félix Cosse –actor, autor y director uruguayo– posee una larga trayectoria teatral compartida entre Montevideo y Buenos Aires. Tiene en su haber más de sesenta espectáculos de teatro, veinte películas y numerosas presentaciones en televisión. Su labor fue reconocida con numerosos premios, entre los que cabe destacar: el Florencio otorgado en Montevideo como director por Arlecchino (1969), como actor por Rey Lear (1970) y Arturo Ui (1972).

Buenos Aires no podía ser menos y, ya en 1973, le entregó el premio Talía por su actuación protagónica en Arturo Ui. De ahí en más siguieron el Estrella de Mar (1974/75; 1985/86), María Guerrero (1988), el Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires (1991/’92) y Leónidas Barletta (1997/98), entre muchos más. Sin embargo, a pesar de tantos reconocimientos y distinciones, su llegada al mundo del espectáculo no solo no ha sido fácil, sino que ha tenido mucho de casual (aunque cabe sospechar que sería más apropiado hablar de causalidad). Su formación actoral se desarrolló en la escuela del teatro El Galpón, de Montevideo, desde 1953 hasta 1956, continuó luego en la Escuela Municipal de Arte Dramático de Montevideo y en la École de Mime et Theatre de Jacques Lecoq (París).

“Ya llevo 57 años en el mundo del teatro”, comenta Villanueva Cosse como si recién advirtiera el tiempo transcurrido, pero rápidamente agrega: “Yo empecé medio tarde y por mucho tiempo llevé una doble vida: durante 20 años trabajé en un banco, desde la 6 de la mañana hasta las 13 y, después, hacía teatro en El Galpón. Por eso ahora siempre me despierto a las 6 de la mañana y pienso: Qué suerte que no voy al banco, y después sigo durmiendo”, asegura.

-¿Cómo fue que el teatro se cruzó en tu vida?
-Fue una cosa rara. Estuve muy enfermo de chico, desde los 6 a los 9 años con tuberculosis, por esa razón me sacaron de la escuela y estuve tres años en recuperación. En ese entonces era una enfermedad muy especial. Vivía en Melo y, a pesar de que éramos gente pobre, mi familia hizo un esfuerzo y nos fuimos a Montevideo, al barrio Lezica donde hay muchos eucaliptus y, por lo tanto, aire puro. Lo cierto es que fui un niño separado de la cosa social e irónicamente ahora hago teatro. Cuando salí a la vida normal se generó en mí tal sensación de miedo que cuando una chiquilina se acercaba yo cambiaba de vereda porque siempre había ido a escuelas de varones… pero después por suerte me desquité. Pero fue uno de mis primos, un gran artista que recorrió el mundo llevando sus tapices y de una curiosidad inagotable quien terminó por contagiármela. Me hizo ver cine arte, me llevó al teatro e, incluso, hicimos juntos un cortometraje documental. Cuando tenía 17 años empezamos a escribir el guión de una película que se llamaba El tablero de ajedrez y se refería a la discriminación racial entre blancos y negros, ¡qué metáfora más tonta! Tuve una adolescencia muy marcada por mi enfermedad, pero con el tiempo uno endiosa el pasado.

-¿Cuándo decidiste subir a un escenario?
-Un día en la radio anunciaron que el teatro El Galpón abría la inscripción para su curso de arte escénico y mi primo me impulsó a presentarme haciendo el Tom de El zoo de cristal. Subí al escenario muerto de miedo y “recité” el texto pero, en un momento, no sé bien por qué, se me ocurrió sacar un cigarrillo y fumar. Cuando terminé, uno de los jurados me dijo: “Lo hiciste bastante mal pero el descaro de ponerte a fumar valió la pena”. Así fue que entré a la escuela de teatro. Es increíble la fuerza de los recuerdos sensoriales… aún hoy me acuerdo de cuando sentí por primera vez el olor del mastic para pegar barbas, así como el olor a pescado podrido de la cola de conejo que era la señal de que se estaba haciendo la escenografía.

-¿Cómo viviste esos años de la escuela?
-Ahí descubrí la envidia… Lo más difícil fue convivir con la propia envidia. Me preguntaba por qué a esa persona le cuesta tan poco y a mí me cuesta tanto, por qué cuando estamos improvisando soy el único al que no le sale nada. A la noche volvía a casa caminando por el parque Rodó, el mar, la arena de la playa Ramírez… repitiendo un parlamento y preguntándome “¿Qué es lo que hago mal?”. Era terrible. Después de algunos años, cuando ya había hecho algunos papeles y me empezaban a considerar a fuerza de prepotencia de trabajo, se me pasó esa sensación. El Galpón era una sala chica y yo soy como de la NBA, me quedaba chico el lugar. Yo me sentía un tipo buen mozo, estilizado, muy alto, pero torpe como un cachorro. Me empezó a interesar la pantomima porque quería dominar el cuerpo. Un día alguien de la Embajada francesa me ofreció hacer una conferencia para introducir a Marcelle Marceau. No solo la di sino que también la ilustré. A raíz de eso me ofrecieron una beca para estudiar en París y estuve dos años con Le Coq.

