Revista Picadero Revista Picadero Revista Picadero Revista Picadero Revista Picadero Revista Picadero Revista Picadero

01 • septiembre • 2011

9 min

Jorge Lavelli. La aventura de la colina (1988-1996)

Por: Editorial INT
Entre las novedades de INTeatro se destaca la publicación de De los años 60 a los años de la Colina, un libro producido por Alain Satgé en Francia y que repasa la actividad del director argentino Jorge Lavelli durante el período que dirigió esa sala parisina.

Si hemos decidido explicar la historia de la Colina y el modo de mantenerla, es ante todo porque ello permite restituir un punto de vista sobre el teatro y sobre el mundo. “Punto de vista”: esta expresión se repite a menudo en las palabras de Lavelli, porque toda creación es una toma de posición intransigente. Aquí sin duda se conjuga el trabajo del director de escena y la experiencia del director de la sala: leer una obra, imaginar un espacio, dirigir a los actores, o inventar y animar la política de un teatro; siempre se trata de elegir, ejercer una libertad y una subjetividad. Un punto de vista, es decir una síntesis: no ha sido evidentemente posible rendir cuenta de los setenta espectáculos que han sido presentados en la Colina desde enero de 1988 a junio de 1996. En este repertorio que se ha constituido alrededor de una idea de creación, los autores franceses o francófonos han ocupado el primer lugar, comenzando por los grandes inventores de la dramaturgia de este medio siglo, Beckett y Ionesco, Billetdoux y Weingarten, Arrabal y Vauthier, como también Gombrowicz y Copi, particularmente ligados al recorrido de Lavelli como director. Estos fundadores parecían tender la mano a sus “herederos”, desde Jean Claude Grumberg, René Kalisky o Roger Planchon a Gildas Bourdet, Philippe Minyana, Marie Redonnet, Yves Laplace, Serge Valletti, Tilly, Armando Llamas, Joël Jouanneau o Serge Kribus… El teatro europeo ha sido ampliamente representado por Lavelli, de los indiscutibles clásicos del siglo XX, Schnitzler, Hofmannsthal o Valle Inclán, a las luces del teatro de hoy, Edward Bond, Thomas Bernhard, Fassbinder, George Tabori o Slawomir Mrozek, a los “iconoclastas” tales como Elfriede Jelinek, Lars Norén o Steven Berkoff, a quienes el teatro francés descubrió a través de Lavelli. Sin olvidar el teatro latinoamericano, que aporta un tono diferente: el argentino Roberto Cossa, los chilenos Gastón Salvatore y Marco Antonio de la Parra… No se trata aquí de dar un panorama del teatro contemporáneo: más bien de mostrar una familia de autores, caracterizados por una cierta manera de contemplar y de interrogar el mundo, y que tratan quizás la realidad más allá de todo realismo. Es el espíritu de esta familia el que Lavelli define en este coloquio.

-Cuando en 1987, usted fue nombrado director del futuro Teatro Nacional de la Colina, quiso darle a este nuevo lugar una identidad precisa: estaría consagrado a los autores contemporáneos. Esta elección radical ha sorprendido a veces: ¿quién se la había dictado?
-En primer lugar, estaba de acuerdo con mis gustos, y con la lógica de mi trayectoria como director de escena: desde mi llegada a Francia, no he dejado de apasionarme, por los autores actuales y por el teatro (o la ópera) de nuestro tiempo. Pero también resultó de un análisis del “paisaje teatral” francés. He estado muy impresionado por esta paradoja: la expansión del servicio público, en los años 80’ coincidió con un retorno a los textos clásicos, con un espíritu cada vez mas frío en la conservación del repertorio y con un respeto cada vez más arcaico de los “valores” culturales. Aquí, según mi parecer, había una contradicción chocante… Redescubrir el riesgo de la creación, y construir un repertorio para nuestro tiempo, con los medios que dispone un teatro nacional, me apareció entonces como una necesidad. Y por lo tanto quería que esta opción sea radical: creo que muchos creyeron, especialmente por las notas “oficiales” en las que aparecían mis declaraciones acerca de un nuevo repertorio, que eso no era más que un preámbulo, que sería una apertura sobre otras cosas: que en un gran teatro no podían ponerse más que a los grandes autores del pasado, y que luego de una primera temporada contemporánea, se volvería a los autores “serios”, a los griegos, a los clásicos, franceses y extranjeros…

-Este malentendido fue rápidamente aclarado.
-Porque el proyecto se impuso, y poco a poco encontró su público; y se convirtió en una suerte de evidencia. Pero la continuidad de la experiencia nos obligó a subir la exigencia, y en cierto modo la dificultad. En una aventura de este tipo, nada está asegurado por adelantado: al público, sin cesar, hay que “reconquistarlo”.

