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02 • enero • 2020

5 min

Rubén Szuchmacher: “No se puede poner en escena hamlet sin haber definido previamente al actor”

Por: Rubén Szuchmacher

Nunca pensé en dirigir Hamlet hasta que me encontré a tomar un café con Joaquín Furriel hace unos años. Pensando en sus proyectos futuros, le dije que me parecía que ya estaba en edad de actuar el príncipe y que no debía dejarlo para más adelante porque se le iba a pasar la edad. Furriel tomó rápidamente la sugerencia, pero me comprometió a ser el director del espectáculo. Ese fue el primer paso que dimos hasta llegar al estreno de Hamlet, el 6 de abril de 2019, en la Sala Martín Coronado del Teatro San Martín, a la que asistieron durante los 6 meses de temporada, aproximadamente 80.000 espectadores. Y que fue repuesta en febrero de 2020, en una temporada interrumpida por el CoVid-19.

Aquel encuentro me confirmó la idea de que no se puede pensar en poner en escena la obra de Shakespeare sin haber definido previamente el actor (o la actriz) que actúe al príncipe. El personaje es tan determinante y excluyente que cualquier decisión de dirección solo puede ser tomada a partir del actor/actriz que lo lleve adelante. Ese fue nuestro punto de partida.

El segundo paso fue llamar al actor, director y dramaturgo Lautaro Vilo para hacer una nueva traducción de la obra, y luego hacer juntos la versión final para la representación. Con él ya habíamos trabajado en dos textos de Shakespeare: Rey Lear, que protagonizó Alfredo Alcón y Enrique IV, segunda parte, que estrenamos en The Globe Theatre, en Londres en 2012. El trabajo con el texto llevó mucho tiempo, dado que Hamlet es, quizás, la obra más extensa de Shakespeare. Pero lo que buscábamos era que el texto fuera comprensible a primera escucha. Hay muchas traducciones al castellano que están dirigidas a un lector que puede manipular la lectura a su antojo, volviendo a releer un texto, atendiendo a una nota al pie o buscando una palabra en el diccionario. El espectador no puede realizar ninguna de esas acciones en el momento de la representación, por lo tanto, era imprescindible que el texto fuera claro, preciso, directo, sin perder por supuesto el enorme valor poético y la particularidad de los conceptos del original. El tránsito por toda la obra ayudó a pensar el problema de la duración del espectáculo. Resolvimos, entonces, que el desafío sería hacer la obra completa, con todas sus escenas, con casi todos sus personajes, realizando apenas “una peinada”, como se dice en la jerga teatral cuando se sacan algunos textos.
En épocas como las actuales en que las obras son cada vez más cortas fue una decisión arriesgada, pero obligada por aquello que el texto mismo nos estaba mostrando.

Hamlet es la obra más conocida del repertorio teatral, al menos en Occidente y casi toda la gente cree saber algo sobre ella, aun sin haber visto jamás la obra en un teatro o en una adaptación cinematográfica. Por otra parte, son incontables los trabajos eruditos, citas o menciones que ha tenido esta obra. Se podría decir que hay bibliotecas enteras en las que el personaje o las situaciones de la obra son estudiados, analizados, mirados desde perspectivas diferentes, al punto que la Cultura (así con mayúsculas) transformó al texto en una referencia importante, pero se fue alejando lentamente del texto original que dio origen a esa creencia popular o los trabajos de los especialistas. La Cultura atravesó la obra con tanta fuerza que hasta le inventó una escena: un hombre con una calavera en la mano diciendo “To be or not to be, that’s the question” (o sus respectivas traducciones), escena que no existe y que es una condensación entre un monólogo del tercer acto y la escena del cementerio del quinto acto. Las características de esta nueva traducción y versión, clara y llena de agilidad, fueron determinante para entender el éxito que tuvo el espectáculo cuando finalmente se estrenó.

