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01 • agosto • 2009

20 min

Juan Carlos Gené y Roberto “Tito” Cossa: “El teatro sigue siendo el lugar en el que la gente ansía meter el cuerpo”

Por: Edith Scher
Repasar algunos aspectos de la historia del teatro argentino asoma como punto de partida para construir el nº 24 de la revista Picadero, en tiempos en que la Argentina va ingresando en el Año del Bicentenario. Autores, directores, investigadores dan su mirada sobre diferentes procesos históricos de país que quedaron marcados con fuerza en nuestros escenarios.

“¿Verdad que aprendiste a manejar para filmar Tute cabrero?”, pregunta el autor de aquel texto teatral a uno de los actores del filme, ni bien este atraviesa la puerta. “¡Claro! Me enseñó el director”, responde el actor, mientras saluda y, de ese modo confirma la presunción que, minutos antes, había expresado el dramaturgo, cuando, junto a la periodista y a la fotógrafa, esperaba la llegada del otro entrevistado que había mandado a decir “que estaba de- morado porque no podía estacionar”. De ahí había surgido la duda: “¿Pero Juan maneja?” “Ah, sí –había afirmado Tito durante la espera–. Creo, si la memoria no me falla, que aprendió para filmar Tute cabrero. Ahora cuando suba le voy a preguntar”. Y efectivamente así había sido. Los dos se alegran al recordar. El hecho sucede en la sede de Argentores, 41 años después de aquella filmación, una tarde de primavera de 2009. Sus vidas están entrelazadas desde antes aún. Exponentes ambos de una generación emblemática del teatro argentino, aquella que emergió y generó un gran cambio en el panorama teatral porteño a comienzos de los 60, Juan Carlos Gené, actor, director y autor, y Roberto Tito Cossa, autor, hablan en esta entrevista acerca del diálogo ininterrumpido entre el teatro y la vida social y política, desde aquella década hasta nuestros días. Así, mientras analizan esa particular relación que se fue tejiendo entre la representación y el mundo extrateatral, mientras evocan anécdotas de mucho tiempo atrás, pasan revista a casi 50 años de teatro en nuestro país.

