03 • febrero • 2023

📌 Argentina

Gonzalo Demaría. La tradición del outsider

Entrevista de Germán Parmetler publicada originalmente en Cuadernos de Picadero Nº 42: Orígenes e Identidades en el Teatro Argentino.

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Entrevista de Germán Parmetler publicada originalmente en Cuadernos de Picadero Nº 42: Orígenes e Identidades en el Teatro Argentino.

En sus años de vanguardia (de ruptura con una tradición literaria), Borges calificó a la tradición, en su famoso ensayo “El escritor argentino y la tradición”, como un “pseudoproblema”. y como para abrir el juego de construir sus tradiciones en una tradición que no las tenía –la tradición nacional de entonces– dice que ese “artificio retórico” se debe principalmente a la creencia en –sólo– tres soluciones para el “problema” de la tradición: la gauchesca como reservorio de la oralidad artificial del país; España como depositaria del castellano y sus reglas de escritura; y la historia –la gesta patriótica– como ese relato nacional en común que se cree que, muchas veces, el joven ciudadano argentino olvida.

En Gonzalo Demaría también parece estar esa voluntad aislada de producir nuevas tradiciones (nuevos lectores) desde la escritura teatral. Quizá por no sentirse, como ese Borges vanguardista, parte de ninguna tradición en la escritura dramática nacional. Sin embargo, a diferencia del poeta de Palermo, este dramaturgo, director, compositor, guionista, novelista e historiador del barrio de Belgrano, de CABA, que es Gonzalo Demaría, no descree (en lo que afecta a la lengua, los temas, estructuras y conflictos desplegados en muchas de sus obras) de las “soluciones” que a Borges le causaban problemas: la gauchesca y los gauchos (o la oralidad artificial de la escritura y los tipos sociales argentinos); España y el castellano (la herencia y la transformación local de esta lengua); y la historia nacional, colonial y republicana (tan cercana y familiar). Todo trabajado desde la irreverencia del humor y la ironía, con un lenguaje puntilloso, sumamente cuidado, entre escandeos clásicos (y barrocos) del castellano (Tarascones; Siglo de Oro Trans; La comedia es peligrosa), décimas gauchescas (Romance del Baco y la Vaca), diatribas contra la patria (La maestra serial), prólogos de revista, pasos de cabaret (El diario del Peludo; Happyland), entre otras destrezas verbales.

Considerado por la crítica como una de las grandes voces de la dramaturgia argentina, este autor que desde sus inicios forjó su vocación, como él mismo dice, por fuera de grupos y movimientos, lleva escritas desde Lo que habló el pescado en 2004 más de veinticinco obras de alto valor literario para la tradición dramática nacional, además de composiciones para el teatro musical, guiones televisivos, novelas de ficción y no-ficción e investigaciones históricas (escribió sobre la historia de la revista porteña en un libro que el INT publicó en 2011 y su primer texto publicado, premiado por la Academia Nacional de Historia, fue un trabajo en conjunto sobre la genealogía de los virreyes del Río de la Plata). Con este cuestionario vía e-mail, buscamos provocarle más escritura así tenemos otra oportunidad –y otra perspectiva– para leerlo.

LIBROS, MAESTROS Y TRADICIÓN
–En otra entrevista dijiste que tus maestros primeros fueron y son los libros (de la biblioteca paterna primero y de la propia después). Si los libros son como formas de la memoria y la tradición, como dice Piglia, es la memoria de un escritor, ¿qué tradición o tradiciones había en aquella biblioteca familiar y qué tradiciones viven y conviven hoy en tu biblioteca personal?
–La tradición de las tradiciones es la griega. Más que la de su teatro, que en general no abordamos hasta más adultos, la épica. Hablo de La Ilíada y La Odisea, con sus héroes, sus diosas, sus aventuras, todo lo que los niños consumen desde siempre. Después, Poe. El terror es otra de las tradiciones infantiles, que lo digan sino los cuentos de ogros y hombres de la bolsa. A Poe lo leí en la biblioteca de mi viejo, en la casa de Belgrano, donde había una biblioteca que entonces me parecía enorme y que yo tripliqué con los años. La tradición gauchesca me llegó mucho más tarde. Me entró por el Fausto de Estanislao Del Campo más que por el Martín Fierro de Hernández. Será por mi vena satírica. A Hernández ni siquiera lo tengo como segundo. Mi segundo, después de Del Campo, es Hilario Ascasubi. Su obra no es solo más vasta (cantidad no es calidad), sino que toca muchos temas, tiene humor, recoge cuentos y tradiciones, justamente, canciones de la época rosista, etc. Y hablando de canciones, las letras de tango fueron un tema en mi adolescencia, cuando me hice fanático de Gardel. Después se me pasó, pero me dejó un cierto conocimiento del repertorio.

