¿Qué sabemos de los inicios del teatro argentino? Si vamos a la bibliografía tradicional, la más usada en la escuela secundaria e incluso en la universidad, nos encontraremos más o menos con esta trama: a finales del siglo XIX la compañía de circo de los hermanos Podestá, puso en escena una adaptación del folletín-novela Juan Moreira. Primero en una versión pantomímica (1884) de escasa repercusión y luego en la exitosísima versión hablada, estrenada en Chivilcoy en 1886 y consolidada en Buenos Aires en 1890. Aquí empieza la historia del teatro nacional pues contamos con dramaturgia, actuación, “edificio”, puesta en escena y producción argentina. Esta afirmación contempla dos presupuestos no explicitados.
El primero es: ¿a qué estamos dispuestos a llamar teatro? Y el segundo: ¿cuándo empieza a existir la Argentina? Como ya dijo Theodor Adorno en la década del 60, después de la experiencia de las vanguardias históricas del siglo XX, “es evidente que ya nada para el arte es evidente”. Pero después de la pandemia del COVID-19, no sólo no es evidente, sino que, además, está en juego su propia existencia. Entre 2019 y 2021 se escuchó muchas veces en Jornadas, Simposios y Congresos que el teatro había muerto en manos de las redes sociales y la intermedialidad tecnológica. La pregunta ontológica por el teatro, entonces, no es una mera elucubración filosófica, sino que es una necesidad fundamental para entender de qué estamos hablando, para formular políticas culturales al respecto, para participar de concursos y festivales, para proponer temas de investigación científica y muchos etcéteras más. Ni todo en la vida es teatro, ni el teatro está muerto. Pero entonces ¿cómo definir qué cosa SÍ es teatro?
La Filosofía del Teatro nos da herramientas para empezar a abordar el problema. En principio, podemos afirmar que el teatro es algo que acontece en el aquí y ahora, que forma parte de la cultura viviente. El teatro no sólo se ve y se escucha, sino que, además, se huele, se toca y, en ocasiones, se degusta. En este sentido, el teatro es absolutamente reaccionario ya que rechaza la intermediación tecnológica de la misma manera que rechazamos (por imposibles) los abrazos por Zoom. Y, como todo en la vida, es efímero e incapturable. “¿A dónde se van los personajes cuando el actor se va a su casa?” pregunta Hernán Gené en AKA Hamlet. A la memoria, respondemos desde estas líneas. Únicamente a la memoria. Imposible retroceder, poner play y verlo de nuevo. Pero no basta estar juntos para que haya teatro; porque los asados familiares, las clases en el colegio, los partidos de básquet, también son reuniones del cuerpo presente. La vida es un cuerpo presente.
Sobre la condición de posibilidad que da la vida, entonces, se recorta una metáfora, un salto ontológico, un universo otro que se pone a existir gracias al trabajo corporal de les intérpretes. La dinámica temporal se modifica, el espacio se transforma, Buenos Aires deja de ser Buenos Aires para transformarse en Acapulco, en Dinamarca o en El país de las Maravillas. Y ese mundo que se pone a vivir (ficcional o no ficcional, como en el caso de la danza contemporánea), existe ante la presencia de quien especta. La santa trinidad teatral está conformada por la reunión de cuerpos en un tiempo y un espacio común (convivio) + el recorte de un campo metafórico que se realiza gracias a la acción de cuerpos (poíesis) + la expectación.
Podemos llamar entonces “teatro” a las manifestaciones artísticas del carnaval, a los bufones y juglares, al bululú, a los títeres, a las artes del movimiento, al mimo y la pantomima, sumándolas a las representaciones de textos previos, el stand up y los shows de magia. El campo se abre exponencialmente… pero no es infinito, porque no todo es teatro. Si aceptamos esta premisa de trabajo, nos encontramos con un tema complejo (aunque no tanto). Aristóteles, en la tan mentada Poética, identifica cuatro géneros teatrales de su Grecia del siglo IV a.C. Me refiero a la tragedia, la comedia, el drama de sátiros y el ditirambo. Es tema de otro artículo la discusión respecto a si es verdad que sólo había cuatro, o si Aristóteles se “olvida” de mencionar algún otro. Lo que aquí nos interesa es que él ya está considerando al ditirambo como un género teatral. Recordemos simplemente que el teatro en Grecia se realizaba en el marco de una festividad religiosa y que los ditirambos no eran sino cantos y bailes en homenaje al dios en cuestión (Dioniso), que se ejecutaban en largas procesiones durante los primeros de los siete días que duraban las fiestas. Podemos considerar a los ditirambos como un claro ejemplo de teatro liminal, de umbral, de zona fronteriza entre teatro y religión.