-¿Cómo era para cada uno de ustedes la relación entre el teatro y el resto de la vida, la realidad política y social, en los ’60?
-Juan Carlos Gené: Linda pregunta. Digamos que tiene varios aspectos posibles para ser respondidos. Por un lado, en lo que respecta a lo estrictamente profesional, creo que todo el mundo recuerda con cierta nostalgia los ’60. Salí de la Argentina en el 76 y dejé un país donde se hacía el mínimo de 8 funciones semanales, en el que nadie levantaba un telón por menos de 100 funciones, cantidad que se cumplía en dos o tres meses y volví a un país, en cambio, en el que las funciones se dan una vez por semana, quizás 2 ó 3 y, en algunos lados, 5, en el que la mayoría de los teatros económicamente viables se han cerrado y en el que la actividad teatral sobrevive cada vez más fervorosa, más variada y espléndida, pero en salas no viables económicamente. Es como si hubiera dejado un medio profesional muy fluido y hubiera vuelto a un medio de pura pasión, en el que la profesión teatral como tal, sobre todo en el caso de los actores, estuviera prácticamente extinguida (hay muy pocos actores que viven de su profesión). Esa es la primera diferencia: el cambio de hábitos de entretenimiento de la clase media. Y digo esto porque me parece que siempre la clase media de origen universitario con gustos más o menos sofisticados es la que, en todas partes del mundo, le da brillo al teatro. Por el otro, fue una década muy apasionante porque teníamos un país enormemente cargado de proyectos, incluso algunos encontrados entre sí. Fueron años en los que en todo el continente había una ofensiva popular muy seria (lo cual da idea de lo que fue la represión después). La cosa era muy intensa, dinámica y continental. Particularmente con respecto a los ’60 y lo que hace a nuestra profesión, hubo un aspecto muy singular del que soy un ejemplar bastante característico: el traspaso al peronismo de mucho intelectual de izquierda sin compro- miso partidario. Esa fue una característica de la década, que además, también creó una dialéctica de rozamientos y confrontaciones entre nosotros. Fueron años en los que se produjeron algunos episodios interesantísimos, por ejemplo en la cuestión gremial. Nosotros, como gente de teatro, tuvimos (hablo de Buenos Aires, que es el lugar donde he vivido toda la vida y conozco), desde fines de los ’20 en adelante, dos concepciones muy enfrentadas del hecho teatral: el famoso teatro independiente y el teatro que en ese entonces se llamaba a sí mismo “profesional” y al que los otros llamaban “comercial”. Pues bien: en los ’60 se produjo la síntesis de estos dos modos de vincularse con la actividad teatral, a través de un movimiento interno gremial que se llamó Lista Blanca, que reunió y unificó el concepto profesional del teatro, con gente venida de todos lados. Y ese concepto del profesionalismo como algo opuesto al teatro independiente desapareció. Si uno revisa las primeras listas blancas que se presentaron a las elecciones de la Asociación Argentina de Actores, verá que la primera es del 62. En esa lista había gente proveniente de los más diversos universos. Finalmente, como otra característica a destacar, creo que en esos años apareció una generación de autores (aclaro que cuando hablo de autores me ubico como director y actor) que, de pronto, creó literariamente el mundo que ese medio teatral necesitaba expresar. Siempre digo que, desde la antigüedad griega hasta ahora, las cosas van ocurriendo en el teatro en forma conjunta. Salvo fenómenos singularísimos en la historia de la literatura dramática, como el de Henrik Ibsen, que marca un antes y un después, en general todo va apareciendo al mismo tiempo. Pienso que si Tespis creó el primer actor que aparece en diálogo con el Corifeo, Esquilo el segundo y Sófocles el tercero, es porque esa particular raza de actores ya existía. Eso fue lo que sucedió en los ’60. ¿Por qué, entonces, una generación de autores empezó, de pronto, a escribir lo que el medio necesitaba expresar? Porque eso ya existía. Antes no. La del ’60 es la generación que creó esta gran vitrina interna, muy dolorosa, sobre un profundo desgarramiento de las clases medias en la Argentina. El ejemplo más evidente de esos autores es Roberto Cossa, aunque hubo varios. Es decir, para sintetizar: creo que en esos años nos encontramos todos en la creación de un lenguaje, cuyos protagonistas fueron los dramaturgos. Los actores estábamos necesitando eso, los autores encontraron los actores que necesitaban y el público se sintió interpretado por ese fenómeno. Eso es lo que siento y recuerdo de los ’60. Sin olvidar que, a pesar de que uno recuerda esa época con nostalgia, fue una década de dictaduras. Lo que ocurre es que después, en los ’70, vino algo tan inimaginable, que de todo lo demás uno va decantando y se queda con lo mejor. Pero también fue una época terrible, aunque, claro, existía una movilización popular intensísima, que le hizo frente a eso.
-Roberto Cossa: Parece que no va a haber polémica. Yo iba a decir exactamente lo mismo. Y agrego: el ’60 es la Revolución Cubana, como un hecho que marcó a todo el continente. Creo que mucho tiene que ver esta revolución con el encuentro entre la izquierda y el peronismo. Los sueños de que íbamos a cambiar el mundo, la cercanía de la revolución (cada uno con su interpretación y su mirada), la seguridad de que el mundo cambiaba para mejor. Eso era lo que se vivía en el plano político: la síntesis del fenómeno peronista (algunos haciéndose peronistas, otros sin serlo, pero viendo en el peronismo un movimiento de cambio y el único movimiento popular al que algunos adherían más y otros mirábamos de reojo), el fracaso del frondizismo, un fracaso para esa clase media que, en general, tenía una tendencia progresista y creyó en Arturo Frondizi y se ilusionó, la primavera de Arturo Illia (digo, desde el punto de vista democrático). Es el tiempo en el que nacemos varios de esos dramaturgos, entre el 63 y el 64. Después llega la dictadura, que da inicio a un ciclo violento que deriva en esta última etapa genocida. En cuanto al aspecto teatral, Juan lo definió perfecto: lo que se da es la terminación del teatro independiente tal como lo conocíamos, es decir un teatro con salas propias, elencos estables, muy politizados, con una mirada muy social y con una ética y una mirada sobre el teatro muy romántica, con principios éticos muy rígidos. Eso declina ya en el 60 y empiezan a aparecer las cooperativas. Yo estrené mi primera obra en cooperativa, con Juan de protagonista, en el 64. Coincido totalmente con lo que dijo él respecto del encuentro entre una generación de actores jóvenes con una generación de autores, que, con estilos diferentes, pero con una mirada similar sobre el teatro, el personaje y la realidad, produjo esa confluencia.

