Invertir los sentidos comunes, encontrar un campo fértil donde otros solo ven ruinas, balbuceos, silencio, vacío o la mismísima nada: nada para ver ni para contar ni para decir. Darle cobijo a las materialidades inaudibles, impensables, inmirables, a las existencias menores (como las llama David Lapoujade); ocuparse de asuntos de los que no tendría sentido o no valdría la pena ocuparse. ¿No es esa una de las principales funciones de los artistas en el mundo? Función social, cultural y existencial: los artistas como agitadores de los límites de lo perceptible; como ensanchadores sensoriales de los mundos posibles, imaginados, alucinados o existentes pero sin la prensa suficiente, de los mundos por venir. Mirar allí donde nadie posó la mirada, prestarle atención a lo que es invisible para los demás, escuchar los sonidos/ruidos de aquello que no escucharíamos si el acontecimiento artístico no amplificara e hiciera audibles esas voces menores, y presentes esos fenómenos, ensanchando, así, el mundo común y forzando sus límites posibles, para que ahora quepamos muchos más: cosas, personas, fenómenos, voces, máquinas, sensaciones, etc., etc. (expandir también los planos, practicar huidas posibles de nuestro antropocentrismo, tarea hoy tan fundamental y transversal a todas las artes y prácticas culturales). Antenas amplificadoras de lo inaudible o conquistadores de paisajes estéticos que inauguran e inventan mundos allí donde antes no había nada. Volver de esas nadas, algo. Cruzar los límites y las fronteras de las convenciones, los géneros y los supuestos bordes de las supuestas comarcas tranquilizadoras de los supuestamente diferenciados lenguajes artísticos.
He aquí Samuel Beckett, el aventurero radical de las fronteras de lo decible y lo audible, abriendo un surco impensable en el campo de la literatura (y posteriormente del teatro), ese supuesto territorio de los que tienen muchas cosas para decir. El que hizo hablar a la nada, el que nos lanzó al vacío con “palabras, palabras, palabras”; el que le dio una voz a la tartamudez, a lo casi inexpresable, al fracaso del querer decir. El que nos hizo escuchar los silencios. El que pobló de imágenes esa misma nada, volviéndola una materialidad real, perceptible, capaz de provocarnos cosas: la nada como algo digno de atención. La nada como aventura estética.
Dice Alan Pauls, en un breve y magnífico ensayo que se titula y se despliega a partir de, tal vez, la frase más famosa de Beckett: “probar otra vez, fallar otra vez, fallar mejor”, que, para nuestro alivio, nada hace posible tantas cosas nuevas como una situación imposible. El ensayo de Pauls se centra en la corrección como problema literario y por eso quizás prefiere traducir fail como “fallar”, término tal vez más técnico que “fracasar”. “Probar otra vez, fracasar otra vez, fracasar mejor”: otra traducción posible. He aquí un problema a la vez técnico (fallar) y existencial (fracasar). ¿No es acaso la técnica el procedimiento para darle forma a lo existencial? No olvidemos cómo llevó Beckett al extremo de sus posibilidades la ecuación de que la forma es el contenido y el contenido es la forma. Pauls titula a su ensayo Fallar otra vez, y le otorga carácter de grito de guerra: Beckett no llamaba a extremar esa precaución que nos preserva del abismo, sino a lanzarnos de cabeza en la oscuridad, para convertirnos en los mejores artistas del fracaso posibles. Pauls hace una oda a la equivocación, y al accidente repetido una y otra vez, el camino del escritor (y del artista podríamos agregar).
“ “Otra vez”, escribe Beckett. “Probar otra vez, fallar otra vez”, escribe. Porque no se trata solo de fallar. Fallar una vez falla cualquiera; después de todo, siempre está la corrección para encarrilarnos de nuevo y devolvernos al redil. (…) No: hay que fallar una y otra vez, siempre, como si no hubiera otra manera de hacer las cosas. Porque la repetición es la evidencia de que la falla no depende de la voluntad; no se elige, y por lo tanto es inútil procurar aplacarla, encausarla o detenerla.” (Pauls, 2022, p. 45).
