Dentro de la teatralidad porteña contemporánea hay algunos nombres que sobresalen por su singularidad y a causa de ello por la dificultad, para los críticos, de encasillarlos dentro de alguna de las tantas tribus existentes. Y Javier Daulte es uno de ellos. Por un lado podemos decir que Daulte sigue un procedimiento bastante habitual dentro de lo que es la práctica teatral en nuestro tiempo, que consiste en haber devenido en director luego de haberse convertido en un autor ya legitimado. Este hecho en el que también se ubican Rafael Spregelburd, Luis Cano, Alejandro Tantanián, y tantos otros, permite lanzar una hipótesis de que algo sucede en la formación de los nuevos directores escénicos que ha obligado a los autores a subirse a la escena y dirigir sus propios textos, rompiendo con el mito de que los dramaturgos no deben dirigir sus propias obras, cosa que proviene como gesto imitativo de generaciones anteriores, que a su vez coincidieron con aparentemente una gran emergencia de buenos directores. Pero por otro lado sigue un recorrido no habitual en cuanto a su estética dramatúrgica. “Soy un autor atípico dentro de nuestro teatro -dice Daulte- ya que soy uno de los pocos dramaturgos que nunca pasó por la escuela de Mauricio Kartun. Empecé a hacer teatro como actor. Estudié primero en el Payró y después con Carlos Gandolfo”. Luego vino la autoría y finalmente, gracias a su encuentro con Gabriela Izcovich llegó el trabajo de dirección. Sus textos componen hoy una larga lista instalada dentro de lo más canónico del mal llamado “nuevo teatro”: Criminal, Sueño de una noche de verano (versión sobre el original de William Shakespeare), Martha Stutz, Gore, Bésame mucho y ¿Estás ahí?, entre muchas otros.
-¿Cómo se produce tu llegada a la dirección y a la puesta en escena?
-En principio, debería decir que me considero tanto autor como director, pero hasta el día de hoy sigo sin saber muy bien qué quiere decir puesta en escena. Y si bien se me conoce o identifica en principio con la dramaturgia, mi contacto con los actores es prácticamente simultáneo. Empecé muy joven a dar clases -antes de los 20 años-, luego de haber estudiado en el Payró y con Gandolfo. Pero sucedió que cuando empecé a hacer teatro, los roles estaban muy delimitados, y además regía el famoso mito de que el autor no debía dirigir su propia obra. Pero a mí siempre me interesó lo escénico. Y por mi contacto con la actuación tenía mucha relación con eso, pero no pensaba ser director, porque era autor. Y considero que por haber respondido durante algún tiempo a ese mito pude aprender de la mejor manera, aprender sin sospechar que algún día ése iba a ser mi lugar. También debo decir que algo de la práctica en sí me empezó a hacer cortocircuito. Quería escribir porque quería hacer teatro, y las obras que había eran obras que debían hacer los grandes y no yo. Y las obras que podía hacer yo no me gustaban. Por eso empecé a escribir: para poder hacer lo que me gustaba. Pero a la vez empecé a ver que mis textos eran dirigidos de una manera no apropiada, y lo mismo me sucedía con el teatro que veía. En el 99, luego de haber visto Nocturno hindú, de Gabriela Izcovich, encontré lo que me interesaba, una actuación que no se mostraba. Y le dije a Gaby que quería trabajar con ella, y ella a su vez me ofreció que co-dirigiéramos Y fue ahí cuando descubrí el placer que sentía con los actores en el proceso de ensayo. Y ahí fue también donde sentí que mis pretensiones autorales se liberaron.
-¿Y cómo te descubriste como director?
-En una charla que dimos en una escuela con el CARAJAJI, donde entendí Stanislavsky. En la Argentina siempre se habló mucho de él, pero fue en ese momento cuando comprendí qué era lo fundamental de Stanislavsky, que no es su método de actuación, sino haberse dado cuenta de que para poder poner en escena las obras de Chéjov, había que inventar otra manera de actuar. Y esto tiene vigencia eterna, cosa que no sucede con el método. Fue en ese momento cuando se terminó de delinear el conflicto que venía teniendo con el teatro en sí. Descubrir que cada obra demanda un estilo de actuación propio a esa obra.