Nos preguntamos entonces: los nativos de nuestro territorio ¿no tenían acaso cantos y bailes con las mismas características de los ditirambos? Pues resulta que efectivamente podemos registrar prácticas liminales en los pueblos originarios. En 1923 Martín Guisinde publica El mundo espiritual de los selk’nam (comunidad oriunda de Tierra del Fuego). En ese magnífico volumen lleno de fotografías, Guisinde analiza el Hain como teatro ritual o rito teatral. El Hain, recordemos, es una compleja y larga ceremonia de pasaje en la que se iniciaba a los jóvenes a la edad adulta. Las imágenes registradas por el autor muestran a los selk´nam con un despliegue de vestuario asombroso, posando como los personajes espirituales que representan, e incluso se registran momentos escénicos del ritual, pero reconstruidos especialmente para la lente de la cámara. La productividad de esta poética teatral llega a la actualidad, como lo atestigua Víctor Hernando quien –en un volumen de reciente aparición en la editorial INTeatro– relata la experiencia de composición y montaje de Kloketen (2014). Se trata de un mimodrama inspirado en otro rito ancestral de la comunidad selk´nam, esta vez un rito que realizan los jóvenes como pasaje a la adultez. El trabajo surge como fruto de un creatorio que Hernando realizó en 2012 en Chile y Argentina, y que estrenó junto a Ricardo Gaete en 2014. El uso de máscaras, el movimiento corporal y la dramaturgia corresponden, en una versión estilizada, a la propuesta poética del rito en cuestión.
Pero, así como podemos considerar al ritual como teatro liminal, hay otra práctica igualmente arcaica que entra en la misma categoría. Nos referimos, claro está, a los narradores orales. Volviendo a esa vieja Grecia aristotélica (y más allá también), desde el eurocentrismo que caracteriza los estudios teatrales, hace ya varios años que venimos considerado a los aedos y rapsodas –poetas orales como Homero– como parte de los orígenes teatrales de occidente. Se trata de performer que, en el ágora, en banquetes o en simposios se dedicaban a contar historias –traídas casi siempre de la Ilíada y la Odisea–, acompañándose (o no) de algún instrumento musical. En las representaciones plásticas se los muestra parados o sentados en una tarima, de perfil, dirigiéndose a una audiencia que siempre queda fuera de cuadro.
Como sabemos quienes hemos disfrutado de los relatos griegos, tanto la Ilíada como la Odisea están compuestas por diferentes cantos en donde se relatan muy diversas historias. Algunas narradas en tercera persona… pero otras narradas en primera persona. Esto quiere decir que cuando Ulises dice “Soy Ulises, hijo de Laertes” el poeta debe actuar Ulises. Cualquier narrador que se precie de tal cambia el cuerpo, cambia las inflexiones de la voz, cambia la mirada cuando cuenta algo y se pone en la piel de otro personaje. Se ve esto en las representaciones plásticas anteriormente mencionadas: los rapsodas aparecen con un brazo extendido, con la mirada elevada; es decir, aparecen componiendo personaje. Como todo artista que trabaje a la gorra y en un espacio público sabe, la clave del éxito está en mantener expectante al público. Y para eso no basta con contar buenas historias, sino que hay que contarlas bien: usando el cuerpo, usando la voz, usando el gesto y componiendo, cada tanto, a los personajes protagonistas de esos relatos.