Nuestros errores y nuestras fallas, entonces, en constante repetición, como nuestro estilo: estilo en cuanto deseo artístico a pesar y más allá de nuestras ideas y proyectos, en cuanto singularidad ineludible, en cuanto aquello que para ser un verdadero estilo debe, paradójicamente, alejarse de la factoría de los estilos, porque allí no hay nada que se pueda comprar. Aquello que solo podría ser eso que es, eso que no se adecúa y encuentra su forma en ese desvío, lo inevitable hecho algo, o lo que solo se vuelve real en tanto pulsa por aparecer en el mundo pese a todos sus errores, o más bien, gracias a ellos. Aquello que solo nosotros podríamos contar, quitándole al término contar todo el lastre asociado a lo argumental. Contar en el sentido de que la forma es el contenido y el contenido es la forma. En el sentido de darle forma a nuestras fallas, siendo más técnicos; y en el de darle forma a nuestros fracasos, siendo más existenciales. Es por esto que Beckett crea una literatura posible en aquello que sería imposible/impensable: no poder sacar al personaje de su habitación, no poder avanzar ni para atrás ni para adelante, no poder ni siquiera terminar de morir, no saber si ya se es solo una voz adentro de un cráneo y si esa voz es propia o de quién. Es recomendable leer El innombrable (1953) cada vez que nos sintamos atrapados en un límite infranqueable. Beckett fue desintegrando a sus personajes hasta llegar a estas 155 páginas de nada más que una voz que no sabe nada de nada. Todas las coordenadas básicas quedan anuladas: quién, dónde, cuándo, por qué. Solo un gran cómo de forma beckettiana inevitable, que hace hablar a la incertidumbre y nos cuenta algo allí donde no habría trama ni historia ni personaje. Beckett nombrando, justamente, lo innombrable.
Este es el legado que me interesa rescatar de Beckett, su radical apuesta al propio fracaso, que se devela en su obra y se refuerza en las pocas frases que nos dejó sobre su propia práctica artística.
“Ser artista es fracasar como ningún otro se atreve a fracasar.”
“Realmente me resulta cada vez más difícil, y aun sin sentido, escribir en un inglés oficial. Y cada vez más me parece mi idioma como un velo que uno debe rasgar para acceder a las cosas que están detrás (o a la nada que está detrás).”
“Yo me di cuenta de que mi propio camino estaba en el empobrecimiento, en la ausencia de saberes y en el ir quitando cosas, en sustraer en lugar de sumar.”
“La expresión de que no hay nada que expresar, nada con qué expresar, ninguna base de expresión, ninguna capacidad para expresar, ningún deseo de expresar, junto a la obligación de expresar.”
Es bueno recordar lo que implica tener una visión radical y llevarla a sus últimas consecuencias: son contadas las entrevistas que dio Beckett y solo un libro de ensayos donde podemos leer su propia voz por fuera de su producción artística. La forma es el contenido y el contenido es la forma. La obra es el mensaje. La obra es. Ser la propia obra. Cuando en 1969 Beckett recibe el Premio Nobel de Literatura, él y su mujer quedan consternados por la fama que esto puede llegar a implicar y la natural interrupción de su estilo de vida. En ese momento, la televisión sueca le pide una entrevista que Beckett acepta en tanto no le hagan preguntas. Esta entrevista “muda”, que puede verse en YouTube , y que nos permite apreciar el siempre desconcertante, bello y misterioso rostro de Beckett –que ya nos es imposible no asociar a su obra–, sirve de ejemplo perfecto de cómo cada gesto de un artista es parte de una performance que se ejecuta en una vida de repeticiones, obsesiones e insistencias. La forma es el contenido y el contenido es la forma: el testimonio del Premio Nobel de la Literatura es un testimonio mudo. Esa pulsión de toda una obra que encontró en el silencio, la sordera, la ceguera y la mudez, la contracara desviada de una literatura de la despalabra, como él mismo quiso nombrarla.