-¿Qué lugar ocupaba el teatro, en aquellos años, en la vida de la comunidad? ¿Había más público? ¿Menos público? Por ejemplo, mis padres, que son de esa generación, cuentan que ellos iban mucho al teatro en aquellos años.
-R.C.: Cuando estrenamos Nuestro fin de semana, Juan era el único conocido en el mundillo del teatro independiente. Los demás eran ignotos alumnos egresados de la universidad. Ese grupo se formó con egresados de la única vez que hubo escuela en la universidad, una escuela que dirigían Oscar Fessler y Juan. Hacíamos 8 funciones por semana.
-J.C.G: Dos años de temporada.
-R.C: Dos años, sí. Ahora: si había más público o menos público, no sé. En la actualidad hay espectáculos de una, de dos, de tres funciones semanales solamente, pero hay 300 un sábado. Entonces no sé si hay más o menos público. Algún día habría que hacer una investigación comparativa sobre la cantidad de público en aquel tiempo y ahora. En ese momento el vínculo era con ese espectador típico de clase media que pasa por la universidad, que va al cine de arte, compra libros. Pienso que esa gente sigue siendo la misma.
-J.C.G: Creo que en ese entonces todavía, y a partir de esta conjunción que se armó en aquel momento en el que confluían varias corrientes, el teatro era el lugar de reflexión colectiva de toda una clase. Era el lugar de reflexión colectiva sobre su lugar en el mundo, en el país, cosa que se liquidó con el proceso militar, a partir de la desmovilización total de la sociedad. Pienso que todo ese público que antes estaba en los teatros, ahora está en los countrys alrededor de Buenos Aires. En aquel entonces no existían esos cientos (no sé si llegan a miles) de barrios cerrados que pueblan el Gran Buenos Aires y toda esa gente era público de teatro. Lo que cambió el medio teatral a partir del proceso militar es impresionante. Ignoro si es con relación de causa y efecto directa, pero estoy seguro de que una de las causas serias de ese cambio es la desmovilización total. Y si han desaparecido las grandes salas y se transforman en bingos o en iglesias adventistas, no es porque había colas de tres cuadras para sacar entradas. No sé cómo se hace (me desvela saberlo) para contar cuánto público hay hoy, pero en aquel entonces se contaba por millones. Hoy existe una desmovilización muy grande, un no querer estar juntos para reflexionar acerca de nada. Cada uno anda por las suyas tratando de salvarse.
-R.C.: Hay, también, un fenómeno cultural muy fuerte que es la televisión, que penetra mucho más que en aquel tiempo. En los ’60 ya empezaba, pero no tenía el peso que tiene hoy, como lo tiene Internet o la sensación de “inseguridad”. Todo esto mete a la gente para adentro, mucho más que en aquella época, en la que, bien o mal, los bares estaban llenos los días de semana, incluso a la noche. Comer a las 5 de la mañana un bife en Pippo era normal. Todo eso ahora no está. Aunque también se ha trasladado mucho a los barrios, que tienen una actividad que no tenían. Antes era el centro y nada más. A lo mejor tenías un cine en el barrio pero, ¿un teatro en Belgrano, en Villa Crespo? No había. Es cierto que son pequeños, pero forman parte de un fenómeno distinto. Por eso yo no podría decir que hay menos público. Sé que, como decían los españoles, “contra Franco estábamos mejor”. El teatro en la época de las dictaduras crecía, porque era el único lugar en el que podía escucharse algo. Todo el resto estaba muy silenciado.

-Bueno. Aquello de escuchar en el teatro lo que no se podía escuchar en otro lado sucedió con Teatro Abierto, que fue un suceso muy fuerte a comienzos de los ’80.
-R.C.: Sí, pero Teatro Abierto fue un hecho político y no tanto teatral. La gente no iba a ver teatro. Por ahí reconocía que algún espectáculo era mejor que otro, pero todo le parecía muy bueno, todo era explosivo, militante.