Encontramos en todo esto el convivio como origen, el salto ontológico dado por el performer y, obviamente, a los espectadores. Volviendo a nuestra definición primigenia: encontramos teatro sin lugar a dudas. Como diría Ana María Bovo, un teatro del relato. ¿Y esto existe en los pueblos originarios? Por supuesto que sí. Sólo por poner un ejemplo, el pueblo guaraní tiene una canción casi elegíaca llamada El canto de Awá´a, que es interpretada por un Karai (especie de chamán divinizado). Como es de suponer por su título, relata la vida de Awá´a, personaje que según las creencias de los guaraníes habría resucitado luego de haber sido devorado por dos jaguares.
Pero además de la existencia de este rapsoda litoraleño, Jurgen Riester en su libro Los Guarasug´wé, crónica de sus últimos días, rescata un monólogo recitado por un niño guaraní llamado Tesere y las condiciones especiales de su representación. Dice allí que “mientras Tesere relataba la historia de Awá´a los demás guarasig´wé escuchaban mudos. Tesere era un buen relator, del cual emanaba una fuerza personal que superaba en mucho la palabra simplemente hablada. Tesere representaba en pantomima los diversos estados por los que tenía que pasar Awá´a, devorado por los dos jaguares. Tesere hablaba muy excitado, se levantaba bruscamente, se arañaba brazos y pecho con las uñas para mostrar como Awá´a era despedazado por los jaguares y caía lentamente al suelo (…). Luego Tesere se echó en el suelo, saltó repentinamente, se hizo a un lado mirando el lugar donde estaban los restos de los huesos de Awá´a. Él representaba al jochi (cerdo salvaje) blanco y al pequeño gusano que observaba los sucesos desde un lado. Luego, Tesere se dejó caer nuevamente y nuevamente se incorporó lentamente desde el suelo desnudo. Los guarasug´wé seguían la escena sentados en silencio. Parecía que se diera nueva vida a sucesos reales. La habitación estaba en una oscuridad casi completa cuando Tesere, finalmente, se irguió (como Awá´a)
y se tiró, visiblemente agotado, la hamaca”. Si esto no es teatro, el teatro dónde está.
Del rico mundo guaraní, no obstante, la gran productividad no pasa tanto por el espectáculo como por la fábula. El corpus mítico, tan vigente en el litoral argentino, puebla el teatro contemporáneo. Recordemos rápidamente si no a Ojo de Pombero de Toto Castiñeiras, Adela está cazando patos de Maruja Bustamante o Sueño de una noche guaraní, extraordinaria reescritura del clásico shakesperiano por parte de Mauro Santamaría.
Ya podemos asumir entonces con cierta soltura la condición teatral del Haim, la condición teatral de la narración oral e, incluso, la relevancia de la mitología guaranítica para el teatro contemporáneo argentino. Pero hay dos pequeños detalles a resolver: el primero es ¿por qué a los griegos los estudian los teatrólogos y a los pueblos originarios los estudian los antropólogos? Y el más importante: los pueblos originarios ¿son Argentina?
De más está decir que estas manifestaciones teatrales son devastadas por la conquista española que trae, no obstante, otras poéticas de su propio territorio. Basta mencionar que con Pedro de Mendoza y la “refundación” de Buenos Aires (¿ya podemos hablar de Argentina?) tendremos en 1544 la sátira teatral escrita por Juan Gabriel de Lezcano quien satirizó a Alvar Núñez Cabeza de Vaca , recientemente caído en desgracia y encarcelado, en una farsa que compuso para la ocasión y que estrenó en la fiesta de Corpus Christi.
Si la primera dramaturgia escrita en nuestro territorio la anclamos entonces a mediados del siglo XVI, vamos a tener que esperar a finales del XVIII para los primeros edificios. El más famoso fue sin dudas “La ranchería” (1783-1792), encargado por el virrey Juan José de Vértiz y Salcedo y destruido por un incendio. Ubicado donde está hoy La Manzana de las Luces (Perú y Alsina), es el primer teatro en donde se registra una programación sostenida y un público habitual.
