16 • agosto • 2023

📌 CABA

Grupo de Teatro Catalinas Sur: La vitalidad de lo comunitario

Texto de Edith Scher, publicado originalmente en Revista Picadero 46: "Teatro en democracia".

GRUPO DE TEATRO CATALINAS SUR1

En 1983, unos meses antes del 30 de octubre, en la Plaza Malvinas, en el barrio Catalinas, Ciudad de Buenos Aires, un grupo de vecinxs de todas las edades, se reunió por primera vez para dar inicio a una práctica que se convertiría en uno de los movimientos culturales más potentes de los últimos 40 años: el teatro comunitario. Dice la leyenda que en la primera función el barrio fue sobrevolado por un helicóptero, pero que era tanta la gente que había en la plaza, que ese helicóptero se fue. Eran los últimos meses de la dictadura más sangrienta que se recuerda en la Argentina.

A cuatro décadas de aquel momento, el teatro comunitario florece y fructifica. Consolidó una conceptualización, se multiplicó en aproximadamente 40 grupos en todo el país y es modelo en el mundo. ¿Por qué? Porque su especificidad lo vuelve altamente transformador, porque ensancha el horizonte de lo posible, porque tiene inserción en cada territorio, porque mezcla todas las generaciones, porque construye arte con el aporte de todxs sus integrantes, se nutre de la memoria, propicia la celebración, construye identidad y pertenencia, porque siempre está en la búsqueda del buen vivir, pero, por sobre todas las cosas, porque habilita el derecho de la comunidad a imaginar mundos posibles, a no aceptar la inmovilidad de su destino.

HISTORIA
Eso que hoy conocemos como teatro comunitario argentino surgió en 1983, con el nacimiento del Grupo de Teatro Catalinas Sur. Después de tantos años de dictadura comenzó a hacerse visible la profunda necesidad de las personas de reunirse, de construir. El uruguayo Adhemar Bianchi, que vivía en ese conglomerado de edificios bajos que funcionaba como un barrio dentro de La Boca, Ciudad de Buenos Aires, y que mandaba a sus hijas a la escuela Della Penna, cuya cooperadora había sido echada del establecimiento pero de alguna manera seguía funcionando como tal por fuera, fue convocado por ese grupo de padres para dar clases de teatro, propuesta a la que respondió con un “No les voy a dar clases; vamos a hacer teatro en la plaza”, una afirmación sostenida en la certeza que le daban algunas experiencias teatrales que había vivido desde su más temprana juventud. No sabía que estaba fundando un movimiento que crecería de manera exponencial.

La plaza, sí: habitar el espacio público. Salir a la calle, una de las urgencias de aquel momento histórico. Un poco por esa urgencia y otro poco porque Bianchi había hecho teatro en una suerte de carromato ambulante bastante tiempo atrás en su país natal, la plaza se volvió imprescindible en esta naciente práctica de vecinxs para vecinxs. Tanto que, cuando muchos años después el grupo Catalinas pudo comprar un galpón al que convirtió en su sala, lo llamó “plaza techada”. Así, la calle fue desde el comienzo uno de los ejes de esta manera de hacer teatro que comenzaba a surgir y que, desde luego, tenía, como se dijo, antecedentes en experiencias anteriores de Bianchi. Él decidió reunir en un mismo proyecto a lxs que cantaban , lxs que querían actuar, al grupo que tocaba las flautas dulces, a maestrxs y alumnxs de la escuela, a lxs vecinxs en general. Unos meses después de aquel mítico comienzo en Plaza Malvinas con helicóptero rondando, llegarían las elecciones nacionales. El teatro comunitario tiene la misma edad que el retorno democrático y esto no es casual. Funcionó como un modo de sanar muchas heridas que había dejado la dictadura y propició que las personas se juntaran. Fue, en su nacimiento, y es también hoy, uno de los hilos que tejió y teje la trama social, fue tanza de la red que cose lo que el mundo neoliberal tritura.

Dado que en el teatro comunitario es fundamental (aunque no excluyente) el hecho de habitar el espacio público, sus orígenes en el Parque Lezama se unen con la aparición en la calle de muchos grupos de teatro callejero integrado por actores profesionales. En los albores del retorno democrático de 1983 se creó el Motepo, Movimiento de Teatro Popular, integrado, entre otros, por la Agrupación Humorística La Tristeza, Los Calandracas, Grupo La Obra, Diablomundo, Otra Historia, y también el Grupo de Teatro Catalinas Sur. Algunos, no muchos, integrantes de este movimiento sobrevivieron al tiempo. No fue fácil en una Argentina devastada en muchos sentidos, entre ellos el de la cultura grupal, el de la construcción con otros. El devenir de la historia encontró al teatro comunitario presente en diferentes contextos de crisis: la década menemista, período en el que nació el Circuito Cultural Barracas (1996), a partir de una decisión del grupo Los Calandracas, los hechos del 19 y 20 de diciembre de 2001, acontecimientos cuyo suceder reveló la necesidad de unirse (“O nos hundimos solos, o nos salvamos entre todos”, diría con contundencia Bianchi en aquel tiempo), y así comenzaron a aparecer decenas de experiencias de estas características que se sumaron a la naciente Red Nacional de Teatro Comunitario, la pandemia, un tiempo en el cual los grupos, en lugar de dejarse vencer por las circunstancias, subsistieron y crearon muchas producciones valiéndose de las plataformas virtuales.