-¿Qué pasaba a comienzos de los ’70, antes de la dictadura?
-J.C.G: Probablemente ahí tengamos algunas diferencias con Tito en lo que hace a la experiencia de esos años, porque yo, entre el 72 y el 76, año en el que se produce el golpe militar, además de hacer teatro profesionalmente y escribir para la televisión (siempre pensando si la función terminaría, si el programa terminaría o si yo terminaría), tenía una actividad, incluso la profesional, que se vinculó mucho con lo político, a tomar un compromiso público en lo político. Buena parte de la actividad artística que yo hacía estaba al servicio de eso. Lo que recuerdo es ese período como algo vivido por mí con mucha intensidad, pero con… Es difícil de describir. Para explicar esto me tengo que remontar a otro momento: muy tempranamente en mi vida, en el 53 o 54, tuve una gran crisis de pibe. Se me antojó que en este país no se podía ni se debía hacer teatro. Pensaba que esa era una costumbre europea y que lo único que se podía hacer era política. Gracias a muchas cosas, pero, sobre todo, a una entrevista que tuve con don Bernardo Canal Feijóo, quien fue muy paternal conmigo en esa oportunidad, cambié totalmente de punto de vista, abandoné ese principio y escribí mi primera obra. Pero en los ’70 comencé a sentir lo mismo que en aquel entonces. Creo que con esto te digo todo. Así, de esa magnitud, fue, también, luego, la derrota. Eso es lo que puedo decir de aquellos años.
-R.C: Para mí esa época es un hueco, porque yo durante el 68 y el 69 estuve en Montevideo. Trabajaba en Prensa Latina, la agencia cubana. Trabajé para esa agencia 10 años. Mientras estaba aquí era corresponsal y más o menos iba al teatro, pero cuando me fui a Montevideo no veía demasiado. En el 70 estrenamos El avión negro, escrita con Carlos Somigliana, Ricardo Talesnik y Germán Rozenmacher y fue un fracaso. Retomé el periodismo. Fueron años en los que el teatro no existía para mí. Solo existía si Juan Domingo Perón volvía o no volvía, y saber qué pasaba con los Montoneros… No se podía. Sentí que no se podía. Durante el genocidio pasaron cosas mucho más violentas aún, pero yo ya no estaba haciendo periodismo para entonces. De modo que esos primeros años, hasta el 76, momento en el que me retiro del periodismo y escribo La nona, son, teatralmente hablando, un hueco para mí. Están borrados. Alguna gente que trabajó mucho en teatro en aquellos tempranos 70, como Ricardo Talento, por ejemplo, me ha contado que hacía teatro en las villas. También en aquel tiempo estaba el grupo Octubre, de Norman Briski. En fin… Mauricio Kartun, también participaba de lo que en aquel tiempo sucedía…
-J.C.G.: Sí. El Frente de Cultura Nacional José Podestá era el nuestro. Y ahí andaba Kartún tocando el bombo. En eso estábamos en aquel tiempo. Sin contar con que en el 73, en la presidencia de Héctor Cámpora, me nombran (no es que me lo ofrecen, sino que me lo encajan) director de Canal 7, cargo en el que duré 10 días más que Cámpora, por fortuna (era una época muy desgraciada). Pero ya estaba inmerso en un mecanismo. Venir en el charter que lo trajo a Perón por primera vez, ser director de Canal 7, en fin: eran cosas que no dejaban mucho margen para hacer teatro. Recuerdo que cuando ya se percibía la derrota, retomé mi trabajo como actor haciendo ¿Quién le teme a Virginia Wolf?, dirigida por David Stivel, en el teatro Regina, con Cipe Lincovsky, Adrián Ghio y Ana María Picchio. Fue en el 74, el año en el que, en la esquina del teatro, asesinaron a Rodolfo Ortega Peña, el año en el que mataron al cura Carlos Mugica. En el 64 el teatro Regina se había inaugurado con esa obra. Diez años después, para celebrar la década, se hacía nuevamente. En aquel contexto pasé como un mes de los ensayos sintiendo que yo estaba ahí pero no estaba. Luego todo fue muy bien, pero recién a partir del instante en que pude hablar de la sensación de derrota que tenía y de que estaba resentido con el hecho de tener que hacer esa obra en ese momento.

