Revista Picadero Revista Picadero Revista Picadero Revista Picadero Revista Picadero Revista Picadero Revista Picadero

01 • febrero • 2008

6 min

Lola Arias. Más acá o más allá de la ficción

Por: Federico Irazábal
Recuerdo que cuando ingresé al bar del Espacio Callejón me encontré con que Umaia Miranda, enigmáticamente, recibía a los espectadores descansando muy confortablemente en su cochecito. Umaia era –y lo sigue siendo, pero un poco más grande– una bebé hija de la actriz Natalia Miranda. Mientras uno se pedía un café para calmar el frío, ella observaba cada uno de nuestros movimientos. En ese primer momento ella no interactuaba con el espectador, simplemente lo dejaba estar, para luego, minutos después y desde la escena, volverlo parte de una experiencia más que singular.

Una vez en la sala el espectador ingenuo se encontraba con que aquella bebé lo esperaba, ahora en su corralito, tomando su leche mientras uno buscaba su ubicación en la platea. Una vez comenzada la función, Umaia Miranda comenzaba a actuar. Pero no a actuar en el sentido técnico del término, eso está claro, sino que accionaba y la escena se veía afectada por esas cosas que intuitivamente hacía en tanto bebé. Gatear por el escenario, llorar, emitir sonidos, jugar con una pelota, tironear de un cable. Y la experiencia era extraña. Porque la escena adulta (la que llevaban a cabo Natalia Miranda y Gonzalo Martínez) se iba modificando en función de las cosas que la beba hacía. La presencia de un bebé en Striptease, tal el nombre del espectáculo, hace que la experiencia sea profundamente performática. Los adultos son, o hacen, de los padres de esta beba de la que hablan todo el tiempo en una charla telefónica de cuarenta minutos.

La obra forma parte de una trilogía creada por Lola Arias, una de nuestras más importantes dramaturgas y directoras que supo ubicarse en algún lugar de extrema originalidad dentro de nuestro teatro, y que con estas tres producciones vuelve a sorprender al espectador porteño más habituado a un teatro de pura representación en la que lo performático no es lo habitual. Sueño con revólver, Striptease y El amor es un francotirador son un grupo de obras que pueden ser vistas también de forma independiente puesto que cada una es autónoma, aunque el goce que produce el reconocimiento de la repetición de signos aumenta, ya que vuelve cómplice al espectador que asiste a cada una de ellas, permitiéndole reconocer la fina línea temporal que las liga. El personaje que interpreta Gonzalo Martínez, separado y padre de una hija, amante ocasional de alguna menor de edad, tuvo un sueño en la que una niña lideraba el juego llamado “ruleta rusa”. Este sueño, que es narrado en Sueño con revólver y en Striptease, es representado en El amor es un francotirador. Pero además las obras están ligadas por otros signos. Transcurren a las dos de la madrugada y el espacio exterior –la ciudad– parece estar desvastado, con cortes permanentes de luz y mafias que lo gobiernan. Pero esta trilogía es mucho más que un argumento, puesto que el formato escénico que Arias elige para su representación es por demás original. Micrófonos que ofician de teléfonos, un trabajo lumínico impecable y un juego que desde lo escenográfico da coherencia y unidad a la propuesta. Lola Arias reparte su trabajo creativo un poco en la Argentina y otro en el extranjero. Aquí con su Compañía Postnuclear realiza un trabajo muy original ya que se conciben a sí mismos no únicamente como un grupo de teatro sino más bien como un colectivo de artistas. Este enfoque interdisciplinario es, tal vez, una de las tantas marcas estilísticas de una directora que ha sabido ganarse su lugar en la cartelera teatral porteña así como también en la europea.

-Se ha dicho que tu teatro es producto de un cruce de géneros. ¿Estás de acuerdo con esa afirmación?
-Para la puesta en escena de mis últimas obras fue muy importante el trabajo con la Compañía Postnuclear, que es un colectivo de artistas jóvenes de diferentes disciplinas integrado por Luciana Acuña que proviene de la danza, Ulises Conti de la música, Alejo Moguillansky del cine y Leandro Tartaglia de las artes visuales. Con ellos podemos hacer un trabajo en el que cada uno aporta su propia visión. Y si por cruce de géneros hay que entender algo vinculado a pararse en los bordes de una disciplina estoy de acuerdo. Creo que la trilogía asume los riesgos propios de la performance cuando aparece e interviene en la ficción un bebé real que no responde a ningún tipo de guión. Él es en escena y hace lo que en ese momento siente que quiere hacer y los actores deberán ir llevando la escena hacia donde está pautado que vaya, pero sin descuidar esa presencia tan fuerte como es la del bebé. Lo mismo ocurre desde esta idea del pararse al borde con la presencia de la música en el final de Sueño con revólver. Cuando allí hacemos el concierto aparece otra cosa que es distinta a todo lo anterior. Y algo muy similar es la relación que establece la escena con los mecanismos narrativos cinematográficos cuando en El amor es un francotirador se trabaja sobre el concepto de simultaneidad de planos en el cine. Es más, creo que debería decir que hay un punto en el que cuando veo y cuando hago teatro busco claramente algo vinculado con ese cruce de disciplinas. ¿Es teatro? ¿Es música? ¿Es pura performance?