Este año fui convocada para dirigir por segunda vez un proyecto de graduación de la Licenciatura en Actuación de la Universidad Nacional de las Artes. Y como todo contexto de producción implica un límite y, por lo tanto, la posibilidad de extremar la potencia artística de ese límite, me propuse invocar el legado de Beckett con doce actores jóvenes prontos a recibirse. ¿Cómo sería invocar al Beckett más radical, no al de las representaciones canonizadas de Esperando a Godot, en el centro de una academia de arte dramático que tiende naturalmente a canonizar estas figuras? ¿Cómo escapar de las imágenes de los clochards de trajes holgados y bombines? ¿Cómo hacer para no reproducir al Beckett que todos vimos una y otra vez? ¿Cómo evitar al Beckett canónico, el de museo, el del inofensivo “teatro del absurdo”? Por cierto, con un elenco de doce actores, y solo uno de ellos varón. Sin la mayoría de personajes masculinos de casi todas sus obras. Se comprende: ¿qué personaje, hasta hace muy pocos años, podía salir a vagabundear por el mundo sin propósito alguno, chupando las piedras que guardaba en sus bolsillos, sino era un varón? No había mujeres en esos descampados irlandeses. La ofensiva de Beckett estaba en la impotencia de esos varones aventureros que podían poco y nada, elaboraban sus hipótesis ridículas e intentaban controlar un caos que los desbordaba: el fracaso de los varones como conquistadores del mundo. Pero volvamos a las preguntas: ¿cómo eludir al Beckett reglamentario?, ¿cómo hacer para no seguir sus preceptos inflexibles sobre cómo quería ser representado? Recordemos al Beckett del mundo del teatro, en su excursión por fuera de la literatura, tirano de las didascalias, renuente a todo desborde expresivo actoral. Recordemos que hace muy pocos años, Analía Couceyro e Ivana Zacharski enfrentaron una ridícula censura por parte de los herederos del escritor, aquellos que suelen “proteger su legado”, al prohibir la representación de Godot en el Teatro General San Martín si se invertían los géneros de los protagonistas.
Más allá de todas estas cuestiones propiamente “absurdas” en relación a los alcances, resonancias y usos posibles de una obra como la de Beckett, la pregunta esencial es: ¿cómo hacer para, efectivamente, no representarlo? En la era de la postrepresentación, en la que ya difícilmente sea un proyecto intentar representar nada, ¿cómo invocar a un artista transgresor de los límites de lo posible, para escuchar lo que tiene para decirnos hoy, en otro mundo diferente al que existía cuando él escribía/contra el que él escribía? ¿Acaso no es representar a los artistas radicales del pasado, traicionarlos finalmente? ¿No es, al mismo tiempo, traicionándolos, como podemos aventurar un único modo vital de vincularnos con ellos? Depende de qué clase de traición estemos hablando. Invoco aquí la traición como forma básica de los diálogos posibles dentro del campo del arte. La traición a las combinaciones y distribuciones aprobadas por las leyes implícitas de lo que debe hacerse en materia artística. La rebeldía necesaria contra la policía del espectáculo. La transgresión de las categorías establecidas que –siempre– desactivan el poder justamente desestabilizador que tuvo una obra al irrumpir. Categorías que, al establecerse, traicionan esas mismas obras, y en el sentido más triste de la palabra “traicionar”.
Es por esto que, como primera medida, decidimos trabajar sobre sus textos más border, los raramente representados, los imposibles, los que cualquiera en su sano juicio te recomendaría desestimar por antiteatrales o antidramáticos o, incluso, antiliterarios. Volver audibles, matéricos y escénicos, esos materiales impensados/impensables. Ya se sabe, la huida de la representación se clarifica cuando uno pierde en pretensión absolutista: no hacer Beckett, sino hacer algo con Beckett. Esa fue nuestra primera premisa de investigación: inauguramos un período de hacer cosas con Beckett. Textos como Rumbo a peor, Textos para nada, El innombrable y What is the Word, su último poema antes de morir, nos sirvieron de plataforma de despegue para hacer algo con Samuel, hoy, entre nosotros, en nuestras limitadas y precarias condiciones de producción (quizás, alguna vez, no sean precarias ni limitadas). Esto es esencial para mí: si Beckett pobló de imágenes nuevas el mundo, si le dio formas nuevas a las posibilidades del discurso, si destruyó la sintaxis hegemónica e inventó nuevas sintaxis para decir las cosas, ¿cómo inventamos nuevas imágenes hoy?, ¿cómo balbuceamos nuevas formas de organizar las palabras?, ¿cómo forzamos a la lengua a escapar de sus límites reglamentarios?, ¿cómo deconstruimos la sintaxis del espectáculo? ¿Cómo seguimos un legado así de radical hoy? (el de la obra en sí, el verdaderamente importante, no el de las paparruchadas a su alrededor). Acaso otra de nuestras funciones principales como artistas: la de poblar de imágenes nuevas el mundo, la de no reproducir la factoría de las imágenes disponibles.