A partir de 1810 (¿ahora sí ya podemos hablar de Argentina?) y en los procesos de nuestra constitución como Estado Nación, el teatro nos va a acompañar siempre. Registramos ahora a las prácticas más criollas, como los primitivos sainetes al estilo de El detalle de la acción de Maipú (1818), pero también debemos considerar la transculturación del teatro europeo a nuestro territorio por la vía del neoclasicismo o por la vía del romanticismo. Recordemos que, ahora sí, se empiezan a registrar artículos periodísticos que reflexionan sobre la existencia de un teatro nacional. Destaquemos a tres grandes figuras que piensan esto entre 1810 y 1880. En primer lugar, nombremos a Luis Ambrosio Morante, destacado actor, director, gestor, dramaturgo, traductor y adaptador, quien se identificó plenamente con el espíritu de la Revolución de Mayo y el espíritu independentista (su versión de Hamlet llama a pelear por la revolución). En segundo lugar, es justo homenajear a la gran actriz Trinidad Guevara, nacida en Argentina y emigrada muy tempranamente a Uruguay. Iniciada en el teatro a los 13 años como actriz secundaria en la Casa de Comedias de Montevideo, en 1817 entra al elenco del Teatro Coliseo de Buenos Aires y se convierte en una de las referencias insoslayables de todo el período. Finalmente mentamos a Juan B. Alberdi, dramaturgo y autor musical. Responsable de una obra prodigiosa, es el responsable de una de las más reeditadas obras del teatro político de la época. Nos referimos, claro está, a El gigante Amapolas y sus formidables enemigos, o sea fastos dramáticos de una guerra memorable (1842), en la que se parodia la épica militar instaurada por Juan Manuel de Rosas.
Ya en esta época empiezan a aparecer muchísimas salas, como el caso de la construcción del primer edificio del Teatro Colón en 1857, ubicado en Reconquista y Rivadavia. Pero además encontramos al teatro como presencia representada en la literatura de la generación del 80, como el caso de las novelas La gran aldea de Lucio V. López o En la sangre de Eugenio Cambaceres. Todo esto pone en evidencia la relevancia del teatro para la sociedad de la década del 80, en la que las prácticas del circo criollo coronarán un proceso de construcción y consolidación de varios siglos.
Como mencionamos al comienzo, el estreno de Juan Moreira por la compañía de Pepe Podestá da pie a un ciclo muy rico de producciones gauchescas que conformarán al campo teatral, especialmente el vinculado al teatro comercial. Pero ¿es realmente válido considerarlo como el inicio del teatro argentino? De hecho, hay una pregunta que aún no hemos respondido. ¿A qué estamos dispuestos a llamar Argentina? ¿Al Territorio, a la Nación, al Estado? El teatro de los pueblos originarios ¿es teatro argentino? La Argentina ¿cuándo comienza realmente? ¿Con la Revolución de 1810? ¿Con la Independencia de 1816? ¿Con el primer presidente argentino, cargo creado por la Constitución de 1853?
Difícil dar una respuesta que satisfaga. Por eso proponemos construir otro mito de los orígenes que contemple dos variables: la poligénesis y la multicentralidad. El teatro argentino (y nos arriesgamos a decir “como todos los teatros nacionales”) tiene distintos orígenes que van confluyendo y que se van superponiendo. La Génesis no es unitaria ni unívoca, sino que se conforma como un palimpsesto que acumula poéticas y experiencias. Pero, además, el teatro argentino (y mal que nos pese a los porteños) no tiene su centro inexpugnable en Buenos Aires. Las otras provincias también tienen una práctica teatral riquísima, antiquísima y que a veces –no siempre– se relaciona con el territorio capitalino. Todos los territorios tienen muchos centros. El teatro, no es una excepción.
Minibio María Natacha Koss
Es doctoranda en Historia y Teoría de las Artes por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Es profesora adjunta a cargo de la materia Historia del Teatro 1 de esa misma Universidad. Es Secretaria Académica del Instituto de Artes del Espectáculo (FFyL, UBA). Integra la Dirección artística del Centro Cultural de la Cooperación, a la vez que también se desempeña como Becaria y Secretaria de Investigaciones. Asimismo, integra el equipo de la Escuela de Espectadores que allí funciona, bajo la dirección de Jorge Dubatti. Es profesora, además, en posgrados de Cine, Teatro y Comunicación visual de la UBA, UCA y UNR (Rosario). Es actualmente la Presidenta de la Asociación Argentina de Teatro Comparado (ATEACOMP). Como becaria, trabajó sobre el teatro de Williams Shakespeare y la poética de Juan Carlos Gené.