Donde más duele requirió un año de trabajo con diversas marchas y contramarchas, originadas, quizás, en la dificultad que trae aparejada la elección de un nuevo punto de vista; no sólo en lo que respecta a un material de larga tradición dramática y literaria (la figura de Don Juan), sino también en relación a la propia obra. Bartis decidió aventurarse en un territorio por demás sinuoso y enigmático, el de las fantasías femeninas. Esto hizo que, por primera vez, depositara los roles protagónicos en manos de tres actrices (María Oneto, Analía Couceyro y Gabriela Ditisheim) y dejara relegado a un lugar secundario el rol masculino, eje central de su universo dramático.
Su principal objetivo, al menos el más visible, era desentrañar “el mito literario de Don Juan”, a través de los sueños, juegos y deseos de tres hermanas confinadas en una casona de los suburbios. Su convivencia con un galán ya entrado en años, distraído y bastante maltrecho (a cargo de Fernando Llosa) dispara delirios individuales y compartidos, en los que el sexo y el amor cobran una carnalidad reconocible y perturbadora. En contrapartida la obra incluye un material de innegable cuño psicoanálitico y una permanente reflexión acerca del teatro, la palabra y la ficción. Esta nueva manera de mirar el mundo desde una presencia femenina contribuyó a obstaculizar la elección del partenaire masculino. Para entender esta dificultad, basta con recordar que en sus últimas obras -Muñeca, El corte, El pecado que no se puede nombrar- Bartis se dedicó a construir un mundo de hombres preocupados en exorcizar el enigma femenino de manera torpe y violenta, rivalizando con una figura de mujer que nunca llegaban a poseer y cuya ausencia la hacía brillar aún más ante sus ojos.
Bartis es un director que no admite concesiones, su gusto por los espacios escénicos pequeños e intimistas lo ha llevado a rechazar interesantes propuestas, de acá y del exterior. Por otra parte su extrema autocrítica casi hizo peligrar la realización de Donde más duele, que ya con- taba con el apoyo de varios productores europeos. Pocos teatristas se animarían a adoptar una decisión semejante, y más aún tratándose de un ingreso económico tan importante que –según confiesa Bartis– le permite cubrir los gastos de mantenimiento de su sala por varios años. Cuando habla de su trabajo más reciente exhibe una gran lucidez y un alto grado de distanciamiento; pero su viva intelectualidad, conectada a una estrecha convivencia con la cultura popular, no condice con el violento rechazo que le provoca la sola idea de ver sus textos impresos en un papel. Es un artista que defiende sus convicciones sin que le preocupe que queden en evidencia sus propias contradicciones. Puede afirmar que es el mejor de los directores y a la vez descartar, por inútil, toda idea de narcisismo.
-Pasan los años y seguís prefiriendo los espacios intimistas.
-No me interesan las salas grandes, porque no tenés la posibilidad de que se vea la actuación. Nunca voy a hacer teatro en una sala grande, no acepté las propuestas que me han hecho acá ni las de Europa. A mí me gusta ver a los actores, estar muy cerca de ellos. La verdad es que no comprendo el teatro así, a lo grande, lo veo como algo muy ajeno. He visto algunos espectáculos que me impresionaron, pero de los que más gocé eran espectáculos de cierta intimidad y cercanía. Esa cosa más recoleta despierta una expectativa mayor con respecto a los sucesos que van a ocurrir. Me parece que un espacio grande te juega demasiado en contra.
-¿Cuánto tiempo te llevó encontrar a tu propio Don Juan? ¿Fue después de relevar todas las obras literarias y teatrales relacionadas con su figura?
-Eso llevó unos meses, pero fue una cosa más bien informativa, quería ver si encontraba algo que me pudiera servir para las ideas que ya tenía. Había decidido que era un Don Juan viejo, enfermo y que excretaba mierda por el sexo y que junto a él había tres mujeres que en un principio eran abuela, madre e hija. Después se convirtieron en tres hermanas. Dos de ellas ya habían compartido una relación con este hombre (Reynaldo) y la tercera estaba en edad de iniciarse o a punto de entrar en el circuito de la sexualidad. Siempre estuvo muy presente la idea del castigo y de la sanción, con una escena final donde Don Juan es sancionado. El desorden que puede provocar su conducta ya no está referida a la idea de moral sino a la idea de dominio político: aquello que debe ser nombrado o que debe suceder. También me interesó transferir eso a una discusión en torno a lo teatral e incluir una opinión en relación a qué es el relato y qué es lo que se narra.