Como ejercicio para volver técnico lo existencial, he aquí algunas hipótesis que nos guiaron en Conferenci4 sobre B3ck3tt (debo aclarar que escribo esto unos meses antes de estrenar este espectáculo, así que estas notas forman parte del caos creativo y las preguntas en plena multiplicación):
Instaurar el dispositivo conferencia para evitar cualquier atisbo de representación: algo así como explicitar nuestra materia de estudio, hacer un pacto honesto con los futuros espectadores, vamos a “hacer cosas con”, ya veremos hacia dónde nos lleva este procedimiento. Otra de mis obsesiones consiste en “dejarse hacer por las cosas” o “hacer cosas para que las cosas te hagan”, en este caso sería: hacer cosas con Beckett para dejar que Beckett nos haga. Como si se tratara de un virus o una droga dura. Un experimento de contagio y mixtura o composición de un extranjero con nosotros. No olvidar el ejercicio radical de extranjería que realizó Beckett al decidir abandonar el inglés, su lengua materna, para escribir en francés a partir de cierto momento de su vida.
Cuestionar o tensionar los lenguajes escénicos actuales: Beckett y el biodrama: pensar en un opuesto contemporáneo radical de la estética beckettiana y, a la vez, cuestionar este apogeo de lo biodramático como única materia digna de interés actual, esta noción establecida según la cual hablar del yo es el único camino honesto posible. Enfrentar al biodrama con el arma del virus radical beckettiano y su ataque brutal a cualquier yo que pretenda ser narrado, a cualquier mera pretensión de enunciar un yo (“¿qué importa quién hable?”). ¿Cómo interpela esto, hoy, a doce actores jóvenes habituados a la espectacularización cotidiana del yo en el mundo de las redes sociales y las subjetividades online? He aquí otra premisa que me resulta interesante: desplazar la famosa tensión dramática al centro mismo del espectáculo: ya no ubicarla en la trama, ni en la historia, ni en el personaje (las implícitas y aún súper vigentes leyes del padre del teatro).
Asociarnos a otro artista radical, John Cage, para pensar la musicalidad del espectáculo desde una suerte de antimusicalidad: la música expansiva, también llamada antimúsica, y su voluntad de explorar aquello que, supuestamente, quedaba fuera de su disciplina: el silencio. 4´33´´ es, tal vez, una de las obras más comentadas del arte contemporáneo y nos sirve de oráculo acerca de todo lo que podría hacer el arte: cruzar la frontera; investigar el silencio y sacarlo de su sentido común; que el silencio se devele como una nada llena de cosas, de las que podemos hacernos cargo una vez que le damos tiempo y espacio; escuchar lo que jamás pensábamos que estaba ahí; desarticular las fronteras entre el arte y la vida, entre actores y espectadores; el arte como una cuestión de percepción; volver de la nada algo, una vez más.
Preguntarnos cómo funcionan, hoy, estas disociaciones extremas cuerpo-mente que exploró hasta el desgaste la literatura beckettiana: la contienda cotidiana: mentes sobreestimuladas, cuerpos que van por detrás o que intentan dar pelea. La lucha por quién es más fuerte, la enfermedad de la disociación subjetiva contemporánea: ¿cómo funciona Beckett en el mundo inmaterial de las redes y la irrupción inquietante de la inteligencia artificial?, ¿acaso no estamos asistiendo a la fragmentación del yo más extrema que jamás hayamos vivido? Pedazos de nuestros cuerpos capturados por las pantallas de nuestros teléfonos celulares, yoes falsos que pueblan mundos virtuales; voces de máquinas que nos hablan o pueden imitar nuestra voz a la perfección; voces que, incluso, piensan o pueden componer poemas o diseñar imágenes y alucinar mundos. Máquinas que pueden hacer un resumen de un monólogo delirante e imposible como es El innombrable. ¿Es, acaso, el fin de la literatura? Nunca ciertas preguntas beckettianas fueron más reales y cotidianas: “¿Creerán que creo que soy yo el que habla?” “¿Habrá una sola palabra que me pertenezca, de todo lo que digo?”