-¿Qué es “una actuación que no se nota”?
-Aquella que no muestra el esfuerzo que hay puesto allí. Por ejemplo, Gabriela Izcovich es tan buena actriz que nunca ha sido nominada a un premio porque no se nota lo que le costó hacer su trabajo. Uno no ve en ella el mecanismo tremendo que hay detrás, pero eso es algo que narcisísticamente no se produce aquí. Desde mi perspectiva, la actuación debería funcionar como un reloj, en donde no veo el mecanismo que hace mover las agujas sino que creo que es el mismo tiempo el que las mueve. Pero aclaro, esto que sostengo sobre la actuación me interesa que ocurra con todos los lenguajes: la escenografía, el vestuario, la iluminación, todo. Por supuesto que esto es muy difícil de lograr, puesto que el teatro no está aislado del mundo, sino que más bien es parte de él, y el divismo está instalado en nuestro sistema. Entonces, por más que uno quiera trabajar con la horizontalidad, donde el espectador está en el mismo lugar que el actor como verdaderamente era la fiesta teatral, en nuestra cultura se ha idealizado al artista y la verticalidad asoma por más que uno no quiera.
-¿Pero cómo se entiende eso cuando en tu espectáculo ¿Estás ahí? la escenografía, y los trucos o efectos son tan protagónicos?
-Se entiende desde el mismo lugar en que lo estoy planteando ahora. Cuando uno va al teatro, paga su entrada y evalúa cuánto le dieron en función de ese dinero. Y si bien somos presos de la ilusión, también queremos ver cómo ha sido producida. Cuando un niño ve Superman no se pregunta sobre cómo está hecho el vuelo, sino que ve un hombre volando; el adulto ve el resultado y observa el procedimiento. En ‘¿Estás ahí?’ si el espectador sólo ve el truco perdí mi apuesta, si creyó que el personaje abrió la puerta, no (el texto contiene tres personajes, uno de ellos invisible). De hecho cuando se propusieron soluciones para hacer los trucos elegí las opciones más simples, pero no para cuidarles las arcas al estado, sino para alejarnos lo más posible del “cuánto habrá costado esto”. En este sentido es que siempre digo que entre los magos elijo los que vienen a tu casa y hacen trucos, más que a David Copperfield, porque con dinero cualquiera vuela.
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“Desde mi perspectiva, la actuación debería funcionar como un reloj, en donde no veo el mecanismo que hace mover las agujas sino que creo que es el mismo tiempo el que las mueve.” (Javier Daulte)
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-El teatro de los años 90 estuvo muy centrado en el procedimiento. ¿Cómo te ubicás ante esto?
-Tengo un trabajo teórico donde hablo del procedimiento. Creo que el procedimiento no está dado, o no debería estarlo, de antemano. Hay un primer gesto en toda creación que es totalmente arbitrario, y recién luego de esa arbitrariedad se deben tratar de leer los procedimientos. Todos estos elementos deben tratar de hacer sistema, y luego valerse de un argumento para disimular su presencia. En este sentido digo que el argumento está para disimular el procedimiento. Un procedimiento es un sistema matemático. Y como la matemática es indiferente a los contenidos, lo único que puede garantizar la no manipulación de los contenidos es ésta. Entonces la verdad posible, donada por un material pergeñado a través de un procedimiento, es una verdad en la que al no haber transmisor no es manipulada. Al no manejarse la idea de emisión-trasmisión-recepción, porque el procedimiento no es elaborado de manera previa, no habría especulación. De haberla tenemos que entender al teatro como un medio. En la medida en que el primer gesto es arbitrario y deja paso a la intervención del inconsciente, y luego lo que se arma depende de un sistema matemático, el productor (autor, artista) ocupa el mismo lugar que el receptor. Creo que una verdad del teatro es verdad si su propio productor es susceptible de ser capturado por ella. Si esa verdad no es válida para mí no es universal, porque la condición de universal es que sea para cualquiera, no para todos sino para cualquiera. Y el resultado debe ser superador de la intención del autor. En ‘¿Estás ahí?’ la problemática era trabajar el tema de la ausencia en el teatro, y luego surgió un argumento que disimuló esta apreciación puramente matemática.
-¿Podrías desarrollar esta cuestión de la arbitrariedad?