-¿Cómo dirías que está planteada esa discusión dentro de la obra?
-A través de tres tipos de discurso. El de Haydée (la hermana mayor, interpretada por María Onetto) parecería ser un discurso teatral más conservador, como si dijera: “Hagamos la obra, digamos el texto de Don Juan, porque eso nos va a ordenar, después podemos entregarnos a nuestro delirio. Hagamos aquello que ya existe porque puede ser una guía”. En el personaje de Nenucha (Analía Couceyro), aparece otro delirio, la presunción de inventar todo el tiempo un procedimiento o un momento singular, como una especie de teatro instantáneo, donde el enamoramiento del propio enamoramiento se constituye en un valor. Toda esa locura también fracasa y denota su vacío o su falta de claridad; mientras que el otro personaje (Bettina, a cargo de Gabriela Ditisheim) en su intento de inscribirse y de acceder a la sexualidad, termina matando (a Reynaldo) confundida por las distintas versiones que circulan en la casa en relación a ese hombre.
-En algún momento del montaje le pediste ayuda al escritor Ricardo Piglia.
-Hubo una primera etapa en la que ensayé un par de meses y después paré porque no veía que obtuviera respuestas que me resultaran atractivas. Sentía que no estaba trabajando como debía y paramos unos seis meses. Cuando retomé le pedí a Piglia que trabajara con nosotros para escribir y él se interesó mucho. Obviamente había leído literatura suya y él había visto algunos espectáculos míos. Empezó a venir a los ensayos de vez en cuando y siempre mostró un enorme interés por lo que sucedía, por los mundos que se iban armando. Su presencia fue muy estimulante porque estaba muy a favor. Él me decía que no podía escribir nada porque yo lo tenía todo en mi cabeza. Y que era fantástico y hasta enloquecedor que cada vez que venía a un ensayo estaba todo cambiado y siempre le gustaba lo que veía. Así que él fue mi único interlocutor junto a Carmen Baliero, que hizo la música del espectáculo. Fueron las únicas personas que vieron lo que estaba haciendo, porque esta vez no tuve asistente. Fue bastante duro.
-Donde más duele ofrece una notable amplitud de registros, allí conviven la teoría psicoanalítica, la reflexión crítica en torno a la palabra y la ficción teatral y el inconfundible retrato de una Argentina en crisis y desmemoriada que no soporta la desilusión.
-Es un mundo costumbrista, a pesar de que el circuito secuencial está alterado. No podés dejar de pensar que esta obra es argentina. La veas donde la veas decís: “Éstos son argentinos”. Y además es urbana y remite a un pasado no muy lejano, pero las claves están en el pasado, no es un texto del porvenir. Acá la actuación tiene una gran libertad, compone casi en un campo representativo, pero por otro lado se va a lugares muy insospechados y muy arbitrarios. Todo el tiempo habla de un tema que es muy difícil de hablar, la muerte, y en ningún momento adquiere solemnidad o una cosa pretenciosa en relación a ese tema y a su trascendencia. La obra es muy honesta, no se oculta, no hace ningún intento de pasar categorías, que son más bien elementales y bastardas, como si fueran nobles. Incluso tiene cosas muy groseras que logran no incomodar.
-¿En qué te beneficia llevar tu obra a festivales europeos?
-Nosotros estamos pasando, como estudio, un momento muy delicado de guita y esto nos permite estar dos o tres años acá. Me refiero a pagar las deudas y afrontar los gastos que implica un lugar como éste. Nos ayuda muchísimo esta situación porque dependemos de la ayuda mínima y a destiempo de las entidades oficiales. En términos teatrales es como si jugara contra el Barcelona un cuadrangular con el Real Madrid y con el Inter.