El tercer paso fue decidir el espacio en donde se habría de realizar el espectáculo. Luego de reflexionar acerca de las características de la producción, llegamos a la conclusión de que queríamos hacerlo en la Sala Martín Coronado del Teatro San Martín. Esa elección obedecía a varios motivos: ese teatro es una institución pública, con entradas a precios reducidos, que podía permitir que mucha gente viera el espectáculo, sobre todo en tiempos de tanta dificultad económica. Por otra parte, nos atraía la idea de hacer la obra en esa sala en donde nunca antes había habido un Hamlet local. Según la historia del Complejo Teatral de Buenos Aires, al menos tres salas ya habían albergado su Hamlet. La sala Casacuberta fue sede del Hamlet de Omar Grasso protagonizado por Alfredo Alcón; en la sala Cunill Cabanellas, Ricardo Bartís estrenó su Hamlet o la guerra de los teatros, con Yito Audivert; y Mike Amigorena fue el Hamlet que encabezó el elenco dirigido por Juan Carlos Gené en el Teatro Presidente Alvear.

Esta elección conllevaba un enorme riesgo. Por un lado, el tamaño de la zona de los espectadores que, además del número, 950 aproximadamente luego de la reforma, tiene dos niveles marcados: la platea y el pulman. Precisamente por ese tamaño la mayoría de los espectáculos que se venían haciendo en ese espacio utilizaban las voces de los actores amplificadas por el temor de que los textos no sean escuchados. Sin embargo, decidí que el sonido de las voces fuera emitido de manera acústica, para posibilitar que el sonido no estuviera intermediado por ningún dispositivo, sino que pasara del cuerpo de los actores al de los espectadores de manera directa. Esta decisión fue lo que determinó la elección del resto de los actores y actrices del elenco. Su talento actoral debía contener la capacidad de poder abarcar ese espacio con la voz. Una práctica que, lamentablemente, se está perdiendo, pero que sigue siendo uno de los factores por los cuales el teatro es lo que es: un lugar de contacto directo. Belén Blanco, Luis Ziembrowski, Marcelo Subiotto, entre otros, fueron capaces de hacerse escuchar sin gritar en una sala inmensa pero generosa en términos acústicos.

Cuando el teatro incluyó el espectáculo en su programación, comenzamos a reunirnos con Jorge Ferrari, a cargo de la escenografía y vestuario, Gonzalo Córdova, de la iluminación y Barbara Togander, de la música y el diseño sonoro. Cada uno de ellos, artistas con los que vengo compartiendo el trabajo de dirección desde hace mucho tiempo, comenzó a elaborar su trabajo a partir de la consigna de ligar el texto de Shakespeare con la literatura e imaginería de Franz Kafka. La perplejidad con la que el protagonista de El Castillo transita esa realidad absurda era un buen punto de partida para pensar un Hamlet contemporáneo, que se interroga incrédulo y sin pathos sobre los hechos que acontecen. Esa premisa fue la que hizo que finalmente se ubicará al relato en el año 1919, durante una posguerra que dejó muchas lastimaduras en los reinos derrotados, como sucede con Noruega en relación con Dinamarca en la obra.

Una vez puestos a ensayar, y a partir de esa relación con el mundo kafkiano, la actuación se fue despojando de cualquier signo romántico. La mayoría de las versiones de la obra, al menos en castellano, tiene a sus actores atrapados en una idea que en realidad tiene poco de isabelina y mucho más de romántica. El héroe sufriente es el modelo que guía a los actores/Hamlet y por supuesto al resto del elenco. Quitado ese romanticismo ya en los ensayos surgió uno de los aspectos más interesantes de la obra: el humor que se combina con lo trágico (no es frecuente ver a los espectadores riendo en una representación de Hamlet). Pero esa cualidad, propia del teatro isabelino, pudo ser rescatada a partir de trabajar con la totalidad del texto, y por una actuación intensa, profunda y al mismo tiempo ágil y veloz, que lograba que el espectáculo, con dos intervalos y una duración total de casi tres horas y media, haya sido el espectáculo más visto del año 2019. Lo más notable es que entre todos esos espectadores que asistieron a ver la obra, muchos de ellos pertenecían a sectores que jamás habían ido a un teatro. Y en contra de la creencia de que esos sectores son reacios a ese tipo de manifestaciones artísticas, ellas y ellos gozaron intensamente viendo Hamlet. Algo que me llena de alegría.

 

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Texto de Rubén Szuchmacher publicado en Revista Picadero 41 (Enero/Junio 2020).

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