Una herramienta es un objeto preciso y contundente que, manejado con habilidad, logra cumplir el objetivo para el que fue creado. Difícilmente pueda hacer ninguna otra cosa. Traten, si no, de clavar un clavo con un destornillador. Muy difícil. Aunque es una genialidad para atornillar, un destornillador es bastante inútil para los clavos. Tratar de aplicar a la dramaturgia, una actividad que es por definición flexible, impredecible, inasible, algo rígido como una herramienta es casi una contradicción. Mucho peor si habláramos de “tips”. Hasta los famosos “consejos” son de dudosa utilidad. La dramaturgia se hace, como cualquier otro género literario, con sangre, sudor y lágrimas y, por supuesto, con mucho placer. No hay en este hacer conclusiones definitivas ni caminos únicos. Aquellos que tenemos alguna experiencia solo podemos acompañar, tal vez prevenir, siempre compartir, el camino que otros eligen. Pero si buscamos herramientas útiles, vamos a descubrir que nuestra caja está vacía. O correremos el riesgo de confundir el destornillador con el martillo. Sin embargo, con el paso de las obras fui descubriendo algunas constantes en mi propio trabajo, importantes al menos para mí; aunque completamente refutables por otras experiencias, otros estilos, otras visiones, otros gustos. En fin: otros autores.
La primer constante, si es que hay un orden, es que, aunque parezca que yo tengo una idea para escribir una obra, esa idea solo es la respuesta o la consecuencia de algo que vi, escuché, viví, sentí o incluso olí en contacto con los chicos o las chicas. No con la “infancia”, porque la infancia no tiene rostro ni corporalidad. Es una idea abstracta y también subjetiva, resultante de la experiencia de cada uno. Chicos y chicas, con rostro, con sonrisas, con llantos, con saltitos, con caprichos, con broncas, con deseos y tristezas. Cuando a ellos o a ellas les pasa algo que impacta, con algo que también me moviliza a mí, surge la idea. Surge la necesidad de encontrar una respuesta o de tender una vía de comunicación, un puente que cruzar en dos direcciones. Me gusta, fundamentalmente, ponerme en sus zapatos y tratar de mirar lo que nos rodea con sus ojos. Eso intento. No siempre lo logro, claro. Intento hablarles a ellos y no al adulto intermediario. Si quisiera hablar a los adultos escribiría una obra para ellos. Le hablo al niño o a la niña sobre los adultos que los acompañan y me hago cómplice de su mirada crítica a riesgo de recibir, yo también, un reto. Como tantas veces me ha sucedido.
Este planteo me lleva a su vez a dos conclusiones, si se las puede llamar así: la primera, es que para escribir para niños o niñas hay que estar cerca de ellos. No alcanza el famoso “niño que todos llevamos adentro”. Ni el imaginario niño idealizado, estereotipado a fuerza de repetir clichés. Ni el niño aprendiz al que hay que enseñarle lo que ya sabe. Esos “niños no reales”, producto de nuestra imaginación o, mejor dicho, de nuestra propia imagen de la niñez, dan por resultado textos vacíos y reiterados. La segunda conclusión es que para escribir para niños o para niñas hay que ser valiente. Hay que saber que la complacencia nos acerca a los adultos que comprarán la entrada, pero nos aleja de nuestro público. La sociedad espera de nosotros “obras adecuadas” como espera de los niños “conductas adecuadas”. Es nuestra tarea poner esas certezas en cuestión para encontrar nuevas verdades, que a su vez serán cuestionadas por las generaciones siguientes.
Otra de las constantes que fui descubriendo, y dirán ustedes que es una verdad de Perogrullo, es que el teatro cuenta historias y, sin querer desmerecer el trabajo de la puesta en escena, sin historia, no hay obra. No hay nada que contar. Nada que nos emocione o nos divierta, desde el comienzo hasta el final. Vamos al teatro del mismo modo que vamos al cine o nos sentamos a ver una serie: para que nos cuenten una historia. Y si esa historia nos conmueve, mucho mejor. Y si nos hace pensar, muchísimo mejor todavía. No ignoro que en algunas tendencias del teatro para adultos o del teatro a secas, muchas veces la historia y la estructura dramática no son necesarias. Pero, como decía al principio, este no es un camino único. Y yo prefiero el camino de las historias. Sobre todo si estamos hablando de público infantil. Las historias no solo deben ser buenas por lo que cuentan, sino que deben estar bien escritas. Y para eso, sí, la estructura dramática resulta ser muy útil. ¿Para qué sirve la estructura dramática? ¿Para limitar nuestra creatividad? No. Todo lo contrario. Para darnos una estructura sólida (como su nombre lo indica) sobre la que hacer crecer nuestra historia y llevarla a buen puerto. Una obra para público infantil no es necesariamente más sencilla, ni más corta, ni con personajes más simples. Las historias tienen que ser fuertes, potentes, contundentes, aunque estemos escribiendo una comedia pasatista. Tienen que sostener la intriga hasta el final. Crear suspenso, contradicciones, dudas. ¿Cuántas veces, viendo una obra de teatro para público infantil, ya sabemos, en la segunda escena, cómo va a terminar? ¿Por qué suponemos que si nosotros lo sabemos, los chicos y las chicas no?