-No es la primera vez que una obra tuya hace gira por Europa. ¿Cómo hiciste esos contactos?
-No hice ningún esfuerzo. Por ahí está mal, pero nunca mando carpetas ni envío videos. De muchos festivales me han pedido que mande material, pero nunca acepté, ni mandé nada. Además, soy carísimo, tengo un cachet de nivel internacional, más caro que Peter Brook.
-Sos una de las figuras más reconocidas del ámbito teatral, tus obras son celebradas en los más prestigiosos festivales. Sin embargo no parecés disfrutar de estos logros. ¿Es así?
-No lo sé con claridad. No lo sé.
-¿Alguna sensación primaria que puedas transmitir?
-Mi primera sensación es que soy el mejor director de la Argentina. No hay mucha duda para mí en eso. Pero esa sensación no me otorga nada, más bien al revés, me arroja a un lugar presuntuoso, un poco estúpido y sin ningún tipo de beneficio. En algún momento dado, eso me debe haber preocupado o movido a entablar un rango de discusión más feroz con todo aquello que no fuera lo que yo hiciese. La verdad es que ahora estoy más despreocupado de eso, no me importa mucho lo que opinan de mí, ni lo que dicen de mí. No me importa y no debe importarme. Pienso que algo debe estar enormemente mal en el proceso de la cultura de este país para que exista un libro sobre mí. Eso es lo que pienso ¡qué voy a hacer! A veces me gustaría, en algunas circunstancias, tener una mirada sobre mí más narcisista o de mayor aprobación. Veo muchos intelectuales, actores y escritores que tienen una especie de discurso sobre sí mismos, de grandes certezas sobre sus objetos. La verdad, es que a veces les envidio esas certezas, porque veo muy críticamente mi trabajo, veo todo el tiempo mis límites.
-Las certezas siempre resultan empobrecedoras, sobre todo en lo que respecta a la creación artística.
-Mi respuesta apuntaba a explicar cómo la paso en este lugar. Y no sé si la paso tan bien.
-¿Qué es lo que más disfrutás de tu oficio de director?
-Los ensayos. En el ensayo soy muy fuerte y tengo mucha claridad. Conozco mis límites: lo que sé y lo que no sé. Me parece que sé mucho de las reglas escénicas, de su juego y de su dinámica, pero me siento muy infeliz con todo lo que tiene que ver con la textualidad. Padezco mucho y mis procesos de creación se ralentan mucho porque tengo mucho pudor, entonces, escribo de a pedacitos y siempre de una manera muy vergonzosa.
-Entonces, nunca permitirías que se editaran tus textos dramáticos…
-Mirá, los textos de la obra se van a editar por un capricho de Jorge Dubatti que les asigna valor. Esos textos están prologados por unos comentarios míos, muy críticos, en relación a que para mí esos textos no son nada. Son palabras que se dicen y que tienen tan poco valor para dar cuenta de la obra como el plano de iluminación que se utilizó. Más allá de que la luz de este espectáculo es extraordinaria y, que sin ser un teatro de imagen, crea una serie de cuadros de gran calidad pictórica.
-¿Te resultó muy difícil trabajar con mujeres?
-Fue un proceso muy difícil y agotador, con muchas dudas. En relación al ‘El pecado que no se puede nombrar’ extrañé mucho la complicidad masculina. Dos o tres actores de ese elenco eran amigos personales míos de hace muchísimos años, a los otros los conocía por haber sido alumnos míos o por haber entrenado conmigo. Pero, por otro lado, me resultó muy novedosa la situación de estar tanto tiempo con mujeres. Fue algo muy curioso. Verlas entre ellas, tratar de entender por dónde venía la cosa. En los ensayos trataba de buscar situaciones más concretas o elementos que permitieran ir generando un territorio en relación, por ejemplo, a lo familiar o la conducta femenina en relación a la espera. Más allá de las repeticiones temáticas, de ciertas obsesiones o modalidades rítmicas que observo en mi teatro, también hay algo más ideológico, una decisión de compromiso en los cuerpos, yo no concibo otra forma de hacer teatro.