–Más allá de los libros, seguramente habrás tenido maestros o maestras de carne y hueso, ¿a quiénes recordás en teatro o dramaturgia y en qué tradición se inscribían? ¿Qué influencia tiene en un escritor la tradición de los maestros?
–En la primaria ya escribía y ya me conocían por eso. Fui a dos primarias distintas y bien contrastadas: una privada inglesa (el Buenos Aires English High School), cuando vivíamos en Belgrano, y la completé en una del Estado (el Castelli, en Recoleta). En el primero más bien dibujaba historietas. En el segundo empecé a escribir teatro, las obritas escolares de los actos patrios. Fui estimulado para eso por una maestra cuyo nombre olvidé, que me invitó a colaborar con ella para el 25 de mayo y me dejó elegir el papel. Se sorprendió cuando le dije que quería hacer el villano, es decir el Virrey Cisneros. Hoy creo que eso ya hablaba de mi instinto teatral: casi siempre los villanos son los roles más jugosos. La segunda maestra que recuerdo se llama Mónica y hace no mucho la reencontré en la Escuela de Espectadores de Dubatti. Fue muy extraña esta inversión del aula: yo dando la “clase”, la señorita Mónica de espectadora. Y de la secundaria (el ILSE) me quedo con el profesor Pancho Azamor. Todo un personaje. Enseñaba Historia del Arte, pero era una excusa para enseñarnos algo más. No sabría decir qué. Quizá a pensar, quizá a descubrir y seguir el deseo de la vocación. Ya fuera del ámbito escolar, quiero nombrar al gran maestro de nuestra generación y la que sigue, me refiero obviamente a Mauricio Kartún. No solo por sus obras, sino por su propio trabajo docente. Es un seductor, lo que quiere decir un gran maestro.

–En aquella entrevista también decís ser consciente de poseer ciertas herramientas perdidas en el oficio del dramaturgo, como la escritura en verso rítmico o, te cito, “la lisa y llana ‘tradición’ del teatro porteño”. ¿Cuál sería esa tradición teatral porteña en que te apoyás y por qué la ponés entre comillas?
–La gran tradición de teatro porteño es la del llamado género chico. El sainete, básicamente, que en un momento histórico inspirado dio nacimiento al grotesco. Este es teatro porteño del mejor y original, aunque pueda reconocerse influencias de la dramaturgia italiana de una generación anterior. El repertorio del grotesco fue perdiendo escena, pero todavía podemos reconocer su presencia en ciertas obras nuestras y cierta escuela de actuación. La revista primitiva, la criolla de fines del siglo XIX o muy principios del XX, también es parte de esa tradición teatral porteña. A mitad de la década de 1920 se volvió industria y entonces pasó a ser considerada género ínfimo. Hoy casi desearíamos que el teatro local alcanzara niveles de producción y de público industriales, aunque se tratara de revistas. Aclaremos que esas revistas, masivas y todo, tenían a veces buenos poetas como libretistas, compositores de excelencia y directores de enorme talento.

INVESTIGACIÓN, PROSA Y VERSO
–Aunque parezca obvia la pregunta, ¿investigás mucho, históricamente hablando, para escribir teatro?
–No sé si se trata de investigar. Se trata de nutrirme. Quizá establecer esta diferencia sea pedante. Pero es que investigar me suena a algo disciplinado, trabajoso. Y en verdad lo que hago cuando un tema me obsesiona es devorar, desordenadamente, lo que encuentro a mi paso. Compro compulsivamente libros, salto de uno a otro. Es una forma de vivir en aquel tema, de dejarme tomar por él. En la mayoría de los casos me disperso también, porque encuentro hilos dentro de ese tema que me llevan hacia otros ovillos. Lo que al final escribo es un resultado de estos paseos, pero no una condensación escolástica de algo estudiado o investigado. Después de todo el teatro no es una tesis.

