Una de las últimas grandes revoluciones de la historia del teatro fue la del realismo y ocurrió hace más de 150 años. Por primera vez se imaginó una escena que tuviera una relación de contigüidad con la vida. En los escenarios aparecieron los dramas domésticos, la angustia de la vida cotidiana, los problemas del progreso. Aquellas preguntas que lanzaron al mundo autores como Ibsen, Strindberg y Chéjov fueron reflejos de aquella tensión social. ¿Puede una mujer plantearse una vida por fuera del matrimonio y la crianza de los hijos? ¿El progreso económico de una sociedad es más importante que el bien común? Esta corriente artística intentó, al menos en sus inicios, lograr un cambio, se pensó que desde el teatro se podía transformar a una sociedad.
Luego sucedieron otras cosas: pasó el simbolismo, las vanguardias históricas, Artaud, Ionesco, Beckett. La posibilidad de transformar una sociedad se convirtió en un largo silencio. Pero hay una idea latente al día de hoy: el arte permite la construcción de un sentido que no se logra en la realidad. Puede ser una sensación, un sentimiento, un concepto no del todo racional que sienten muchos espectadores que van al teatro a buscar algo del sentido, de lo inefable, lo que no se puede nombrar, lo que está por afuera de todo.
Esta introducción sirve para tratar de entender cómo se llega a No hay banda, la última obra del autor y director Martín Flores Cárdenas, quien presenta su espectáculo de esta manera: “No creo que sea teatro documental. Tampoco una conferencia performática. En realidad, no es nada”. Luego de siglos de definiciones y categorías, ahora la experimentación teatral se ubica en esos terrenos inciertos, en los cuales la mezcla de géneros y lenguajes invita más a la duda que a la certeza y desde ese lugar surge una creación potente.
El espectáculo que Martín Flores Cárdenas escribió, dirige y en el cual es su único intérprete atraviesa un hecho personal: la noticia de la muerte de su abuelo y la convocatoria para montar una obra en Brasil casi al mismo tiempo. Desde esos dos acontecimientos, Cárdenas genera preguntas existenciales e investiga su propio oficio, casi en simultáneo: ¿cómo funciona una obra de teatro? ¿Cuáles son las convenciones que nos permiten creer en eso que vemos representado? En aquellas preguntas estructurales, este artista indaga sobre la complejidad de la actuación: ¿qué es actuar ¿Se puede actuar lo mínimo? Y se sumerge en la pregunta sobre cómo armar una nueva convención: proyecciones, audios de WhatsApp, micrófonos, un teclado, un relato y un universo entero atravesado por imágenes poéticas que él logra capturar en su escritura.
El espectáculo comenzó como una prueba piloto, un ensayo experimental en la sala Casa Teatro Estudio, que además es donde vive el autor. Pero en poco tiempo empezaron las funciones para el público; debido a la gran convocatoria, tuvo que agregar dos fechas por semana (algo poco común en la escena independiente porteña) y luego derivó en una gira por algunas ciudades francesas. “La obra se inició por un bloqueo creativo. Hacía tiempo que quería escribir de otra cosa y siempre terminaba recurriendo al mismo tema, así que decidí hacerme cargo de lo que me pasaba y empezar este experimento, que incluía ponerme al frente de la representación. En poco tiempo, se fue todo un poco de las manos. Tuve que agregar funciones, se generó un pequeño fenómeno de culto dentro de nuestro pequeño ambiente porteño, que siempre terminaba en debates, incluso entre amigos que no sabían acerca de algunos acontecimientos personales que cuento en el espectáculo. Y todos me hacían la misma pregunta: ¿esto sucedió de verdad? Porque la obra tematiza el problema de la verdad”, explica el autor.
El argumento de No hay banda oscila entre el funeral del abuelo y el relato de lo que fue esa representación en Brasil que el autor finalmente aceptó hacer. En los 45 minutos que dura este unipersonal, se abarcan preguntas existenciales en torno a la muerte, se revisa el proceso de creación y montaje de una obra y se reflexiona sobre los límites de la existencia y la representación. El intérprete y protagonista del relato aparece en escena aclarando que no es actor. “Todo en esta obra está pensado para que ‘actúe’ lo mínimo indispensable. Mi cuerpo en escena es apenas una referencia. Como un muerto velado a cajón abierto. Está ahí. Representa algo. Lo que fue… Para los vivos. (…) Soy pudoroso hasta el ridículo. El público para mí es un abismo”, dice el autor de espaldas al público, con un cuerpo grande y frágil al mismo tiempo, apoyado contra una pared, como si quisiera no ser visto.
-¿Esto es teatro?