-Si en un primer gesto de escritura uno espera una consistencia que dé lugar o justifique la escritura de una obra, estamos mal. Porque esa consistencia no existe. Por más que en general sea lo que se pretende. Por ejemplo: si digo que voy a hablar del año 76 en la Argentina, puede aparentar tener consistencia, pero en realidad eso en teatro no quiere decir nada. Sería válido hablar del 76 si esto es de verdad un impulso, una ocurrencia. Si fue una especulación no. En ‘Bésame mucho’, por ejemplo, quería escribir algo sobre policías, porque intuía que me iba a llevar a algún lugar interesante. En este sentido desemboco en la idea de responsabilidad del artista. Porque si garantizo la ausencia de especulación sólo se deposita todo en la confianza. Después de ese gesto inicial arbitrario debe haber un trabajo de lectura de muchísimo rigor. Es como si ahora tirásemos pintura sobre una tela en función de nuestros impulsos: después deberíamos sentarnos a ver qué se dibujó. Siguiendo con las imágenes anteriores diría que el que escribe es un niño pero el que lee es un matemático. Y desde acá llegamos a una ecuación interesante. Si el que escribe y el que lee son niños, es la ingenuidad pura. Si el que escribe y lee es un matemático, es la especulación pura. Si el que escribe es un matemático y el que lee es un niño, es el colmo del creído. Por eso la mejor forma para mí es que escriba el niño y lea el matemático, porque así dejo que el impulso me lleve pero que el matemático me ayude a dar el paso siguiente.
-¿Cómo llegás a todo este razonamiento ya que no es habitual que el director argentino teorice?
-Ustedes me llevaron a eso. Después de tantas idioteces dichas en reportajes tuve que ponerme a pensar para decir algo serio. Y me obligaron a pensar. Luego me invitaron a congresos, y así terminé armando un texto sobre todo esto. Son tres partes: El procedimiento, La responsabilidad y La libertad, en un único trabajo llamado Juego y compromiso. Además, como mi teatro es inclasificable dentro de las tribus teatrales se me han hecho muchas preguntas, a las que tuve que poder responder. Y esto se debe en gran medida a que hago lo que se me antoja, no lo que debo hacer.
-¿Cuando surge esa arbitrariedad tenés en cuenta que la resultante va a ser un producto teatral?
-Todo el tiempo está presente el teatro. Siempre me pregunto por qué esto merece ser teatro y no otra cosa. Y la obra es la respuesta a esa pregunta. Por eso siempre digo que el teatro sólo puede hablar del teatro. Cuando veo una obra que me gusta salgo hablando del teatro y no de lo que la obra me contó
-¿Y qué lugar ocupa el texto en esa arbitrariedad?
-El texto es como el color de la camiseta de un equipo de fútbol. Si vos imaginás un partido donde los dos equipos usan la misma camiseta, o todos los jugadores una diferente, te sería imposible saber a quién le podés pasar la pelota y a quién no. Por eso creo que el texto es el primer elemento en mi teatro, pero no es rector. No dicta el trabajo de todos los demás elementos, pero sí es el elemento que reclama la complicidad de esos otros, pero teniendo en cuenta que el mismo debe volverse cómplice de sí.
-¿Cómo se aplica todo esto en un proceso de ensayos?
-En general todos comienzan igual. No hago análisis de texto porque me parece una pérdida de tiempo y por considerar esta complicidad de manera generalizada. Pero por lo general hay un grupo de actores que le tienen terror al texto, les cuesta verlo como cómplice del trabajo propio. Y el texto debe ver a esos actores como cómplices suyos, y así con todos los elementos entre sí. Y siempre comienzo diciéndoles que tiene que haber complicidad, confianza y compromiso emocional. No puede haber ninguno de esos elementos si uno de los tres está ausente. Si no confiás no te podés volver cómplice. Pero de hecho la confianza ya está, desde el momento en el que llamo a esos actores, y no a otros, y ellos aceptan. Porque la confianza es algo que está en el aire, porque la confianza es algo que no tiene garantías.
-¿Tenés que trabajar previamente para escapar de la tiranía del texto?
