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02 • febrero • 2015

12 min

Carmen Baliero: “La gente en general consume música, pero no tiene una formación musical”

Por: Edith Scher
La apasionada música y compositora Carmen Baliero plantea algunos de los temas que desarrolla en el libro dedicado a reflexionar sobre la música para teatro que publicará en 2015 la editorial Inteatro. El escrito, una sucesión de artículos en los que analiza con rigor y profundidad este tema, es mucho más que un exhaustivo estudio específicamente musical. Su análisis, que la lleva a conclusiones tajantes y firmes, y que se sostiene vigorosamente en una larga experiencia en la materia, amalgama una cantidad enorme de saberes y por ello arma un cruce con otras disciplinas y otras artes cuyo resultado es un agudo punto de vista que desnaturaliza la mirada ingenua sobre el trabajo creativo.

-¿Qué pensaste cuando apareció la propuesta de publicar un escrito sobre la música para teatro? ¿Cómo evitaste que se volviera un manual?
-Siempre reflexiono en torno de ese tema. Por ende había muchas cosas que ya pensaba cuando esta posibilidad de escribirlas surgió. Tenía, además, el antecedente de dar clases y por ello contaba con un desarrollo teórico que se había dado por acumulación de años. Al escribirlo pensé quiénes serían los destinatarios de ese libro, cuyo objetivo era reflexionar sobre cosas que en general no se enseñan, justamente, en los manuales, sino que se reflexionan en el trabajo y en el quehacer cotidiano. En ese desarrollo se van acumulando teorías, opiniones. El libro buscó generar un diálogo con los hacedores de teatro y de música. Por otro lado, me parecía que la única forma de que se produjera la discusión era opinar taxativamente, y así obligar al otro a tomar, también, una posición. Ésa fue la idea. No tanto de manual, sino, más bien, de aforismos. En algún momento discutí este modo de plantear el libro con algunas personas que escriben habitualmente a las que les consulté. No escribo libros. Pienso, pero no me dedico a escribir. Por ende, se me complicaba la estructura. Pero consideré que si exponía los temas que para mí eran relevantes a la hora de tomar una decisión musical en el teatro, esto iba a servirle a alguien para pensar. Por eso también puse ejercicios al final de los capítulos. Son la aplicación de mi teoría, que es totalmente personal y discutible. Pero además en el libro opina mucha gente. No escribo sólo yo.

-¿Cómo ordenaste los capítulos? ¿La propuesta es leer rigurosamente del capítulo 1 en adelante, en un avance progresivo, o se puede empezar por cualquier lugar?
-Creo que se puede leer de cualquier manera. Ni siquiera es necesario leerlo entero. Me parece que sí es bueno detenerse, en primer lugar, en la introducción para ver hacia donde apunta, pero después cada cual puede tomar los capítulos que le
interesen. No hay una concepción cronológica ni ordenada. Sí hay un pensamiento de orden, cuando al final aparecen las experiencias propias, es decir, ejemplos de obras en las que estos criterios y esta teoría se aplicaron. Pero también alguien podría leer primero todas las obras y luego analizarlas con la lectura de los primeros capítulos.

-De cualquier modo, lo que planteas en el capítulo 1, en el cual describís qué es la música y analizas qué lugares la sociedad le hace, le fuerza diría yo, a ocupar casi para llenar un vacío, da un enfoque de lo que va a venir.
-En el primer capítulo quise diferenciar lo que es la música para teatro de lo que es la música pura y a la vez distinguir lo que es la música independiente de la música funcional al mercado. El teatro también tiene una vertiente funcional al mercado. Pero la música se usa en todo y el teatro no. Si bien podemos considerar que un juicio o una ceremonia religiosa son puestas en escena y así en otros casos, hay un pacto implícito entre los que lo hacen. En cambio con la música, decidir que ésta es funcional a todo no es un pacto implícito sino una imposición del mercado y del sistema que la transforma en ruido.