-¿Esa fue tu primera experiencia europea?
-Lo que más me sorprendió es que dejé de sufrir la competitividad, se diluyó, tal vez porque no conocía a nadie, no tenía que disputarle nada a nadie, había gente de todos los continentes. Sabía que nunca más los iba a ver y había una cosa de generosidad, de reírme si algo me salía mal y eso me ablandó el alma. Volví de otra manera. Volví a El Galpón pero al año empecé a abrirme, empecé a sentir un poco de asfixia y de muy buenas manera me fui distanciando. Empecé a conocer más gente y trabajé con varios grupos y a los dos o tres años me llamaron de El Galpón para darme el protagónico de Arturo Ui. Vine a Buenos Aires con la obra y recibí el premio al mejor artista extranjero que daba la revista Talía, en Semanario Teatral del Aire, con Emilio Stevanovitch. Al año me llamaron desde Buenos Aires para reemplazar a Slavin en Las brujas de Salem, porque él había tenido un primer aviso de cardiopatía. Empecé, en seguida con China Zorrilla haciendo Mi querido mentiroso y entré con el pie derecho, estuvimos en el Regina un año y después hicimos una gira. Recién entonces renuncié al Banco porque estaba con licencia sin goce de sueldo.

-¿Pensaste en irte de la Argentina?
-No tenía pasaporte y cuando fui a pedirlo a la Embajada de Uruguay me contestaban que tenía que ir a tramitarlo en Montevideo. Sabía que lo menos que podía pasar era que me humillaran y golpearan. Estuve un año sin ver a mi hija porque mi ex mujer me advertía que no fuera porque no iba a poder llegar a la casa. Después empezó a bajar el rigor de la dictadura que duró más que en la Argentina, acá la democracia volvió en el ’83 y allá en el ’85. Pero era una dictadura mucho más hipócrita porque eran civiles, aunque atrás estaban los militares. Cuando vi que no podía sacar el pasaporte, Carlos Somigliana me propuso que me naturalizara argentino. Así que en plena dictadura, en 1976, me hice argentino y me dieron el pasaporte. Me acuerdo en el ’78 en medio de los festejos del Mundial yo iba puteando por la calle y me decían “pero che, qué te pasa”. Lo mismo pasó con las Malvinas, se gane o se pierda la guerra es lo peor que nos podía pasar.

-Poco después llegó Teatro Abierto, ¿cuál fue tu participación?
-Fui uno de los fundadores. Después de estar ocho años metido en mi escuela, fui escuchado. Conocí a la gente en el sentido espiritual, me encontré con mis pares. Antes había estado con China Zorrilla, los dos solos en el escenario y de repente empecé a sentir el placer de estar juntos. Además la gente exigiendo que empezara a horario y diciendo “el teatro es nuestro”. El incendio del Picadero y de inmediato diecisiete ofrecimientos de salas para seguir. Después empezó el interés de llevar alguna obra al circuito comercial pero nada quita lo bailado, la pureza que tuvo el movimiento en sus inicios fue histórico.

-¿Qué pasó con la dramaturgia al regresar la democracia?
-Pienso que ahora, han aparecido nuevos dramaturgos, gente que está con un pie en la autoría y otro en la realización del espectáculo. El teatro argentino es muy respetado afuera y creo que sobre todo es por esos avances. Voy a ver espectácuos del off y a veces me llevo cosas lindas que me dan ganas de emularlas, de robarlas, y en otros casos me voy sin haber entendido nada, sin haber participado. Siento que, desde hace varios años a esta parte, con diversa suerte y a veces como por una especie de industria del festival, cuando estoy dirigiendo un espectáculo cualquiera siempre estoy pensando en evitar el lugar común. Me he ido formando una especie de autocrítica que a veces va en contra de la propia creatividad. Pienso que ahora, en esta especie de estallido de espectáculos que tiene Buenos Aires, puedo pasar un año viendo todos los días teatro sin poder agotar la grilla.