-Como director de escena usted siempre parte del espacio, lo que se podría llamar el espíritu del lugar. ¿No habrá estado usted inspirado por la arquitectura de este teatro nuevo, cuando decidió consagrarlo a los contemporáneos?
-Sin duda, he estado influenciado por su modernidad, pero también por su transparencia: es un lugar más abierto que otros del mundo y de la ciudad; no tiene la solemnidad de un monumento histórico, es más accesible… Me parecía, por lo tanto, que debía estar lo más próximo posible a la ciudad, y “comentar” su vida, no tanto su cotidianeidad como lo hacen los periódicos o la televisión, pero sí de manera simbólica: estando atento a las profundas corrientes que la atraviesan, que la obsesionan, que le provocan temor o simplemente la interrogan. Este teatro en la ciudad es también un teatro de la ciudad, un sitio en movimiento, vívido, a veces agresivo e inquietante.

-¿Un teatro “político”?
-Elegir el teatro contemporáneo significa forzosamente cuestionarse de manera más aguda la relación del teatro con la sociedad y con la historia trastornada de nuestro siglo; y hablar de la ciudad no es solamente observar al hombre en su entorno, humano y social, en su confrontación con los otros: esto también permite imaginar, a través de la magia del teatro, estructuras más justas, más cercanas a las aspiraciones o a las ambiciones de aquellos que padecen la presión y la frustración propias de la ciudad. La ciudad no es siempre tranquila, nuestro teatro tampoco: no está hecho para reafirmar a los espectadores en su situación o en sus valores, pero sí para desestabilizarlos, provocarlos, orientarlos hacia la dialéctica, la polémica o el rechazo; dicho de otra manera, no sugiere un pensamiento político preciso y tampoco propone consignas introduciendo formas menos “culturales”, menos ortodoxas, menos reconocidas, intenta más que nada un acercamiento a la libertad, soñar no solo un teatro diferente, sino una sociedad diferente… Una sociedad en la cual los problemas, si no se resuelven podrían al menos presentarse de otro modo.

-¿Qué es lo que para usted ha cambiado en las relación teatro y política?
-El teatro militante de los años 60’ reposaba sobre bases marxistas y luchaba por la construcción de una sociedad ideal, en todo caso por la organización de todas las fuerzas vivas hacia ese objetivo: ese mito atravesó todo el teatro de post-guerra y fue en cierta manera categorizado por la experiencia real de las sociedades comunistas. En consecuencia, nos encontramos con que no hemos montado una sola obra de Brecht, a pesar de sus fabulosos aportes a la dramaturgia contemporánea; no ha sido una elección deliberada, pero hoy me parece que no fue una mera casualidad: su pensamiento está muy ligado a una época. En la Colina, la novedad ha sido considerar el pasado. El sentido de la política ha cambiado: es mucho más diversa, más imprevisible, y quizás al mismo tiempo, está inmediatamente más ligada a los acontecimientos que vivimos.

