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01 • noviembre • 2005

6 min

José María Muscari: La sorpresa, lo inesperado, la mirada del espectador

Por: Ana Durán
Desde hace casi una década el teatro de José María Muscari se ha tornado inclasificable. Pasa de un tema a otro, de un circuito a otro. Sus obras acontecen y son seguidas por numerosos espectadores. “ Mi estética -comenta el creador- es según mi humor, el tema que trabaje, lo que me propongo, mi dolor y mi alegría. Por lo general mi estética es poco previsible”.

¿Por qué hablar de performance y pensar en José María Muscari? Una extensa definición de Pavice parece tanto afirmar como refutar su afiliación a esta forma expresiva tan en boga desde Cage y Cunningham. Pero esa frase salvadora parece confirmar, al menos, algo del espíritu compartido entre la performance y Muscari: “El performance art está perpetuamente reestimulado por artistas con una definición híbrida de su trabajo, que dejan –sin avergonzarse por ello– que sus ideas deriven en el sentido del teatro por una parte, de la escultura por otra, más atentos a la vitalidad y al impacto del espectáculo que a la corrección de la definición teórica de lo que están haciendo. En rigor, el performance art no quiere significar nada”. Vitalidad e impacto parecen ser las claves. Pero hagamos un poquito de historia. A los 21 años -durante la década del 90-, José María Muscari era el padre de Mujeres de carne podrida y Pornografía emocional. Arrasaba. Y, en cada función, lo acompañaba una cuadra de cola de gente que en su vida había pisado un teatro. Por ese tiempo, también, inventaba la invasión prensera (una horda de actrices-militantes que volanteaban hasta en los baños de los bares). Él era un actor de inusual talento y, como director, manejaba grupos de actrices con una extraña consigna: que hicieran de ellas mismas pero de manera exacerbada. Estéticamente, podría decirse que seguía la locura posmoderna del cordobés Paco Giménez (fragmentos, desborde, flashes, ironía, delirio) y, con una obsesión tal por su trabajo que le valió, en algún momento, el mote de “el Chino explotador”.

¿Qué hacía Muscari en el panorama del teatro “de arte” de los 90? Ruido. Si con sus dos obras más taquilleras, de las que surgieron figuras como las actrices Lola Berthet y Mariana Anghileri, nadie lo tomó demasiado en serio (salvo para alguna nota de “tendencias” en los medios), con Desangradas en glamour sucedió todo lo contrario. Claro, pasó al circuito comercial y trabajó con Ana Acosta, Sandra Ballesteros, Marta Bianchi, Julieta Ortega, Florencia Peña y Carola Reyna. Y después con Reina Reech y Florencia Peña hizo Alicia Maravilla. Y con Daniel Fanego y Ana Acosta montó Pareja abierta, de Darío Fo. Después vino Estrellas intergalácticas, un espectáculo infantil. Al tiempo volvió al off con El Fitito, Cumbia Anarquía Villera y Disco, genética en movimiento, y se quedó allí generando propuestas de gran valor performático como Derechas y Grasa. Volvió a cruzarse al espacio comercial y concretó Shangay y Electra-Shock, e incluso salió fuera del país. Este detalle es muy resumido pero lo cierto es que José María Muscari es inclasificable, a excepción de los principios de “vitalidad” e “impacto” que atraviesan su obra como director.

-¿Cuál es tu definición personal de performance?
-La performance no cuenta en tanto obra, relato, actuación, estética; es nada más por el hecho en sí mismo de acontecer. Hay un grupo de factores que se organizan entre sí, desde una mirada, objetiva o subjetiva y, a partir de un entramado más o menos antojadizo de esos elementos, algo acontece que la nueva denominación académica, conceptual, europea, y vanguardista titula performance. Entonces esa performance es. Y todos la aceptamos como tal. En general la performance no está asociada a un desarrollo, sino más bien a la idea de lo fugaz dentro del arte, de lo irrepetible, y de la intersección entre lo decidido y lo arbitrario, lo ensayado y lo improvisado, lo conceptualizado y el azar. La performance se configura, en un porcentaje muy alto, por la subjetividad absoluta del observador quien, en general, titula performance a lo que no entendió o no pudo decodificar como tema, espectáculo o relato.

-¿En qué sentido tu obra es o no performática?
-Es en la medida en que hago teatro culto o no. Es en la medida en que mi teatro, en estadío puro, es leído como improvisado (y acá aclaro que odio la improvisación, y nadie, ni yo, en mis propios espectáculos, atraviesa ese método, tan fino dependiente del inconsciente, la inspiración y la arbitrariedad actoral). Mis obras podrían ser performáticas en la medida en que la estética en ellas funda un lenguaje que, a veces, trasciende el relato, lo reelabora: la estética de la música, la construcción espacial, la actuación en el sentido de lo quebrado y arrastrado, y la incorporación del que mira como parte del acting. La performance, en mis espectáculos, creo que aparece en la mirada del espectador y, por ello, lo performático llega a la categoría celestial de lo incomprendido, lo que sorprende, lo que como espectador no esperaba y sucede y no se pudo haber previsto en un ensayo: Julieta Ortega subida a un pony en Belleza cruda; un actor orinando en escena en Catch, o miles de ejemplos más en donde la orina o el recorrido del pequeño caballo, podrían trazar un camino de vicisitudes que no pueden ensayarse y, sin embargo, parecen ensayadas o elaboradas por mí y quienes me acompañan. Mi obra es performática y también no lo es.