-¿Hay críticas que puedas hacerle al teatro off?
-Hay una gran dejadez técnica en los actores y pienso que es indispensable tener una fuerte técnica que no se note para que permita nadar mejor por las aguas del personaje. Pero en el arte se dan oscilaciones bruscas, pasamos de los teléfonos blancos en el cine al Romance del Aniceto y la Francisca, en todo caso el medio alimenta productos comerciales bien hechos. Pienso que es importante que cada uno encienda la vela que tiene, el asunto es tener el fuego prendido. Hay mucha gente que se inscribe como teatro experimental, teatro de vanguardia o teatro verdadero, que desprecian todo lo demás. Esa gente a mí no me interesa. También estamos los que nos manejamos con cierta lucidez y a veces esa lucidez no es buena. A veces hay que engañarse un poco a uno mismo, a veces hay que creer más en lo que uno hace. Muchas veces dudo en lo que hago y creo que algo está fallando porque una escena me salió demasiado rápido. Me estoy dejando llevar por una especie de desconfianza personal y tengo que lograr una confianza no enferma. Ahí es cuando siento que estoy en un teatro sanador para mí.

-¿Qué se necesita para que una obra te atraiga?
-Por mi formación, lo primero que me moviliza es un buen texto porque soy de una escuela textual. Pero el teatro es un arte vivo, es una fragua en donde el metal que viene en lingotes hay que ver si se funde o no, si la escoria es mayor de la que creíamos. Pero no faltan los autores que sienten que si se cambia una coma de sus obras se viene abajo toda la estructura de la literatura. Son momentos difíciles para los directores por- que además son objetos de cierto desprecio por algunos autores y para demostrar que el des- precio es fundado se transforman en directores. Después del texto me pregunto qué sugirió. Ahí veo claro el tema o veo claro que el tema es confuso y complicado. Esta confusión me atrae mucho porque es muy realista. La búsqueda de la realidad es lo que nos lleva a todos. Ahora, cómo se busca esa realidad y qué caminos hay que transitar para lograrlo es el objeto de discusión. Pienso que hay muchos caminos que conducen a Roma y creo que hay muchas maneras de dirigir. No puedo dirigir con las armas que uso para hacer Tito Cossa un texto de Racine, sin que signifique que crea que uno es menos que otro. Nunca van a decir que sos viejo porque hagas Shakespeare, dirán que es vieja tu puesta, porque Shakespeare, además, es nuestro contemporáneo y se las sabe todas; en medio de esas tiradas brutales uno piensa: “Me está diciendo cosas que no se me ocurrieron y son así”, a la vez con la enorme riqueza metafórica que tiene.

-¿Te importa la vigencia que puedan tener las obras?
-Me importa mucho la vigencia que puedo darle yo. Vengo de hacer dos obras que muchos podrían considerar no vigentes: Marat Sade y Marathon. Pero siento que las obras son tan buenas que aparte de su textura, de su envoltura, siguen hablando de cosas que el hombre no ha podido superar o que son implícitas en el hombre y nunca las podrá superar pero no tiene nada que ver con lo pasado, con lo demodé, incluso con sentimientos que ya están superados.

-¿La lectura que le das a esas obras necesitan un tipo especial de actuación?
-No necesariamente. Lo que siempre encuentro en el trabajo del actor como problema, y si lo soluciona es todo un logro, es la convicción del actor, no la verdad. No existe la verdad en el arte, el arte es artificio. Existe una verdad fáctica que es el actor en el escenario desarrollando una acción. Ese prestigio que tiene el llanto es muy superficial, el asunto es hacer emocionar y el punto de partida es la convicción. Como actor me las veo negras cuando no estoy convencido de lo que hago: apenas me convenzo, venzo, porque convencer es vencer juntos. Es necesario traer el personaje a zonas que vos no estás utilizando en la vida real, están en vos adormecidas, ignoradas. Hay actores que me dicen: “No puedo hacer esta escena de ira porque soy un tipo sereno”, y yo le contesto que no le ha llegado nunca la oportunidad o la suerte de despertar esa ira. Si le hacen algo al hombre que amás, capaz que te desmayás y te borrás o capaz que te convertís en una fiera. La labor del actor, de alguna manera, es tantear dentro de sí para encontrar esa zona. Esto que te estoy diciendo es una generalización y, como tal, está expuesta a millones de ejemplos contrarios. En general, se trata de la diferencia entre estar convencido y ser verdadero. Lo que te va a emocionar en cada función es la emoción escénica. Cuando Edipo se arranca los ojos, el actor aúlla de dolor y de placer porque siente que convenció a la gente. El público no se olvida de que está en el teatro pero siente la fuerza de eso que está ocurriendo en escena. Lo irremplazable del teatro es que de pronto te emociona alguien que está ahí y que tiene tercera dimensión. Pero el público cuando es tocado, es de una generosidad sin límites. El teatro es la zona semisagrada del hombre, es el ritual más importante y por eso no va a morir nunca.

 

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Texto de Leonor Soria publicado en Revista Picadero 25 (Febrero/Mayo 2010).

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