Carlos Fos introduce la charla afirmando que este proyecto del INT celebra la memoria, que recuerda a nuestros grandes realizadores vigentes.
Y se la celebra a tiempo, se la reconstruye, se arma el rompecabezas de un país escénico.
Fos ha recorrido Latinoamérica y el mundo, este dato es central cuando afirma que Ernesto (el Flaco) Suárez es uno de los actores que más lo conmovió. El parámetro de comparación es el más amplio que pueda soñarse.
¿Por qué abandonar la carrera de Derecho para dedicarse al teatro?
Así se inicia un diálogo que se entramará de manera continua hasta el final de la charla. Que –“Abogacía no era lo suyo”- le responde Suárez, y que se volvió de Córdoba de nuevo a Mendoza, provincia mediterránea donde había ido a estudiar. Tenía 22 años. Se va a trabajar de albañil (trabajo que ya había realizado). En una ocasión, asiste a una peña estudiantil y allí, medio borracho según cuenta, se dedica a hacer chistes. También nos cuenta que una noche compartió mesa con Mercedes Sosa quien le insistió para que suba al escenario. La gente se rio mucho aquella vez. Suárez reconoce que heredó ese don de su Madre. A los pocos días un director de teatro de la facultad de Ciencias Económicas, Leónidas Monte, le ofrece hacer un pequeño papel. Acepta. Con 24 años, casi 25, inicia su carrera.
Carlos Fos repregunta por los maestros, al mencionado Monte, suma José Chiavetta y Carlos Owens. Respecto de este último, Suárez cuenta una anécdota: a partir de una acción-ponerse a barrer el teatrito- le pronostica que seguirá haciendo teatro hasta el fin, “te contagiaste una enfermedad incurable” le dirá. Parece que fue así. Owens había estudiado con una discípula directa de Stanislavsky, Galina Tolmacheva.
Ernesto Suárez se fue acercando al mundo teatral y sin darse cuenta empezó a hacer un teatro muy moderno. La lección de Eugene Ionesco, por ejemplo. Sin embargo, cuenta que no entendía lo que hacía, ganaron un premio, pero entender lo que se dice entender, no.
Poco a poco se fue alejando y conoció a Pepe Chiavettael papá de Liliana Bodoc- que había estudiado teatro en Santa Fe y había estado en Buenos Aires. Preparando una obra, y por una circunstancia fortuita, Suárez empezó a dirigir.
El día del ensayo general propuso no hacer el ensayo como tal. Imitando a los “farsantes medievales” que improvisaban, incentivó a continuar esa línea. Ya habían estado ensayando un año y medio. Cuenta que ahí se enamoró de la improvisación. Ésta fue la historia teatral, cortita. Luego, aparece el teatro comunitario. Ya había leído a Augusto Boal y a Paulo Freire. Trabajaba en los barrios con los curas tercermundistas y con el peronismo de base. Su cabeza ya estaba funcionando de otro modo. “Intenté no traicionar mi ideología, ni mi forma de pensar con mi quehacer artístico.”- señala Suárez.
En aquel momento Suárez, Domingo “Chicho” Vargas y su hermano, Arístides Vargas trabajaban en los barrios. En uno de ellos se había producido un aluvión, que se había llevado varias vidas. Los Vargas habían escrito una obra y le proponen a Ernesto llevarla adelante. La idea era que la actuara la gente del barrio. Así se hizo. Se titulaba El Aluvión. La obra tuvo una repercusión política y social increíble. Todo el telón de fondo estaba hecho con las sábanas de los vecinos que ellos mismos cosieron. Así aprendió, en la acción. Se dio cuenta de que había otro modo de hacer teatro. Los estudiantes arman una escuela de teatro y le piden que sea el director. Tenía apenas cinco años de experiencia teatral y ninguno en la docencia. Habló con dos pedagogas amigas y aceptó. Lo primero que hizo fue llevar a los estudiantes a la calle, los trabajos prácticos y también los exámenes. Fueron a los barrios a ver el teatro que querían hacer. Esta elección le costó el exilio. Incluso a Owens le ponen una bomba. Los amenazaron de muerte.