-¿Cómo dialogaba esta “generación del 60” con el teatro argentino tradicional?
-J.C.G: Fue un hecho inevitable. Mi primera obra (hablo como autor, lugar desde el cual siempre hablo con mucho pudor, porque soy de una producción dramática muy reducida), El herrero y el diablo, se estrenó en un pequeño teatro, nuevo en ese momento, el Teatro de la Luna, un sótano que había sido la vieja cervecería Aueskeller (famosa cervecería de la bohemia, del 900 al 30), debajo del Teatro Odeón. No recuerdo cómo surgió esa sala, pero el que estaba al frente de ella era José María Gutiérrez, que había sido un galán, no de la televisión, porque es anterior a ella, pero sí del cine y del teatro; una figura, siempre muy preocupada por la temática que obsesionaba al teatro independiente hasta la exageración: temática política, estética, etc. Estrené allí El herrero y el diablo, dirigida por Roberto Durán, junto con José María Gutiérrez, que además, fue el protagonista. Así se empezaba a crear eso que vendría y que 5 ó 10 años antes hubiera sido imposible.
-R.C.: Otro caso en el que los mundos se mezclaron fue el de Miguel Ligero, quien, dirigido por Inda Ledesma, hizo el Soldado Schweik en el IFT (aunque eso fue tiempo después).
-J.C.G.: Se fue dando. Ahora, yo creo, si bien tengo una debilidad afectiva por esto que voy a decir, que el que hizo mucho en ese sentido fue Carlos Carella, un líder gremial muy importante y aglutinador de esa famosa Lista Blanca, un actor cuyo origen primario era el radioteatro, particularmente el de Las dos carátulas, radioteatro que sigue estando hoy en Radio Nacional… En fin: hay una serie de cosas que se dieron así. No recuerdo que la gente se sentara a conversar, como si fuera un partido político, para decirse “por qué no arreglamos esto”, porque no había nada que arreglar. Simplemente se dio. Ahora bien: esa Lista Blanca, con la que primero nos presentamos en el 62 y perdimos como en la guerra, en el 64, en cambio, ganó por 17 votos. El secretario general era Carella y el presidente Dulio Marzio, una persona absolutamente ajena a ese mundo del teatro independiente, un galán del medio profesional. Por otra parte, los mundos se juntaban porque cada vez tenía más importancia la presencia abarcadora de la televisión.
-R.C: Hubo un traspaso. Muchos actores, con la caída del teatro independiente, que para mí es un fenómeno que se produce con la caída de Perón (en ese momento comienza a debilitarse el teatro independiente), empiezan a dejar de hacer sólo teatro y comienzan a pasar a la televisión. Oscar Ferrigno haciendo televisión, por ejemplo, hubiera sido impensable algún tiempo atrás. De aquellos años de teatro independiente está la famosa anécdota de Héctor Alterio, aquella de cuando lo convocaron a un proyecto y dijo que no. Es que no hubiera sido posible hacerlo en aquel momento. Él era un actor consagrado del teatro independiente. Afortunadamente eso se fue modificando y dejó de ser tan rígido.

-Saltando un poco en el tiempo, pienso ahora en los actores que durante la dictadura tuvieron que irse del país y me pregunto por qué se dio una producción artística tan fuerte en el exilio. ¿Qué piensan ustedes?
-J.C.G.: Creo que hay varias razones. En primer lugar, todo el mundo sabe que el exilio es una experiencia muy desgarradora. Pero también fue, al menos en mi caso (siempre me consideré una persona afortunada), pasados los dos primeros años de empezar a volver a la realidad (como si a uno lo dejaran knockout y luego retornara), un tiempo de mucho crecimiento. Porque apareció también un factor de alivio: al salir de esta realidad, que es la que la gente que se quedó acá sufrió mucho más, dejé de sentir presión. Por otra parte, después de pasar un año en Colombia fui a parar, por un contrato de la televisión, a Venezuela, y me encontré instalado en un país profundamente democrático en su manera de sentir (más allá de las horribles diferencias sociales que había y que sigue habiendo). Como autor pude escribir una obra cada dos años, cuando acá escribía una cada ocho, precisamente por el clima permisivo de un país donde la cosa estaba entre el absoluto respeto y la total indiferencia. Uno podía decir lo que quisiera, pero, además, protegido por el Estado. Yo siempre pongo el ejemplo de Venezuela, porque es un país latinoamericano (no es Francia ni Alemania) donde toda la actividad cultural privada está, también, sostenida por el Estado, por una cuestión legal. Estoy hablando de una Venezuela hasta hace unos pocos años. Ignoro cómo está en este momento en ese sentido. En aquel entonces el Estado no pedía ninguna respuesta política por lo que daba, pero quien se ganaba un sitio de trabajo por estar y producir, siempre recibía la ayuda estatal. Todas estas fueron razones para generar muchas cosas allí y atreverme, incluso, a hacer lo que nunca había hecho acá: crear un grupo estable de teatro que aún sigue, y es ya una institución consagrada. Creo que todo lo hecho tiene que ver con eso, al menos en mi caso.
-R.C.: También hay otro caso en Venezuela: el del cordobés que inventó el Festival…
-J.C.G: Carlos Giménez. Sí, pero él se fue mucho antes.
-R.C: Me refiero al caso de muchos actores argentinos que se fueron allí y a otros lugares, como a España, actores que tenían un formación muy sólida. Llegaban a esos países y se incorporaban de inmediato. La mayoría de los actores de teatro español de hoy está formada por maestros argentinos que no eran acá grandes maestros, sino asistentes de estos, pero que tenían escuela.
-J.C.G.: Hay que recordar que Carlos Giménez cuando llegó a Venezuela (y en breve tiempo se transformó en una figura de una presencia importantísima), tenía 19 años.
-R.C.: Él creó el Festival de Córdoba cuando tenía 17.
-J.C.G.: Además era un animador, organizador, un hombre de un empuje increíble.
-R.C.: Y que en Colombia estaba Fanny Mikey. Ella tenía una escuela, una formación muy importante. Y hoy todavía pasa esto con los grupos que viajan. Yo creo eso de la producción muy fuerte de actores argentinos fuera del país tiene que ver con eso, con la formación.