Desde la aparición del CC Barracas, y dada su cercanía geográfica con Catalinas, se generó un polo cultural de enorme fuerza en la zona sur de la Ciudad de Buenos Aires. Cuando en 2002 comienzan a surgir más proyectos similares, la incipiente red se vigoriza notablemente. Unos años antes, e impulsados por el grupo Catalinas, habían nacido dos grupos en la provincia de Misiones, de modo que al fundarse varios más en la Capital, la idea de una red empezó a concretarse. En los años subsiguientes no pararían de brotar proyectos de estas características, la mayoría de los cuales subsisten hasta ahora. Esta red nacional sería, tiempo después, una de las fundadoras de la Red Latinoamericana de Teatro en Comunidad y del Movimiento Cultura Viva Comunitaria. Hoy el teatro comunitario es espacio que aglutina, que construye, que crea, que imagina. Hoy y siempre es esperanza y es grupalidad. El teatro comunitario concreta sueños, entusiasma, alimenta la vida de muchas personas.

¿QUÉ ES EL TEATRO COMUNITARIO?
El rasgo específico de esta práctica es el hecho de que quienes componen los grupos son, desde su inicio y hasta hoy, vecinxs de un territorio, un pueblo, un barrio, y no actores profesionales. Vecinxs de todas las edades, todos los oficios y todas las profesiones. El uso de la palabra “vecinx” tiene directa relación con la territorialidad, con la proximidad, tiene que ver con la certeza de que el barrio puede ser generador de cultura. Así, el teatro comunitario, que busca ser multitudinario y heterogéneo, que genera condiciones para que cualquier persona pueda desarrollar su creatividad en el marco de un relato colectivo, es, naturalmente, abierto e inclusivo. Esta posibilidad genera -muchísimas experiencias lo comprueban- una transformación no solo personal sino también comunitaria, ya que es una práctica que ensancha el horizonte y agita lo que parece inmóvil. La posibilidad de generar ficción desde el barrio pone en crisis la sensación de quietud, porque habilita la oportunidad de imaginar otros mundos, otras vidas, abre caminos insospechados, hace que la existencia se vuelva mejor. De este modo, los grupos de teatro comunitario crecen y concretan logros que en soledad serían imposibles de concretar: espectáculos teatrales, en la mayoría de los casos, y también escritura de libros comunitarios, grabación de discos, filmación de películas. Desde hace algunos años muchas de estas experiencias han engendrado orquestas de vecinxs, circo, danza, títeres, espacios de producción artística en los cuales es la comunidad la que crea. Por supuesto que este mundo amateur está dirigido por profesionales cuya tarea es, justamente, hacer posible la participación de todxs, sin que ello implique una formación tradicional. Es que la búsqueda no tiene que ver con que cada una de las personas se convierta en unx artista profesional, sino con lograr una producción artística grupal con lo que pueda aportar cada unx. El teatro comunitariono tiene roles protagónicos. Su personaje por excelencia es el coro y se encarna en la primera persona del plural. Tiene, más bien, un carácter épico y se nutre del canto comunitario. Sus puestas en escena son enormes. Esta práctica teje su tela con memoria, identidad, celebración y crea un punto de vista territorial acerca del mundo.

LA DEMOCRACIA EN EL FUNCIONAMIENTO
Este movimiento tiene la edad del retorno de nuestra democracia, pero además es, en sí mismo, profundamente democrático. Su existencia no sería posible sin la participación de las bases, es decir, de lxs vecinxs de todas las edades que se suman permanentemente a los grupos. El teatro comunitario -y todas las prácticas artísticas comunitarias que engendró- se propone construir a partir de los aportes colectivos y promover el intercambio, se apoya en la creencia de que es importante y necesario que todos los seres humanos desarrollen su creatividad. Si bien, desde luego, existe una dirección artística que sintetiza poéticamente el universo que el grupo genera, ese mundo de ficción está atravesado por múltiples miradas y cuenta con el aporte de todxs los integrantes. No es posible inventar espectáculos sin ese aporte, sin esas historias, sin esos cuerpos improvisando. A cuarenta años del retorno democrático y a cuarenta del nacimiento en Argentina de este novedoso movimiento cultural, el teatro comunitario crea con el deseo de que nuestra democracia se profundice y de que esta sociedad pueda autointerpelarse cada día, para caminar hacia un mundo mejor. Siempre con la esperanza como bandera. Y esto funciona así porque el teatro comunitario es profundamente participativo y porque en el marco de su desarrollo lxs directores no podrían continuar en su rol si no interpretaran con profundidad lo que la comunidad siente.