–¿Qué te da la historia (narración y “factoría de mitos”, como dice Kartún) y qué el teatro para pensar y escribir en la tradición nacional (en sentido amplio: estético, político, filosófico, ideológico)?
–La Historia, con hache mayúscula, me interesa mucho. Pero lo que me fascina es eso que los franceses llaman “petite histoire”, o la historia en minúsculas, los episodios un poco ocultos, mayormente olvidados, en otras palabras: el basurero de la historia, para glosar el concepto de Greil Marcus. Ahí hay que entrar en patas y hundir las manos, revolver. Se encuentran perlas si uno sabe mirar. Uno puede entender cuestiones complejas como la toma de la Bastilla a partir de la pequeña historia de un pornógrafo encerrado en su torre, el marqués de Sade. La leyenda del llamado “diario de Irigoyen”, para hablar de nuestro país, por ejemplo, la contaba un tío abuelo que había estado cerca del presidente en aquellos días previos a la revolución militar que lo volteó. Y ese pequeño mito explica metafóricamente algo histórico y socialmente complejo como el Golpe del 30, del cual nunca terminamos de reponernos. Es nuestra herida fundacional.

–Viene de largo la tradición del verso en el teatro occidental (muy anterior a la prosa), pero desde el siglo XX en nuestro país –salvo excepciones– optó por dejársela de lado en el teatro, ¿por qué decidís rescatarla y qué crees que provoca –más allá de la evidencia del artificio– el verso en escena en el público de hoy?
–El teatro en verso, que en nuestro país se practicó mucho en la época de los dramas románticos y ya durante las tres primeras décadas del siglo XX en el sainete y la revista, pasó a ser antiguo con la llegada del teatro europeo moderno. También con el norteamericano: O’Neill y sus descendientes. Lo arrastraron corrientes fuertes de la época, como el naturalismo y el realismo. Las razones son obvias: nadie habla en verso en la realidad ni en la naturaleza, el verso es artificio. Hoy volver al verso es una forma de protesta. Ser antimodernos, como explica Antoine Compagnon, es paradójicamente la verdadera posibilidad de vanguardia. De nuevo: se trata de no seguir la gran Historia, sino la pequeña, las historietas marginales. Interesarse por los vencidos y las víctimas antes que por los vencedores. Eso es ser antimodernos. El verso es una víctima, un perdedor. Por eso quise estudiarlo y practicarlo. Por eso y por mi amor a la música.

AUTOPERCEPCIÓN, DRAMATURGIAS Y ACTUACIÓN
–¿De qué tradición te sentís parte (ya sea por admiración o uso) y de qué tradición descrees en el teatro, la literatura y la cultura nacional?
–No me creo dentro de ninguna tradición. En todo caso no tengo percepción sobre eso. Siempre fui bastante rebelde a las escuelas y los movimientos. ¿Existe una tradición del outsider? Bueno, sería algo así.

–¿Creés que hay una lucha o tensión poética entre dramaturgia del autor y la llamada dramaturgia del actor-director? ¿Puede que estas posturas tengan que ver también con la vieja disputa lingüística entre oralidad y escritura?
–Son modas. Hubo una época (muy lejana para mí) donde el autor dominaba y el director ni aparecía en los créditos. En nuestro país corresponde a la era de los Podestá y el llamado “origen” del teatro “nacional”. El director apareció después, diría que con Armando Discépolo. A partir de entonces se dio vuelta la tortilla y los directores pasaron en algunos casos a reescribir a los autores, cuando no a ignorarlos. No creo que esto pueda reducirse a una cuestión de oralidad versus escritura. Ambas requieren de palabras. Cuando la palabra es fijada en el papel, si no se trata de un ordenamiento banal, si se parece más a una fórmula mágica de encantamiento, a una plegaria, entonces ese texto estará más cerca de la poesía y del ritual. Y en esta era de desaparición de los rituales anunciada por Byung Chul Han me parece que el teatro debe recuperar, reinventar y refugiarse en lo ritual, cada vez más. En la palabra mágica.