-¿Cómo hacés técnicamente para hacer que tus obras (no todas pero muchas de ellas) aparezcan como eventos que se presentan performáticamente en escena?
-El evento me interesa. Me ancla. Ir al teatro, para mí, es un evento apasionante: me baño, me visto, me perfumo, sueño con algo especial. Pero, cada vez que acudo y me siento frustrado porque lo que soñé no tiene nada que ver con lo que me presentan, ahí me doy cuenta de que el teatro que quiero debe estar más cercano a la sorpresa que produce algún rapto ilusorio. Como, por ejemplo, degustar el té verde y el maní japonés, algo que acompaña el relato gay de Shangay o el actor que convida choripán en Cumbia Anarquía Villera, o los destartalados actores de La cochera, regalando clericó después de llorar a mares por su patetismo en Cagaret (su último espectáculo con intérpretes de La cochera, de Córdoba). Ese evento teatral que acontece, atraviesa el acto de la representación e intermedia el relato. El tema, la trama y la ofrenda; lo barroco atraviesa el tema por el condimento; el espacio no como un contenedor sino como una gran caja que despliega sentidos que están replegados y que, todos y cada uno de los espectadores vemos, pero según la ficción, más o menos antojadiza de un director o dramaturgo de turno. Pero si ese antojo del creador hace que olvide lo que acontece o lo vede, me repugna; por eso, mi evento, lo expone. Expone, por ejemplo, al teatro Picadilly y sus patéticas escaleras de teatro comercial, y a las patéticas y dispuestas actrices televisivas bajando por ellas en Desangradas en glamour, ofrendándose como evento pícaro, porque el público que va al Picadilly sólo quiere ver actrices de TV, no el teatro en sí. En otro marco, si te animás a la trasnoche del barrio del Abasto, en plena calle Sánchez de Bustamante a punto de ser robado, sólo querés que lo que suceda en ese sótano te sacuda, valga la pena el miedo; si no, estás loco. Por eso los intensos de Pornogafía emocional sacudían ese espacio, lo exponían, lo destruían y el evento entonces se producía. Más allá del pretexto, la “obra”. Porque el teatro para mí no es eso que creemos que es. Sino ese límite perverso entre esa idea preconcebida y las ganas de abrazar, besar o tocar a ese que actúa sólo para mí, acá. Y si me convida clericó, mejor.

-¿Qué tipo de obras que no sean tuyas te atraen? ¿Las más formales, las más performáticas? ¿Qué tienen que tener para que te interesen?
-Algo vivo. Los espectáculos de Paco Giménez me interesan, no son formales, pero creo que tampoco performáticos; los de Daniel Veronese, con esa mirada muy nueva y limpia sobre esos dolores tan viejos, me atrapan y me hacen vibrar profundamente. Me interesa que algo pase, si no es performance, será evento, me da lo mismo. El evento puede estar en mí. Pero debe acontecer. Me interesa cuando no noto algo de lo pautado, cuando el devenir no me deja premeditarlo. Alejandro Urdapilleta, Inés Estévez, Carolina Fal, Leticia Bredice, Stella Gallazi, Elsa Bolise, son una performace, un evento de la actuación. Sus maneras de pisar los escenarios los hacen acontecer y mucho más allá de lo que yo puedo esperar de ellos. Eso, me hace inmolarlos profundamente.

-¿Cómo definirías tu estética?
-Mi estética es según mi humor, el tema que trabaje, lo que me propongo, mi dolor y mi alegría. Por lo general mi estética es poco previsible. Grasa, Electra-Shock, Shangay son tres espectáculos estéticamente muy dispares. Es decir, lo ascético e hipermoderno de Grasa, se contrapone con el despilfarro de Electra… y su mundo menemista de cowboys y gauchos. Y lo kitsch, realista y pastiche oriental de Shangay, no dialoga en lo más mínimo con lo anterior. Creo que mi estética, desde lo visual, es una gama profundamente arbitraria de mi enamoramiento y mi obsesión, totalmente subjetiva sobre mí mismo, y lo que me pasa con el tema en el momento de la decisión tomada. Mi estética es tan ecléctica como mi propia relación con la cinta del gimnasio; la dieta de carbohidratos y proteínas vs. la torta Balcarce y el Marquee de chocolate, que no puedo dejar de pedir de postre.

 

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Texto de Ana Durán publicado en Revista Picadero 15 (Noviembre 2005).

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