Pasemos ahora a los temas, si me permiten. También de esto podría hablar horas y muchos autores no estarían de acuerdo. Hay una frase que me resuena: “El teatro NO enseña”. No enseña nada: ni valores, ni el cuidado del planeta ni la aceptación del otro, ni la sexualidad, ni el feminismo, ni que hay que lavarse los dientes, ni que los buenos siempre triunfan, no nos enseña a evitar bullying o el grooming o los riesgos de internet, ni nada. El teatro está hecho para conmover, para la identificación y la catarsis, para participar en el convivio de la creación de un mundo que desaparece en cuanto se prenden las luces. ¿Se puede reflexionar después de ver una obra? Sí, por supuesto, porque no solo moviliza las emociones, sino también los pensamientos. ¿Tiene que decirnos una obra qué es lo que tenemos que pensar? No, por supuesto. La obra didáctica es una trampa en la que no tenemos derecho hacer caer a nuestro público. Nadie va al teatro para aprender, aunque indirectamente aprenda. Y cuando el espectador se da cuenta que queremos enseñarle algo, se enoja, se distancia, nos deja al descubierto. Antiguamente el teatro pretendía enseñar valores. Antiguamente había temas tabú, como la sexualidad, por ejemplo, que no se podían mencionar sobre el escenario. Hoy se pretende enseñar inclusión y hay palabras y temas que tampoco se pueden mencionar sobre el escenario. Los temas cambian, pero la situación se mantiene.
Tendríamos que aprender a separar el hecho creativo del hecho pedagógico. Los chicos y las chicas lo hacen espontáneamente y tienen su atención puesta en la creación y el juego, aunque el aprendizaje sea una consecuencia no buscada. Los adultos, contrariamente estamos centrados en el aprendizaje y si nos divierte, mejor. Tenemos los centros de interés cruzados con aquellos que llamamos nuestro público. Para finalizar me gustaría señalar algunos mitos del teatro para público infantil y juvenil que se dan por verdaderos y yo creo que no lo son. Como siempre, discutible.
Todo espectáculo para público infantil tiene que:
“Incluir canciones y coreografías”. Falso. Si la obra es interesante, el público sigue la acción con atención, aunque nadie cante.
“Hay que hacer avanzar la acción en la letra de las canciones porque eso refuerza la atención cuando el público se dispersa”. Falso. Los chicos no necesariamente siguen las letras de las canciones ni las relacionan con lo que está pasando en la obra.
“La rima es cómica y si hablamos para un público infantil es el lenguaje ideal”. Falso. La rima es un buen recurso, pero no suplanta una buena estructura dramática ni un buen diálogo.
“Hay que evitar las situaciones emotivas que los puedan hacer llorar”. Falso. A veces llorar es necesario y sanador. Lo que no es bueno es la angustia, no la emoción.
“Al público infantil hay que hablarle con diminutivos y palabras simples”. Falso. El público infantil comprende perfectamente el lenguaje adulto y/o cotidiano.
“La música fuerte acalla el murmullo de la sala”. Falso. La música demasiado fuerte solo crea ruido.
“A los chicos les gusta participar. Hay que inducirlos a tomar parte en lo que está sucediendo en el escenario”. Falso. Cuando sienten la necesidad de participar lo hacen espontáneamente y la inducción solo conduce a una respuesta mecánica.
“Un espectáculo para público infantil tiene que tener una estética brillante. La paleta ideal es la de los colores primarios”. Falso. La escenografía tiene que respetar los criterios estéticos que decida el director o el escenógrafo. No hay un criterio infantil y otro adulto.
“Los actores tienen que sobreactuar sus reacciones”. Falso. El naturalismo es perfectamente posible en el teatro para infancias.
Y acá, no porque se hayan agotado los temas sino por una cuestión de espacio, es necesario volver principio: nada de lo dicho es rígido. Todo es cuestionable, adaptable, flexible. No hay una sola forma ni siquiera una mejor forma de plantear una obra o de desarrollar una historia o de elegir un tema. Afortunadamente, también, nos tenemos unos a otros, para escucharnos y sobre todo, para leernos. La dramaturgia tiene que circular, tiene que publicarse, tiene que llegar a los escenarios de la mano de distintos directores. Porque solo así vamos a poder superar el lento camino del ensayo y error.
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BIBLIOGRAFÍA
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