–¿Cómo trabajás escénicamente tus textos y cuál es la tradición actoral argentina –si hay alguna– que más se ajustaría a tu forma?
–Cuando empecé a escribir para el teatro en forma digamos profesional, la escuela imperante era una derivación genealógica de Stanislavsky, uno de los grandes teóricos de la actuación a principios del siglo XX, vía Hedy Crilla, actriz austríaca que trajo “el método” y lo pasó a directores locales como Agustín Alezzo, Augusto Fernandes o Carlos Gandolfo, entre otros. Todos ellos tienen descendencia artística, pero va quedando cada vez más lejos. Muchos de aquellos actores hicieron una contaminatio (en el sentido teatral latino del término) con otra especie de escuela que podríamos llamar el costumbrismo televisivo, impuesto por la tele en los años 90. Es la época en que empecé a estrenar. Fuera de que yo estaba descubriendo mi voz, o precisamente por eso, mi escritura era influida muy directamente por los actores con los que trabajaba. Esto tiene algo de positivo y algo de negativo. Uno puede aprender mucho pero también desviarse de su búsqueda estética si no está atento a hacer la diferencia entre lo que uno quiere decir y la manera en que el otro interpreta. El Qué dicta el Cómo. El contenido conlleva una forma. Esto también fue un descubrimiento para mí. Muchas veces la actuación de estilo (y no escuela) “natural” no es más que comodidad o vagancia. El teatro no es cómodo y no tiene porqué serlo. Escribir “muerto” no es lo mismo que escribir “fallecido”. Hay que poder decir las dos palabras.

MUSICAL, TRADICIÓN Y “TRANSDICIÓN”
–En la última oración de la introducción a tu libro de investigación histórica sobre la revista porteña decís que existe en Buenos Aires una “tradición de teatro musical que lleva más de un siglo de afianzamiento”. Más allá del valor que se le dio al género revisteril, sus antecedentes y derivados (género chico – teatro efímero) en la escena nacional, ¿qué representación de los géneros sociales y las disidencias sexo-genéricas aportaron estos géneros frente a la alta cultura teatral y la norma sexual?
–Al teatro chico de la época fundacional, el sainete, la revista, le corresponden las generales de la ley: también el género frívolo y popular reflejaba el machismo y las intolerancias, igual que los autores supuestamente progres como González Castillo, un tipo de izquierda cuyo drama realista Los invertidos no puede evitar juzgar la homosexualidad y mostrarla como una secta vampírica. Pero pedirle otra cosa quizá sea anacrónico. La revista, que exhibía a la mujer como un objeto estético, podía reflejar la homosexualidad de manera festiva, si bien en general burlesca. El hecho de que fuera teatro frívolo protegió muchas veces a sus autores e intérpretes y les permitió mayor reflexión, aunque disimulada entre plumas y paillettes.

–¿Qué sucede con la escritura en esta tradición teatral? ¿Te identificás con ese tipo de escritura o la ves como algo “descuidado”, digamos, o más atento a la improvisación actoral y no al texto?
–La revista llamada “de libro”, practicada en Buenos Aires entre 1915 y 1930, más o menos, era todo menos descuidada o improvisada. Tenía excelentes autores, como Luis Bayón Herrera, por ejemplo, y requería de intérpretes a su altura. A veces pienso que el prólogo en verso al que recurrí en algunas obras es herencia de esa tradición, como en Tarascones, o lo mismo los monólogos políticos de El diario del Peludo, que son como para un telonero de revista.

–¿A qué le prestas atención en la representación de lo queer en tus obras, El cordero… por ejemplo, o Juegos de amor y de guerra (que fue anterior a tu obra Cacería, que trabaja el mismo asunto en clave de novela de no-ficción)?
–No me identifica mucho la palabra queer, que en su origen viene del inglés “raro”. Por otro lado, ambas obras son muy distintas en cuanto a marcos históricos. En El cordero de ojos azules se llamaría al personaje del Pintorun sodomita, con lo que la palabra tiene de bíblico. En Juegos de amor y de guerra se trata de un invertido, como los de González Castillo ya nombrados. Ambos están pensados en su marco de época (1871 y 1942), donde lo queer sería un anacronismo.