Asumir el fracaso del espectáculo como su propia potencia. Volver todo lo que no, lo que falla, lo que no se puede expresar, lo que no logra su objetivo (dramática o narrativamente), la materia positiva del espectáculo. Liberarnos de la categoría de éxito –quizás, la categoría más opresiva del mundo del entretenimiento y de la vida cotidiana toda– para imaginar otras espectacularidades posibles/¿otras vidas posibles?
Premisas o puntos de partida para investigar procedimientos de edición: la combinación inédita de cosas con cosas, la inventiva del espectáculo. Como dice Bourriard (2006): “la actividad artística se esfuerza en efectuar modestas ramificaciones, abrir algún paso, poner en relación niveles de la realidad distanciados unos de otros.” El teatro como laboratorio de experimentaciones sociales y existenciales. Y que solo puede ser ejecutado a partir de nuestras fallas/deseos o de nuestros deseos como fallas y desvíos de los cuentitos ya contados.
Siempre conviene recordar lo resistidos que fueron estos artistas, hoy canonizados, al momento de su irrupción. ¿Cómo van a esperar a un personaje que nunca aparece, esos dos que no hacen nada ni llegan a ningún puerto? ¿Cómo puede llevar por título esa obra el nombre de un personaje ausente? Borges mismo dijo que Beckett le resultaba muy aburrido. Si queremos salir de la maquinita reproductora de todo lo que existe y ya tiene buena prensa, será propicio asociarse a esos artistas del límite, los socios de las expansiones fronterizas: John Cage y sus 4’ 33’’ de silencio, los White paintings de Robert Rauschenberg, Malévich y su Cuadrado negro sobre fondo blanco, Adriana Lestido y su Antártida negra, los artistas del “lado concreto del límite”, como dice Lapoujade en Las existencias menores. Tomar de baquianos, en el mundo precario del arte, a aquellos desviados que se atrevieron a perderse como jamás nadie se atrevió a hacerlo. Viajar a los límites de lo posible, preguntándonos cada vez: ¿dónde están esos límites hoy, ahora?; atrevernos a la travesía, con nuestras fallas a cuestas, perfeccionando nuestros fracasos, como única aventura duradera, infinita –me atrevo a decir– en el mundo inestable y precario de la creación artística. O como bien dice El innombrable: hay que seguir, no puedo seguir, voy a seguir.
MINI – BIO
Victoria Roland es creadora en artes escénicas, actriz, directora, dramaturga, docente de Actuación y Licenciada en Teatro de la Universidad Nacional de Córdoba. Vive en Buenos Aires y forma parte de la compañía La Mujer Mutante. Han estrenado: El mundo es más fuerte que yo, Una obra más real que la del mundo, recorrido performático por el cementerio de Chacarita, y Algunas notas para inventar otros mundos, para la Bienal de Performance 2021. Han publicado el texto de El mundo es más fuerte que yo, en coautoría con Juan Coulasso, junto a Diarios de la actriz, de su propia autoría, a través de Populibros. Como directora, estrenó Beya durmiente (Dj Beya) (adaptación de la novela de Gabriela Cabezón Cámara Le viste la cara a Dios), Poesía Ya y Agite literario para el Centro Cultural Kirchner; Teoría King Kong – Durmiendo con el enemigo, para el Teatro Nacional Cervantes y Construir un j4rdín, proyecto de graduación en Actuación de la Universidad Nacional de las Artes (UNA). Actualmente está dirigiendo Conferenci4 sobre B3ck3tt, a estrenarse en agosto, también en la UNA.