-“La música se utiliza para mentir”, afirmas con fuerte sentido crítico.
-Hay millones de formas de mentir con la música. Muchas veces se la utiliza como estado anímico impuesto, falso. Uno va a un bar en el que pasan jazz y cree que ese bar es más banana que el otro en el que se escucha cumbia, por ejemplo. Uno se va a hacer un análisis y le ponen música suave para que se calme. Es todo mentira. Cuando se usa la música para funciones sociales o políticas, también ésta cumple una función heroica de la cual no saca rédito. Existen falsos heroísmos, falsos compromisos, falsas emociones. Un caso en el que se la usa mucho es el de los noticieros. Por ejemplo, se escucha música dramática cuando se muestra gente humilde a la que le llegó el agua a la casa. Es decir, no es suficiente el drama social: hay que decorarlo con una música que opine, y nos indique cómo tenemos que pensar. Se muestra que un león caza una cebra y suena una música siniestra, como si el pobre león fuera Terminator. El uso de la música transforma ese hecho en una crueldad espantosa, cuando en realidad se trata, simplemente, de un león que caza. Se le aplica eso una moral, un juicio de valor falaz.

-En el libro dejas claro este concepto de entrada, para sostener luego que la música en el teatro debe ocupar el mínimo lugar posible. Es decir que no debe ser protagonista, como cuando se trata de música pura, sino estar mezclada con los otros lenguajes y aparecer lo mínimo indispensable.
-Lo que sucede es que el concepto de música es muy amplio. Es como el concepto de persona. No es lo mismo una maestra jardinera que un teniente general, que un asesino serial, que Teresa de Calcuta. Son personas, sí, pero eso sólo no nos dice nada. ¿Qué quiero decir? Que, en función de para qué y cómo se utilicen los sonidos, el código de la música se transformará en prostibulario o no. El tema es que en la música para teatro uno no utiliza música pura. Las reglas son totalmente distintas. La música pura implica la transmisión de algo totalmente abstracto e indómito. Puede llegar a utilizarse el Himno a la alegría de Beethoven para mostrar esclavos que se rebelan, pero la música en sí misma no busca eso. La música busca timbres, estructuras y formas abstractas que no son traducibles. En el teatro se llama música a todo sonido al que se le otorga un valor estético y se lo utiliza. Puede ser el de las palabras o el sonido ambiente. A veces hay música también en las obras. Lo que no puede tomar protagonismo es el código musical en sí mismo. Porque además, si fuese protagonista le ganaría al teatro. Siempre le gana.

-¿Por qué?
-Porque es intraducible y porque en la música no hay contradicción. Y además porque uno tiene ya adscripto en su acervo cultural relaciones afectivas con cierta música. Si a mí me ponen a los Bee Gees en una obra y yo justo me enamoré con esa canción en un baile, y además después estuve con esa persona 6 noches seguidas, es muy probable que cuando escuche eso lo relacione más con aquel hombre maravilloso que con la obra que estoy viendo. Entonces, repito, existe la memoria afectiva en la música. Uno escucha y relaciona con historias, con momentos.

-Es frecuente encontrar hoy, en las obras, la música fusionada con el teatro y los otros lenguajes que en él convergen, ¿cómo vos proponés, o creés que sucede lo contrario?
-Creo que hay un uso abusivo de la música pero, más que eso, hay un uso ingenuo. El teatro desarrolló muchísimas corrientes en la Argentina. Hay en él posturas políticas, éticas y estéticas, pero en general no se reflexionó sobre la música para teatro con tanta profundidad. Sí se habla de la cuarta pared, del público y el no público, de la tramoya en escena, de si el idioma debe ser o no coloquial, de si la forma de hablar es antigua o no, de si el texto debe ser adaptado o no. Se diserta acerca de qué es el teatro de autor, el teatro improvisado, el teatro comunitario. Todo eso se desarrolla y, de hecho, hay clasificaciones. Pero estoy segura de que nunca escuché, en más 20 años de trabajar en esto, que se enseñara seriamente música a los actores. Ahí hay ingenuidad. La gente en general consume música, pero no tiene una formación musical. En los colegios se enseña mal música, tanto en los primarios como en los secundarios, entonces no hay una postura intelectual frente a la música. Cuando digo intelectual no digo fría, digo no ingenua. Creo que en general la inercia lleva a las elecciones no propias sino impuestas desde el mercado, pero si la menor conciencia de que es así. Es por eso que uno llora con una telenovela de Andrea del Boca. Y llora porque relaciona la tristeza y la emoción con eso. Para mí todas estas cuestiones tienen que ver con una falta de madurez estética, con no analizar y no conocer otras cosas. Creo que si un músico conociera más el timbre, que es el tema que más me atañe, o las diferentes corrientes musicales que fueron paralelas a las corrientes literarias y teatrales, entendería de otra manera la música. Se daría cuenta de que no es todo lo mismo. La música no es lo que a él le suena por lo que escuchó en su casa. A él le tiene que sonar por haber estudiado, como en el teatro, porque si no un actor estaría viendo las telenovelas que veía su tía y no haría obras de Antón Chéjov.