CUARENTA AÑOS
¿Qué construyó el teatro comunitario en estos cuarenta años? En principio, una red enorme, ya que los grupos que comenzaron con esta práctica -Catalinas Sur, desde 1983, el Circuito Cultural Barracas, en 1996, y luego todos los que fueron naciendo-, lejos de quedarse con la originalidad de su creación, buscaron y lograron la multiplicación de un modo de trabajo que es -y estos cuarenta años lo demuestran- altamente transformador. Construyó lazos, generó espacios en los que es posible soñar, demostró que todas las personas tienen creatividad y que solo es cuestión de encontrar el marco en el cual desarrollarla. Impulsó la multiplicación, pero sin competencia. Por otro lado, si bien la realidad pospandémica muestra un retroceso enorme con relación a las esperanzas de las grandes masas, el teatro comunitario, con su persistencia y sus logros afianzó la certeza de que otro mundo es posible. Fue coherente en su construcción y obtuvo grandes logros.

El teatro comunitario es democrático y es político. No solo porque muchas personas se sienten identificadas con los universos que en él se generan, sino porque su accionar pretende transformar un estado de cosas. En un mundo en el que lo más normal es aceptar que todo es como es y que ninguna cuestión vinculada a la transformación de un estado de cosas opresivo, injusto e infeliz está en manos de la comunidad, este movimiento continúa apostando a la fuerza de lo colectivo, a la participación, a la posibilidad de amasar realidades diferentes junto a otras personas. Una de las canciones históricas de convocatoria del Grupo Catalinas Sur dice “¡Ay, vecino! Véngase a hacer teatro en la plaza. No vaya a quedarse solo viendo tele en su casa. No vaya a quedarse solo: véngase para la plaza”. Es esta una letra que, sin dudas, desde hace muchos años, da batalla contra la soledad, contra la naturalización de que la vida consiste en hacer méritos individuales para tener un mejor pasar y de que si a alguien le va mal es, sencillamente, porque no se esmeró lo suficiente. El teatro comunitario puso en práctica y teorizó, teorizó y puso en práctica. La palabra fue cuerpo durante estos cuarenta añosy el resultado de esta decisión es que existe un modo de llevar adelante la vida que no se adapta a la cultura dominante. Que resiste y construye a pesar de los problemas que enfrenta, ya sean económicos -porque se trata de organizaciones muy grandes que nunca cuentan con fondos suficientes para su desarrollo- o bien estén vinculados a las dinámicas grupales y a todo lo que significa lidiar con las creencias hegemónicas que este mundo propone y que, obviamente se entremezclan en el día a día.

El teatro comunitario se autointerpela permanentemente. Por eso es vigoroso y no ha perecido en estas cuatro décadas. Se trata de un ininterrumpido proceso en el cual persiste la pregunta por el sentido de lo que se hace. Y en ese permanente pensamiento sobre el destino de la práctica surgen dudas: ¿Acaso los postulados, los conceptos, los ejes de trabajo fueron doblegados por el tiempo que trascurrió? ¿Puede el cansancio que generan las dificultades o las imposiciones del mundo actual, que no es el mismo de hace cuarenta años, torcer el brazo o bien obligar a los grupos a cambiar sus motores de acción? ¿Qué significa, en estos tiempos, participar? ¿Es ingenuo considerar que una práctica artística puede transformar, en algún sentido, la realidad? Y, al mismo tiempo que todas estas dudas, esta autointerpelación expresa, también: ¿No es profundamente democrático generar el marco para que las personas desarrollen su creatividad, tengan sueños, desobedezcan el deber ser de sus cuerpos, jueguen, canten, sacudan, junto con otras, la quietud?

El teatro comunitario celebra, después de cuarenta años, en primer lugar, haber subsistido con vitalidad. Pero además, celebra el hecho de no haberse adormecido, de mirar con atención la realidad en cuyo marco construye, celebra su sensibilidad, su proceder coherente, su mirada crítica, su permanente e incondicional aporte a que el mundo sea un espacio de mayor felicidad. Falta mucho, pero el camino sigue.

26 • julio • 2024

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