-¿Entonces estaríamos muy lejos del espíritu de Vilar?
-Las condiciones son completamente diferentes: el TNP y sus grandes manifestaciones colectivas, sus fiestas memorables fueron en cierto modo la consecuencia de los años de guerra, de miedo, de sumisiones y restricciones de toda clase. Los parisinos tenían necesidad de reencontrarse, todos juntos, después de la debacle, ya sea para bailar o ver obras… ellos sin duda tenían más necesidad de ver teatro de actualidad: el teatro estuvo ligado a un profundo deseo de la ciudad, que quería construir o reconstruir. Las grandes misas del TNP y de Avignon celebraban el mismo teatro, globalmente positivo, que se dirigía a un extenso público, sobre la base de un repertorio sobre todo clásico y según criterios estéticos de despojamiento (en el espacio, la luz, la puesta) que correspondían tanto a las exigencias del gran escenario de Chaillot como a las de la corte de honor del Palacio de los Papas. En ese sentido, todo parecía separar ese teatro humanista y cultural (figuraba en los programas de estudios, había sido comentado por una publicación que se dirigía en especial a los profesores, y luego a los estudiantes…) de nuestro proyecto, que introducía en la ciudad la inquietud, la confusión o la duda. El teatro popular de Vilar reafirmaba el control de la democracia sobre la historia, la nuestra se preguntaba: ¿la democracia, para hacer qué? Las instituciones que han sobrevivido a la hecatombe en su gran mayoría están siempre aquí: ¿acaso ellas están aptas para garantizar totalmente la libertad? ¿Los derechos del hombre? ¿Pueden ellas impedir el racismo, la distribución ilegal de las riquezas? No se trata solamente de cuestionar una política, sino la herencia de una historia. Quizás el denominador común de las obras que nosotros hemos presentado ha sido la experiencia del fracaso. El fracaso de nuestro siglo: toda la ambición, por ejemplo, de los pensadores de las Luces, los filósofos de la revolución, de la democracia del siglo XIX vienen a fracasar en este siglo XX devastador, con la guerra, con el absoluto horror de la exterminación de un pueblo, o más aún con la otra gran caída de nuestro tiempo, el fracaso de la revolución soviética y del comunismo. Evidentemente no es por casualidad que muchos de los autores de la postguerra, muchos autores que nosotros hemos representado en la Colina, se inspiraron en estos temas. Todo un período de expansión intelectual y técnico, de progreso científico ha estado puesto al servicio de la destrucción, no para terminar con una monarquía, un régimen o un sistema, pero sí con un pueblo. Esa será la marca de nuestro siglo…

-¿Piensa usted que la aventura de la Colina ha cambiado su práctica del teatro y de la dirección? ¿No lo ha orientado hacia obras directamente más comprometidas con su época, su realidad política y social?
-Nunca lo hice, desde mis estrenos de teatro en Argentina, en tiempos del “del arte por el arte”, jamás pensé en el teatro como una actividad gratuita, más bien un acto puramente estético, que no tuviera ninguna significación social, política, cultural. Pero es verdad que el proyecto artístico de la Colina, ha sido determinante y en cierto sentido impuesto: sin la Colina, quizás hubiese continuado poniendo en escena autores que me gustan mucho como Shakespeare o Chéjov, o tal vez hubiera explorado otros universos que me tentaban, como el de la tragedia griega… Decidir consagrarse imperativamente al repertorio del siglo XX en la Colina implicaba efectivamente renunciar a otras cosas. Mi repertorio ha evolucionado, pero la vida también ha evolucionado… Y la coherencia de la programación de un teatro de arte y de reflexión me impuso hacer nuevas elecciones. O más bien, me permitió combinar la fidelidad (a otros autores tales como Copi, Ionesco o Gombrowicz) y el descubrimiento en función de las exigencias propias en la Colina. Por esta razón, nosotros no hemos montado por ejemplo Bodas de sangre de Lorca, pero sí El público, una creación (a pesar que la obra había sido escrita hacía cincuenta años, era inédita) que obligó a reconsiderar la jerarquía de otras obras de Lorca…

-¿Cómo ha elegido usted el nombre de este teatro?
-El teatro está ubicado en lo alto del este parisino, fue creado por Guy Rétoré, quien deseaba conservar la sigla TEP para la sala en la cual perseguía su aventura. Por lo tanto nosotros buscamos otro nombre. En un principio la mayoría había elegido “Gambetta”, lo que hubiese sido justo histórica y geográficamente, pero poco atractivo para un teatro. También muchos se preguntaban sobre el cielo, las estrellas, la luna… Y en el momento que fui a ver a Robert Abirached, quien era director del teatro y de espectáculos en el Ministerio de Cultura, fue donde tuve la idea de este “accidente geográfico” que es la colina: un lugar real, que no tiene la pretensión de una montaña y que exige hacer un esfuerzo para acceder a él. Este nombre, a la vez concreto y poético, finalmente quedó muy ligado a nuestro repertorio: un repertorio portador de renovaciones, que al mismo tiempo no fuese elitista, ni fuese destinado a un público de principiantes, y que además ofrecía en sus dos salas, mil butacas por día… Nuestro proyecto se inscribe, por lo tanto, entre estos dos ítems: ni un teatro de investigación (ese teatro laboratorio con el cual había soñado apenas llegado a Francia, un arte experimental donde se podría trabajar sin la preocupación de tener que llenar las salas todos las noches…) ni un teatro de conservación (un museo que viviría de la celebración o de la relectura de los clásicos…) Es todo el sentido de nuestra apuesta: abrir las vías inéditas para la mayor cantidad de público posible.