-“Hay una pregunta que circula en la obra y me parece importante resaltar. ¿Todo lo que no se actúa es real? ¿Hay una brecha más grande que la que creemos entre ficción y realidad? Por momentos siento que nosotros vivimos exactamente en esa brecha, que ahí está la creación, en esa zona vibra todo, la vida y el teatro más que nada. Los cuerpos están presentes, respiran, suceden ante los ojos del público. ¿Realmente podemos decir que eso no está pasando? ¿Se puede asegurar que esa historia de amor o esa tragedia no están sucediendo?”, se pregunta este dramaturgo, autor de otras piezas como Mujer armada, hombre dormido, Entonces bailemos y Entonces la noche. Esta idea fronteriza entre verdad y ficción, en la cual predomina la duda acerca de si es posible una verdad empírica, empieza a tener una lectura metafísica cuando el autor genera un diálogo con su abuelo postmortem. “¿Esto es teatro? ¿Quién actúa de mí?”, pregunta el abuelo. En una conversación imaginaria, el nieto le explica las convenciones del teatro: alcanza que alguien levante la mano y diga ahora yo soy el abuelo para que lo sea. “Hay algo muy poderoso que me permite el teatro y es darle voz a la gente que ya no está. En este caso, a mi abuelo. La obra plantea la pregunta acerca de dónde viven las personas. Mi abuelo no existe si yo no existo. Ese dejar de existir depende también de mi existencia. En el teatro existe la posibilidad de encarnar o darle vida a un muerto, ese aspecto más metafísico me parece interesante explorarlo en estos términos, como si se estuviera haciendo un experimento más científico”, explica.
Durante este monólogo, Martín Flores Cárdenas tiene un modo muy sensible e hiperrealista de exponerse frente al público: cuenta las tragedias familiares como diapositivas del dolor para pasar a una próxima escena. Ese es uno de los procedimientos infalibles de este artista: una escritura por imágenes que retiene momentos de algo que ya sucedió y todavía vemos las huellas.
“Me gusta ver ese grupito de botellas vacías acumuladas en el rincón de la cocina, los otros cadáveres. Son prueba concreta de que ahí hubo vida. Todos los borrachos de la ciudad amontonados en un semipiso al frente”.
Pero entre este uso poético de la escritura, el autor, en su rol de intérprete, se muestra más frágil y con pocos recursos: tiene los papeles en la mano y por momentos lee, dice que no es actor y que no quiere actuar, en una proyección en la que parece que habla aclara que es fonomímica. Representa y no representa. Dice que no actúa y por momentos es pura actuación. En ese juego, entre drama y no drama, su experimento se vuelve enorme. “No depende de mí decir si hay verdad. Uno encuentra esas respuestas en el corazón. Si yo digo que todo en la obra es real, ¿lo vuelve real? Así como en el teatro digo “yo soy el abuelo” y todos lo creen, creo que nos podemos preguntar qué es lo real en el teatro y en la vida”, piensa.
UN ENGAÑO ANUNCIADO
Los otros recursos que se despliegan en No hay banda son pequeños accesos del mundo moderno: un audio de WhatsApp del escritor a su madre en el cual reflexiona sobre la muerte y si existe un después; una proyección de su cara y una voz en off; un relato potente con hojas y micrófono en mano para referirse a las distintas escenas de la obra que estrenó en Brasil y evocar los cuerpos de los actores, que por momentos son muy vívidas, y cierto contenido tragicómico sobre la praxis de los artistas que se debaten entre la abstracción absoluta y el cobro de subsidios. Está todo ahí.
“La sala donde trabajo es muy especial para mí. Hasta que no se murió mi padre yo nunca había pensado en tener una casa, ese no era un objetivo que estaba en mi cabeza, la casa no era algo que me inquietara. Pero cuando él se murió, apareció esa necesidad: tuve que aceptar que, a partir de ese momento, mi papá era yo. Todo esto lo relaciono con la obra, creo que trae algo que me puede ayudar a pensar ciertos temas, aunque no los tenía tan claros conceptualmente. No me gusta decir sané, pero sí pude pensar algunos aspectos de esas contradicciones más existenciales, amigarme con ese lado que es muy mío y tiene que ver con que soy medio existencialista, más sensible y con miedos, cuestiones que puedo expresar en No hay banda”, cuenta Cárdenas.
El teatro de Cárdenas está atravesado por el mundo del escritor Raymond Carver y el western, crea atmósferas musicales y de actuaciones intimistas, por momentos construye mundos apocalípticos y otros hiperrealistas. En No hay banda continúa en esa exploración, entre la reconstrucción documental, la música western y los finales sinuosos, al estilo carveriano. “El mundo del western me llega por su historia de la colonización. Me interesa la llegada a una tierra extraña y el sometimiento, hay algo que sintetiza la gesta de los seres humanos: penetrar, conquistar un cuerpo. La historia de las conquitas se resumen en matar a los hombres y violar a las mujeres, y de esa violencia se formaban estos híbridos, surgía una nueva vida. Es un mundo básico y animal y me resulta atractivo. En mi caso, tengo sangre nativa, maya, guaraní, austríaca y alemana. Pienso en mis propios antepasados y todo termina llevándonos a esa primera fábula animal”, dice.
El título de la obra es un guiño a una película de David Lynch, Mulholland Drive, en particular a una escena en la que hay un concierto y la cantante se desmaya, pero se sigue escuchando su voz. “Esa escena de la película está vinculada al comienzo de mi obra, que me parece algo fundante. Quiero establecer desde ahí que hay una mentira, un engaño anunciando. El espectáculo dice: ‘Yo te voy a engañar, lo que sea que vayas a creer, pero todo tendrá sus matices’”, define Cárdenas. Su obra performática es un presente absoluto para recuperar un momento del pasado, invocar el mundo de lo inefable, al que no tenemos acceso y que para las personas es la inquebrantable noción de la muerte, y, a su vez, lanza flechas imaginarias hacia el futuro y posibles formas de habitarlo.