La verdad es que disfruté mucho de este trabajo. A mí me gustan mucho las mujeres, me gustan mucho…
-¿A pesar de tu buena conexión con las actrices el trabajo se paralizó, ¿qué otras dificultades encontraste durante los ensayos?
-Con las actrices trabajé más tiempo. Fernando Llosa se incorporó tardíamente, cuando ya teníamos la estructura definida y yo había terminado de escribir todos los momentos. Fue una experiencia que ahora podría idealizarla, pero la pasamos mal por distintas razones. Estaba muy deserotizado el vínculo, no teníamos esa especie de buen enganche y dinámica que resultan indispensables para trabajar. Por momentos me sentía muy abandonado y ponía de ejemplo una fiesta, en la que yo me encargaba de comprar los sanguchitos, la seven-up y cuando la gente venía no pasaba nada. Y yo andaba detrás de ellos, todo el tiempo, preguntando: “Che ¿la estás pasando bien?”. Lo digo en broma, pero era algo así lo que me pasaba en los ensayos. No recibía devoluciones, ni manifestaciones de interés o de estímulo.
-Antes de incorporar a Llosa pensaste en Alejandro Urdapilleta y Pompeyo Audivert…
-Con Urdapilleta ensayamos un mes, después él se fue a filmar y no pudo seguir. Pompeyo (al que dirigió en Hamlet o la guerra de los teatros) es una persona muy querida por mí, además de ser amigo, tengo mucho respeto por él como actor, es fantástico. Pero tengo la sensación de que se dio cuenta que el protagonismo no recaía para nada en su personaje. Siempre pensó que era un personaje relegado, que estaba ahí perdido entre las plantas regando, hablando de fútbol… No tenía atisbos de gran personaje, todo lo contrario. Por suerte, comprendí su posición y sólo tuvimos tres ensayos. Los personajes fuertes eran los femeninos, ésa era la clave y el eje de la narración. Después de Pompeyo decidí parar y fue muy duro porque el arreglo de coproducción que teníamos con Europa era muy importante. Y decidí que no lo íbamos a hacer. Vino gente de Europa a hablar acá, pero yo no encontraba una forma de resolución y no la estaba pasando bien. Entonces preferí levantar la obra. Después de un tiempo, de repente, me dieron ganas de ensayar. La interrupción me permitió ser más crítico con el encuadre y demandar más de mí y de las otras personas del equipo. Pregunté a los productores si me acompañaban y me dije- ron que sí y le dimos para adelante.
-Donde más duele habla del destructivo paso del tiempo, pero también de la supervivencia del arte. Algo que bien podría resumirse en la frase del poeta Raúl González Tuñón: “El tiempo humilla y ultraja, todo, menos la canción”.
-Así es. El tiempo pesa y desgasta, sobre todo en un país tan triste y reaccionario como éste.
-Pero a pesar de la muerte, la decadencia y lo corruptible de todas las cosas, el teatro sobrevive.
-Ah, sí… además del ritual de la muerte, está el ritual de lo teatral, ellas usan pelucas, se divierten. También sucedía algo así en el final de ‘El pecado que no se puede nombrar’, cuando se decía ese texto tan bello de Arlt: “La vida no puede ser esto, hay que quemar e incendiarlo todo. Mañana, lo que importa es mañana”.
-En esa obra, vos venías de una cosa muy oscura y aún así se sostenía, casi orgullosamente, una hipótesis de deseo y de placer que creo que debería estar siempre en la actuación, por más desolador que resulte el panorama. Esa cosa iridiscente del placer y del deseo de actuar está por encima de todo dolor y de toda tristeza, se actúa contra todo y contra todos. Hablo de algo simple, sin esa heroicidad militante.
-Uno siempre tiene miedo de que sea algo demasiado serio por lo cual debe morir. Es preferible entregarse a cosas más ingenuas y sin embargo morir por ellas. Por lo menos una voluntad juguetona de que así suceda, de que estamos en riesgo, de que hay algo en peligro que hay que defender. Y uno está metido en ese juego existencialmente. Nosotros vamos así a la actuación.