-A comienzos de los ’80 llega Teatro Abierto. ¿Cómo era el clima de esos años y qué pasaba en el mundo teatral?
-R.C: Teatro Abierto surge cuando ya se empezaban a ver los síntomas de la retirada de la dictadura, cuando ya se empezaba a sacar un poco la cabeza. En los cafés volvíamos a reunirnos, salían revistas de humor, había recitales. Teatro Abierto nace por una decisión de los autores. Fue una locura de Osvaldo Dragún. Veníamos de estar prohibidos en todos los espacios oficiales, que eran muchos (los teatros, la televisión, la radio). Encima, un interventor elimina en el Conservatorio Nacional la cátedra de Teatro Argentino Contemporáneo, es decir, borra a los autores argentinos contemporáneos. Ese fue el detonante. Fue en el 80. Recuerdo que escribí un artículo en Clarín en el que hacía una ironía sobre el hecho de que no había autores. Cuando se empezó a armar Teatro Abierto yo justo me estaba yendo a visitar amigos en Europa, entre ellos al Gordo (Osvaldo) Soriano, que estaba en París. Mientras tanto surgió la idea. Nos reuníamos acá –se refiere al edificio de Argentores– en el segundo piso. Veníamos a tomar café al bar. Primero vino un grupo que propuso obras breves mías, de Agustín Cuzzani, de Gorostiza. Eso no salió pero quedó la inquietud. Chacho (Dragún) dijo “Bueno. Salgamos todos juntos. Veintiún autores todos juntos. Obras de media hora, tres por día, repitiendo por semana el ciclo”. El Picadero, que era un teatro amigo, fue el lugar que se eligió. Luego vino el incendio de esa sala, que potenció todo brutalmente. Surgieron, entonces, Danza Abierta, Poesía Abierta. Ciento diez pintores nos donaron sus cuadros para recuperar los gastos. (¡Bah!, las pérdidas) y 21 salas nos ofrecieron seguir. Elegimos la más impensable que era el Tabarís. Las colas daban vuelta la esquina desde el mediodía. O sea: a partir del atentado nos pusieron en el podio. Después le siguió el 82, que no fue feliz: con la guerra de las Malvinas nos agarró argentinitis aguda y en vez de hacer 21 espectáculos hicimos 60, en dos salas. Por un lado fue un despropósito, pero, por el otro, tenía sentido, porque la gente quería estar y participar. En el 83 recuperamos la sensatez e hicimos ese final. Después hubo coletazos, pero para mí ya no fue Teatro Abierto.