-Tus maestros son Ricardo Bartís y Pompeyo Audivert. ¿Qué tomás de cada uno de ellos y en qué te diferenciás?
-Esta pregunta me la han hecho infinidad de veces y siempre la respondí. Pero creo honestamente que llega un momento en el que una ya no tiene que explicar qué hereda o qué rechaza de ellos. A ambos los admiro y respeto muchísimo pero no seré yo quien responda a esto. Las tías siempre les dicen a los niños que tienen los ojos del padre pero la boca de la madre. Y la verdad es que el niño tiene su propia cara desde que nace.

-¿Cuánto incide, en tu teatro o en tu poesía, el haber pasado por la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires?
-Fue bueno mientras duró. Pero no creo que haya algo específicamente en la formación de un artista que lo convierta en tal. Nuestra formación es siempre un poco heterogénea y autodidacta. Yo estudié Letras, dramaturgia, danza, música, actuación, navegación. De niña odiaba que mi padre me mandara a aprender a navegar en un barco en miniatura por el Río de La Plata, pero ahora pienso que me sirvió mucho para mi trabajo saber levantar el dedo en alto para reconocer de donde viene el viento y no ir ni a favor ni en contra sino con la vela en diagonal.

-¿En qué consiste tu trabajo sobre el lenguaje? Se ve en tus puestas un uso muy poético sobre el lenguaje así como también ciertos gestos transgresores en él. ¿Esto se vincula a que también sos poeta?
-La primera cosa parecida al “arte” que hice en mi vida fue escribir, y es ese el motivo por el que me considero escritora antes que ninguna otra cosa. Escribo poesía, narrativa, letras de canciones, teatro. No tengo una predilección por un género porque no creo en ellos. Y no sé qué decir acerca de que mi escritura sea “poética”. Pero sí creo que es posible reconocer en mi escritura algunas obsesiones, un diccionario de palabras predilectas, un ritmo particular de las frases, o ciertas asociaciones extravagantes.

-¿Qué querés decir con “extravagantes”?
-Ahora me viene una a la cabeza: “El bebé me sigue a todos lados como un robot melancólico”.

-Tomando esa frase como disparador, ¿cómo surge la idea de incluirlo en la trilogía?
-Cuando decidí dirigir Striptease la pregunta era cómo representar al bebé. Había, como te imaginarás, varias opciones. ¿Poner en escena un bebé muñeco o un robot? ¿Usar una cuna vacía con una cinta con ruidos de bebé? ¿Poner un actor adulto con un pañal gigante? Incluso creo que llegué a pensar en la idea de poner un chancho bebé en un cochecito. Pero finalmente se hizo más evidente que el desafío era poner en escena un bebé real. Entonces empezó el dilema del casting del bebé. En principio llamé a las actrices con las que había trabajado que habían tenido bebés hacía poco tiempo, pero todas decían que no querían hacer actuar a sus bebés, que era imposible estar en la ficción y ser madre al mismo tiempo, etcétera, etcétera. Llegó un momento en el que pensé que nunca iba a encontrar al bebé para la obra. Mis amigos me sugerían que ante tanta dificultad buscara un bebé y una actriz que no tuvieran relación de parentesco, pero yo les decía que eso no me interesaba, que sabía que tenía que poner en escena esa relación real madre-bebé en el contexto de una ficción.

– ¿Y cómo se resolvió?
-Finalmente, después de varias idas y vueltas, una actriz me recomendó a Natalia y a su bebé Umaia. Cuando empezamos los ensayos, Umaia tenía tres meses. Mientras estábamos ensayando ella dormía en el medio del escenario. A veces se despertaba y miraba a todos con ojos de astronauta. A veces lloraba porque tenía hambre y Natalia la amamantaba y seguía actuando. Con el tiempo empezó a ser muy natural la situación de tener un bebé que dirigía la situación y los actores debían improvisar y adaptarse a las necesidades del bebé. Estrenamos en 2007 e hicimos seis meses de funciones y una gira por Europa con madre y bebé. Este año, cuando empecé a preparar la reposición de la trilogía, Umaia ya era muy “vieja” para el rol, ya tenía más de dos años. Entonces pensé que nunca encontraría reemplazo pero apareció la bebé Serena y su madre Luciana Panizza, dispuestas a enfrentar el desafío. El bebé es el accidente en el medio del orden, lo real en combate con la representación. El bebé dice todo el tiempo “esto no es teatro”, pero a la vez está dentro de la ficción, y cuando el texto se proyecta sobre él las palabras se vuelven puro acontecimiento.

 

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Texto de Federico Irazábal publicado en Revista Picadero 21 (Febrero/Junio 2008).

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