 

ACCEDÉ A LA REVISTA PICADERO 28 COMPLETA DESDE ACÁ

Texto publicado en Revista Picadero 28 (Septiembre/Diciembre 2011).

OTRAS NOTAS DE PICADERO

Loza y Sacco. 2 autores que enfrentan el intangible universo femenino

01 • noviembre • 2001

Por Carlos Pacheco
6 min

Gambaro, Pavlovsky y Veronese. El tejido de la historia

01 • noviembre • 2001

Por Federico Irazábal
13 min

Ricardo Bartís: “Es preferible entregarse a cosas más ingenuas y sin embargo morir por ellas”

01 • abril • 2003

Por Patricia Espinosa
11 min

Javier Daulte: “El teatro sólo puede hablar de teatro”

01 • abril • 2004

Por Federico Irazábal
12 min

Alfredo Alcón: “Me gusta mucho captar la respiración de una obra”

01 • mayo • 2005

Por Alberto Catena
17 min

José María Muscari: La sorpresa, lo inesperado, la mirada del espectador

01 • noviembre • 2005

Por Ana Durán
6 min

Claudio Tolcachir. Los Coleman, una familia que no puede ver su realidad

02 • enero • 2006

Por Juan Carlos Fontana
10 min

Gabriela Izcovich: De la narrativa al teatro

02 • mayo • 2006

Por Cecilia Hopkins
9 min

Agustín Alezzo. Un director, para buenos actores y buenas personas

01 • septiembre • 2006

Por Patricia Espinosa
9 min

Lola Arias. Más acá o más allá de la ficción

01 • febrero • 2008

Por Federico Irazábal
6 min

Beatriz Catani: “El intérprete debe cumplir con lo suyo, actuar

01 • septiembre • 2008

Por Juan Carlos Fontana
11 min

Juan Carlos Gené y Roberto “Tito” Cossa: “El teatro sigue siendo el lugar en el que la gente ansía meter el cuerpo”

01 • agosto • 2009

Por Edith Scher
20 min

Villanueva Cosse: “El teatro es la zona semi-sagrada del hombre”

01 • febrero • 2010

Por Leonor Soria
9 min

Romina Paula. Un zoo de cristal intervenido

01 • septiembre • 2010

Por Alejandro Cruz
6 min

Alejandro Acobino: ¿Hacia un teatro imposible?

01 • enero • 2011

Por David Jacobs
14 min

Jorge Lavelli. La aventura de la colina (1988-1996)

01 • septiembre • 2011

Por Editorial INT
9 min

Sergio Boris: Hasta estallar

01 • marzo • 2012

Por David Jacobs
7 min

Mariano Tenconi Blanco: “Dudo de que haya algo más político que el teatro comercial”

01 • septiembre • 2014

Por Mara Teit
8 min

Carmen Baliero: “La gente en general consume música, pero no tiene una formación musical”

02 • febrero • 2015

Por Edith Scher
12 min

Eva Halac: “Trabajo con las voces de infancia”

01 • mayo • 2019

Por Cecilia Hopkins
7 min

Rubén Szuchmacher: “No se puede poner en escena hamlet sin haber definido previamente al actor”

02 • enero • 2020

Por Rubén Szuchmacher
5 min

Alejandro Catalán. Notas para un teatro de la libertad

02 • enero • 2021

Por Juan Ignacio Crespo
7 min

Eugenio Barba: “Para mí, los libros se volvieron los grandes maestros”

25 • octubre • 2022

Por Jorge Dubatti
10 min

Héctor Alterio: “Mi partido político fue el teatro”

12 • octubre • 2023

Por Alejandro Cruz
7 min