-¿Y a partir de ahí qué pasó?
-R.C.: Con la democracia el teatro perdió esa condición de ser única voz, en la cual uno podía escuchar desde alguna insinuación, que si no estaba buscada la gente la ponía (cuando la gente salía de ver mi obra El viejo criado, en la que yo hago, simplemente, una burla a los mitos porteños, decía que eso aludía a la Junta militar) hasta otro lenguaje (ya que en la dictadura las puteadas solo se escuchaban en el teatro). Con la democracia vino el destape y el teatro dejó de ser esa única voz. Apareció el cine no prohibido, las revistas, los diarios, la televisión. Pero el teatro persistió. Vino una época en la que yo estrenaba bastante seguido. Después, para mí, con la Ley de Teatro llegó un cambio. La aparición del Instituto Nacional del Teatro produjo un fenómeno que aún estamos viviendo: esto de que haya más teatros que pizzerías. Un fenómeno único en el mundo. Solo en el Abasto, por ejemplo, hay 21 salas.
-J.C.G.: Hay 27 salas en el Abasto. Creo que la aparición del Instituto generó un cambio enorme, porque hasta ahora siempre el país había hecho política cultural invirtiendo en lo oficial. Cuando se dice que no hay política cultural es un error. Siempre hay alguna. Buena o mala pero hay. Aquí se habían hecho grandes inversiones en cultura: en el Teatro Colón, por ejemplo, en las compañías provinciales oficiales, en las orquestas, etc. Eso siempre estuvo. Pero la cultura, en ese sentido, siempre había sido oficial. Que el Estado tome la responsabilidad de ayudar a sostener la actividad cultural privada (lo único que había aparecido en ese sentido era el Fondo Nacional de las Artes en los ’50), fue un hecho totalmente nuevo. Y realmente vino a equilibrar una situación donde el teatro como hecho comercial comenzó a desaparecer. La presencia del Estado se hizo importante.

-A pesar de este incentivo y de que mucha gente que, de no existir este apoyo del Estado, tal vez no hubiera podido hacer teatro, tenemos una realidad muy diferente a la de los ’60 que ustedes describían antes, con una o dos funciones por semana, durante uno o dos meses, en lugar de ocho durante dos años, como entonces.
-J.C.G.: Creo que lo que sucede aquí es lo mismo que pasa en el mundo. Los grandes relatos han desparecido. A tal punto que cualquier afirmación ideológica debe ser dicha bajo el paraguas de una palabra que goza de muy buena prensa que es “utopía”. En el 60 nadie hablaba de utopía, sino de un mundo que cambiaba. La sensación de que esto se frustró, la sensación de derrota, no es solo argentina, sino mundial.
-R.C.: Por eso esta generación, la última, la que nace desde los ’80 casi ’90 en adelante, abjura de los social, lo político, de la realidad, de contar. Cuenta como teatro ceremonial, encapsulado, casi místico. No estoy calificando, sino que trato de describir.
-J.C.G.: O como teatro de banal maestría. Una maestría banal, un culto por lo banal, que yo respeto, pero bueno… Me parece curioso. Esto es mundial.

-Para terminar, ¿cómo les parece que es la relación del teatro que se hace hoy, respecto del mundo que se vive?
-R.C.: El teatro siempre tiene que ver con el mundo que se vive. Tiene algo testimonial aunque no cuente lo que pasa. El espíritu de lo que pasa está.

-¿No podría pensarse que lo político está en otros aspectos del teatro, por ejemplo las formas de producción, los espacios que se eligen algunas veces, y no solo en los temas?
-J.C.G.: Creo que la cosa hay que respetarla como un signo de época, en cuanto a los contenidos, a la maestría de lo banal, a la ritualización, a la pérdida de sentido político. Considero que lo que ha contribuido a lo que está pasando (me refiero a este fenómeno de una ciudad que genera una cantidad de teatro que no se puede absorber), es la necesidad de poner el cuerpo. Estamos llegando al punto de que la gente no tiene que tomar un vehículo ni salir de su casa para ir a trabajar a una oficina, un punto en el que los robots hacen el trabajo de los obreros. En la Revolución Industrial era mano y cerebro lo que se necesitaba. Ahora cada vez se necesita menos mano. Se vive una cultura cada vez más tecnificada Y el teatro sigue siendo el lugar en el que la gente ansía meter el cuerpo. De ahí es que creo que corremos el riesgo de que haya más oferta que demanda, porque hay mucha necesidad de hacer teatro y no sé si tanta de ver. Creo que ahí hay un fenómeno muy importante, porque, cada vez más, la corporalidad de la civilización es menor.

 

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Texto de Edith Scher publicado en Revista Picadero 24 (Agosto/Septiembre 2009).

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