-Se nota al leer este libro que, además de saber de música, aparecen tus opiniones sobre el mundo, posturas políticas, teoría literaria. El análisis es muy rico por eso también. ¿Qué te parece que se pierde si el músico no se indaga en todos estos mundos y sólo se sumerge en lo estrictamente musical?
-También lo digo en el libro: la técnica es ideológica. Dominar una técnica no necesariamente nos libera. Depende para qué sea esa técnica. Creo que al músico le pasa algo parecido al actor y es que, en general, padece de cierta inocencia e ingenuidad. Entonces, ¿para qué creo que sirve estar más formado? Porque la formación te da libertad de elección. El hecho de entender muchas posturas, de tener estímulos, de conocer a los tuvanos, a Chico Buarque, a Diamanda Galás, al Zambo Cavero, cambia la visión del mundo. Uno empieza a enriquecer su postura. Es claro que cuanto menos se reflexiona más ingenuo se es.

-Sí. Pero además de la amplia y variada formación musical, aparecen en tu análisis informaciones y reflexiones que provienen de haber abrevado en otros campos.
-Es que para mí el arte no está escindido. Es ésa la discusión que tengo siempre. El arte en todas sus expresiones me atañe y me nutre. Me nutrió más la Serie Negra de Goya que mucha música. Me fascina Ezequiel Martínez Estrada bastante más que muchos músicos que escucho. Ahora estoy leyendo un libro de Jacques Attali, un ensayo sobre el ruido que se llama precisamente así, Ruidos, y allí encuentro una cantidad enorme de estímulos para pensar sobre ese tema. La sociedad del espectáculo, de Guy Debord, es para mí una biblia. No me parece inocuo leerlo o no. En general se considera que el exceso de intelectualidad lleva a la frialdad o a la cosa incomprendida por el otro. Creo que ésa es una postura un poco vaga y también ingenua. La frescura es relativa en el mundo. El Cuchi Leguizamón tocaba música de Erik Satie, de Claude Debussy, de Maurice Ravel, y además sabía hacer chacareras zambas. Creer que uno con su buena voluntad pueda llegar a liberarse de la inercia del mercado es un error. No me erijo como una persona excesivamente culta ni muy formada. Creo, simplemente, que tengo siempre el entusiasmo y la pasión de encontrar gente que me estimule. Es una posición vital, no sólo intelectual. Lo intelectual es algo muy vital.

-Lo que es evidente, también, es que (parece una verdad de Perogrullo, pero no lo es) para hacer música de teatro hay que saber de teatro, o al menos aprender, de a poco. No se puede ser músico y saber sólo de música a la hora de ponerse a trabajar en música para teatro. Por otro lado, afirmás en el libro que quien hace música para teatro debe renunciar a la opinión, en el sentido que la manifiesta cuando hace música pura. Ahora bien: en ese interactuar con el director, con el iluminador, con el escenógrafo, con el vestuarista y sacar conclusiones acerca de cuánta música debe haber en la escena a partir de la comprensión de ese universo en el que convergen todos esos lenguajes, ¿no hay opinión, también?
-Sí, pero es una opinión en función al teatro no al deseo propio. Del mismo modo, un actor que no pueda prescindir de su personalidad encantadora también fallará. Es ahí donde está el límite de lo que es ficcional y lo no, y de eso también hablo en el libro. Es más realista la real ficción que la pseudo-ficción, que el realismo naturalista del teatro. Prefiero un Beckett. Siempre que se emula la realidad hay un problema. La ficción inventa, no emula. Ese es uno de los puntos clave. Pero la ingenuidad existe. El actor y el músico son seres humanos, y lo que es difícil en el arte, es algo un poco zen que me dijo una vez Robertino Granados cuando yo no podía componer y no me salía nada: “Estás componiendo con la personalidad, no con la esencia”. El artista tiene que dejar de lado su personalidad para poder hacer. Porque la personalidad está intoxicada de la educación, de la moral, de la culpa, de la falta, del pudor, de la omnipotencia, de la soberbia, del egocentrismo. Ese lugar, si bien siempre va a estar, tiene que ser desplazado. Por eso, digo, es un poco zen la idea: es querer que ese objeto exista más allá de uno. Las reglas serán las de ese objeto, no las de uno. En algún momento, cuando sale una obra, tiene reglas propias. Para mí el arte es entender y descubrir cuáles son las reglas propias de eso que salió.