-Les hago sentir que el texto además de demandarles los está protegiendo. Y trato de que entiendan que no hay tiranías, sólo complicidad. Logrado eso hay placer, y ahí se encauza bien el ensayo. Para que todo esto esté, trato de romper la idea de representación. ¿Por qué? Porque cuando uno piensa en la representación piensa en la escena ideal que hay que lograr como si fuera una escena platónica. En ese caso el teatro se vuelve representacional y no fundacional, que es esto lo que a mí me interesa. Y esto le quita el placer al trabajo porque te persigue ese ideal que inevitablemente te va a frustrar. Si entendés que no hay nada a ser representado la posibilidad del disfrute está habilitada, al margen de que carezca de garantías.
–Esto me recuerda más a lo verdadero que a lo verosímil.
-Exacto. Porque lo verosímil, que me interesa pero por otros motivos, significa cuánto algo se parece a otra cosa, y creo que el teatro tiene su propia realidad, y por eso no hay que eludirla, al margen de que se la disimule con un argumento. Si todo esto está, el encuentro es vivo. Porque al fin y al cabo es esto lo que me interesa con el teatro. Si a alguien le cambia la vida bien, y si es simplemente la antesala de una cena también. No hago teatro para todos, eso es claro. No sé ni lo que es el teatro popular, pero tampoco hago un teatro elitista. Al teatro uno va a pasarla bien. No va a pasarla mal, no va a hacerse culto. Ahora bien, qué significa pasarla bien, lo sabe cada uno y es elección de cada uno saber dónde la pasa bien. Pero por eso es que trabajo tanto sobre el goce. Y para eso lo mejor es que parezca algo facilísimo. Es como escuchar a Caetano Veloso que, cuando canta, parece que está haciendo algo simplísimo.
-¿Cómo se relaciona todo esto con los elementos materiales, reales, de la sala teatral?
-Durante un tiempo trabajé con las paredes. Porque veía los teatros como escenografías en sí mismas. Pero, claramente, forman parte de las tantas materias a trabajar. Perderle el miedo primero y explorarlo luego. Y por supuesto que forma parte de los condicionamientos que son absolutos. Pero todo lo que hace al teatro, desde las paredes hasta la forma de producción, debe ser cómplice del producto final. Entonces lo que intento es salirme de la queja, cosa muy típica de la clase media, que siempre encontramos motivos para quejarnos. Prefiero, o más bien elijo, optimizar esas limitaciones e incluirlas para hacer algo creativo con ellas.
-¿Esa relación entre todos los elementos es de tipo pacífico o también conflictivo?
-Creo que hay una primera resistencia. Por ejemplo, en Bésame mucho, cuando llegaron los escritorios los distribuí en el espacio pequeño, y los actores sintieron que no tenían espacio para moverse, cosa que también sentía el espectador. Pero lo que me interesaba era precisamente eso. Ver dónde y cómo se iban a desplazar tantos actores por ese espacio tan reducido. Ahí estaba la gracia del asunto. Tuvieron que entender que eso era lo divertido, que no los estaba perjudicando. En ese caso no hubo crisis porque tenía muy claro por qué lo quería así. Otras veces no puedo conceptualizar esto porque simplemente intuyo que es así como debe ser, y eso genera conflictos, porque el actor reclama protección, pero en ese reclamar puede suceder que mi solución de compromiso no sea buena. Por eso a veces hay que soportar simplemente eso.
-¿Y el contexto social, el mundo entran en juego en todo este trabajo?
-Entra pero de manera inevitable. El teatro es puro tiempo presente, y por lo tanto es inevitable que en este sentido el mundo esté allí adentro. Por eso no lo trabajo de manera explícita porque sé que ahí estará. Además también debemos reconocer que en este país ese carácter referencial puede ser el único eje de lectura. Por ejemplo, en una obra que jamás representé un personaje habla del comunismo, en realidad menciona la palabra, y una persona que lo leyó me dijo que todo estaba muy bien pero que faltaba algún desarrollo sobre eso. Y me pregunto por qué será que se ve la falta y no más bien que eso sobra. Entonces opto por sacar ese elemento. Pero, por ejemplo, en Bésame mucho, que hablaba de la policía en un país donde la policía como institución es muy cuestionada, nadie le demandó a la obra que se ubicara en el contexto y que dijera algo sobre esa situación.