–¿Qué otra tradición de disidencia sexo-genérica –pienso en Copi (“versero” también) o el Parakultural– reconocés y eventualmente te apropiás de la escena nacional?
–En Francia pude trabajar y hacer amistad con mucha de la gente del entorno directo de Copi (a quien no llegué a conocer). En nuestro país hubiera querido trabajar con Urdapilleta, otra gran vertiente de esa disidencia. Tuvimos dos intentos fracasados, pero al menos sí lo conocí y traté lo suficiente como para aumentar mi admiración por él, al revés de lo que suele pasar cuando uno conoce a sus héroes de infancia o juveniles.

–¿Es importante para vos trabajar este tema-perspectiva desde el teatro y las representaciones sociales, más allá de la construcción (destrucción y deconstrucción) de un personaje? ¿Cómo fue trabajar el tema de la transexualidad en Siglo de Oro Trans haciendo convivir, con el barroquismo pertinente, la tradición del siglo de oro español con la lengua porteña?
–Fue un moño. Es de los textos más trabajosos que encaré. Las capas sobre capas: de lenguaje, de situaciones, de equívocos, de ropas. Realmente puedo decir con orgullo que sobreviví a Tirso.

ESCUELA, CIVILIZACIÓN Y BARBARIE
–Aparte de la crítica especializada y el mercado, se sabe que las instituciones educativas (escuela, universidades) son uno de los lugares desde donde se defiende, se cuestiona, se abraza o se rechaza una tradición, ya sea estética, cultural o ideológica. A esto se suma el debate siempre vigente sobre la educación pública en la tradición política nacional. ¿Cómo fue tu experiencia como alumno en cuanto a lo entregado o transmitido (origen de una tradición) y cómo ves al sistema educativo nacional, siendo que al menos dos de tus obras teatrales –una que iba a ser novela: La ogresa de Barracas y otra la bisnieta, La maestra serial– se ocupan del tema? ¿El proyecto “FRACASÓ”, como dice la maestra?
–Varios proyectos fracasaron ya. Uno atrás del otro. Es nuestra historia. El de Sarmiento, eso de traer maestras bostonianas que no hablaban español para enseñar a nuestros gauchos, como se parodia en La ogresa…, puede parecer delirante (No por nada sus contemporáneos le decían “el Loco” a Sarmiento). Pero cuando uno se sitúa en aquel tiempo y ve que los maestros locales eran todavía resabio de la época de los virreyes españoles, con sus castigos físicos, para empezar, y todas las taras de la educación dieciochesca, entonces la búsqueda en el afuera, la mirada hacia la nueva pedagogía, que entonces hacía punta en Boston, ya no parece tan absurda. Desde luego, fue un proyecto quijotesco, es decir un poco demencial, pero con su dimensión heroica. Solo los edificios, esas escuelas construidas en su tiempo y en el de Avellaneda, todavía en pie porque fueron pensadas como templos, son la prueba.

–¿De qué manera aparece la matriz civilización y barbarie en tu teatro, más allá de las dos obras antes mencionadas que aluden directamente a Sarmiento?
–Supongo que en todo lo que escribo estará presente porque es una diatriba muy personal mía. Por supuesto, la barbarie gana la partida.

–¿Hay síntesis para este conflicto tradicional de la cultura argentina?
–La habrá. Pero sobre todo hay renovación perpetua.

Minibio Gonzalo Demaría
Es dramaturgo, novelista, compositor, director. Estrenó espectáculos en Buenos Aires y en París. Es autor de los programas de televisión Morir de amor y Caer en la tentación. Escribió y dirigió las piezas La Anticrista y las langostas contra los vírgenes encratitas (2010-2011), exitoso auto sacramental en verso que mezcla la gauchesca con el cine de horror clase B; Cabo Verde (2009), que explora el siniestro mundo del higienismo; “Novia con Tulipanes” (2006) y “Lo que habló el pescado” (2004), espectáculo que recibió diversos premios y distinciones para su autor, director e intérpretes. En el campo del teatro musical, Demaría adaptó los musicales Chicago, Zorba y Cabaret. Sus letras para Chicago fueron consideradas por los autores originales, Kander & Ebb, como una de las mejores versiones de la obra en el mundo. Además, escribió las obras de teatro Tarascones y La comedía es peligrosa, ambas estrenadas en el Teatro Nacional Cervantes con gran éxito.

 

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