-¿Qué es lo que sería bueno que los directores y los actores supieran de música? ¿Cuál y cómo sería una buena formación musical?
-Una de las cosas más importantes es que, así como saben quién era Antón Chéjov, William Shakespeare, o Samuel Beckett, sepan quiénes fueron Juan Carlos Paz, Arnold Schönberg, Gerardo Gandini o Maurice Ravel. Y ya saliendo de la música, sepan quién era Jack London, Francis Bacon, Paul Cézzane. ¿Por qué? Porque un director de teatro o un dramaturgo no nacen de un repollo, sino de un movimiento general de gente que está pensando de esa manera. No es un solo tipo el que lo hace posible. Para entender el teatro isabelino hay que saber qué fue la peste, cuánta gente se murió, qué pasó en 1600 en Londres. No digo saber todo, porque nadie sabe todo, pero sí sostengo que no hay que creer que las cosas son independientes de lo demás. Creo que hay una generación ahora un tanto geronticida, concepto que emerge, lógicamente, del mercado (el antiage, siempre parecer más joven). Hay algo curioso que es la no memoria. Pareciera no haber memoria estética. ¿Qué pasó? ¿Quién era Copi? ¿Quién era Ricardo Zelarrayán? ¿Quién era Mario Trejo? ¿Quién era Martha Peluffo? ¿Quién era Jorge De la Vega, que pintaba y escribía canciones?

-¿Creés que esa postura está acentuada hoy?
-Creo que no hay estímulo para conocer a los abuelos. Es como si no se acumulara. Todo se descubre otra vez. Es como si no hubiera habido un movimiento abstracto en la Argentina, como si no hubiera habido escritores como Juan José Saer o poetas como Juan L. Ortiz. No digo que todo el mundo sea así, pero la sensación que tengo es que falta acumulación, falta aprender todo esto seriamente para no volver a descubrir la pólvora. Hay una información que tiene que producirse. No es una falta moral no tenerla, pero es una pena. Además el conocimiento produce alegría.

-En el libro hablas también de la cuestión vocal, del timbre. En un trabajo de los que hacés como música de teatro, ¿cuánto incide la sonoridad vocal de los actores?
-Incide mucho. La voz es un sonido que está constantemente en escena. En ella sucede lomismo que en la música, y es que el nivel informativo es secundario. “Yo maté a mi abuela”, no quiere decir nada si no lo digo de cierta manera. El contenido real no lo da la palabra, lo da el timbre. Por eso afirmo en el libro “la palabra miente y el timbre no”. En este tema aparece también la cuestión del geronticidio. Hay una corriente que se autoconfirma en una forma del hablar, que es la cotidiana de una generación. Hay un medio que se instauró en el decir. Y volvemos a la cuestión de la personalidad. Cuando uno hace eso, se autodescribe, en lugar de trabajar para una obra.

-¿Cómo creés que aprendiste esto que hoy es un modo de trabajo y algo que intentás transmitir?
-No sé. Supongo que en mi casa siempre se reflexionó. Por otro lado, tuve profesores excepcionales (hablo de músicos que me enseñaron composición) que, justamente, son grandes lectores, grandes conocedores de pintura, y de música, como Mariano Etkin, Coriún Aharonián, Gerardo Gandini, Julio Viera, Lucía Maranca. Pero creo que además porque me parece que veo así. Uno va a buscar lo que sabe que quiere buscar

-¿Por qué invitaste a otros a participar en esta publicación?
-Primero, para que tuviera carácter federal. Pero además me parecía interesante, dado que es un libro que contiene afirmaciones taxativas, que hubiera algún lugar donde se pusiera en duda lo que yo decía, que hubiera afirmaciones diametralmente opuestas. La elección de los que escribieron fue muy amplia. Gente muy distinta toda. Cada uno dijo lo que quiso y se extendió cuanto quiso. Entonces, hay una parte que no me pertenece, que arma un libro paralelo de opiniones de todos. Además me gusta conectar a la gente y consideré que la publicación de este libro era una oportunidad para que se conocieran entre sí muchas personas y para generar lazos que no respondieran solamente a los festivales de teatro.

 

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Texto de Edith Scher publicado en Revista Picadero 34 (Febrero/Junio 2015).

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