Fos le pregunta cómo sale del país, –con la “beca Videla”– responde Suárez.
Recaló en Perú. Se enamoró del teatro popular porque era como su barrio. Llegó a Lima con Arístides Vargas y con sus respectivas compañeras. También con su hija, que tenía dos años. La primera noche durmieron a la intemperie. Allí conoció a Alonso Alegría, el hijo de Ciro. Conoció Libre Teatro Libre y Yuyachkani… otro teatro que se parecía al suyo, al que hacía en el barrio. Ellos trabajaban con más calidad, con gente que ya estaba formada, Suárez en cambio estaba más vinculado a los principiantes. Durante ocho meses, Suárez y Vargas duermen en un camarín de teatro y se levantan a las 7 de la mañana porque la gente venía a ensayar. Prontamente empezó a hace teatro con un grupo local. Lo hacían por los mercados y pasaban la gorra o les daban comida. El operativo Cóndor, que llevaba de vuelta a los exiliados en países vecinos, provocó su partida hacia Ecuador. En Quito trabajó en una escuela, pero no se encontró a gusto. Parece que la cosa era mutua así que decidió seguir hacia México. Con intención de sacarse el pasaje se armó un curso en la Municipalidad de Guayaquil, el objetivo era obtener el dinero que necesitaba para viajar. Fue una sorpresa: se había inscripto mucha gente. Le pidieron hacer una obra en conjunto y él les dijo que tenía planeado partir a México. Pero finalmente se quedó. Esos tipos eran como su barrio, gente humilde, marginales… Ahí nace el teatro El Juglar. Durante seis meses ensayaron debajo de un puente. Se les ocurrió pedir diarios y botellas para juntar plata. Pusieron un cartel que rezaba “Regale un periódico viejo o una botella vacía y tendrá un teatro lleno.” La gente colaboraba. Logran alquilar el teatro, pero no iba nadie a verlos. Así que se fueron, finalmente, a trabajar a una plaza, el Parque de las Iguanas. Montaron una obra para niños que escribió el propio Suárez, El león matón, obra que hablaba de un tirano. Estuvieron seis meses en la plaza. En el grupo, uno de los chicos dijo “Ahora tenemos un lugar, ya no podemos ser brutos.”
Hicieron Guayaquil Súper Star, una creación colectiva que hizo 1300 funciones. Era un teatro popular bien hecho. De a poco fueron sumando días de funciones. Comenzaron a ganar un sueldo, repartían el dinero en partes iguales. Más adelante se compraron un colectivo, instrumentos musicales y también se formaron.
Carlos Fos señala la importancia de los festivales. En Manizales conoce a Enrique Buenaventura. Aprendió muchísimo con él y también con Santiago García. No podía creer las cosas que hacían. Reflexiona sobre la tradición de Argentina y su mirar a Europa. No había escuchado nombrar a esos artistas. Los modos sesgados del conocimiento. Trabajó en un colegio y tuvo, además de un buen sueldo, otra cosa muy especial: le pagaron dos viajes a Europa para que viera teatro porque lo consideraban un muy buen profesor y así se seguía formando. Cuando regresó a la Argentina estuvo en Buenos Aires, le ofrecieron un lugar en el Conservatorio, pero no le convenció así que se volvió a Mendoza. Estaba como de visita, su intención era dar un curso y volver a Ecuador. Pero a veces suceden cosas. Le cantaron una cueca de bienvenida y dice que le “cagaron la vida” porque al escucharla decidió volver a su tierra.
-Con Víctor Arroyo, Sandra Viggiani, Sonia de Monte, Daniel Posada, Daniel Quiroga Ruarte montamos una versión de Lisístrata. Como ya me había pasado en otro momento de la vida, de pronto empezamos a sumar funciones y a cobrar un sueldo.
Suárez escribió más de veinte obras para niños, pero no las publicó, las dejó para las personas que quisieran ponerlas en escena. Se declara un enamorado del teatro para niños.
¿Cómo sintetizar esta larga trayectoria? Con la idea de la militancia con el teatro barrial, cita “El que se olvida de dónde viene, nunca sabe a dónde va”.
Ernesto Suárez nunca se olvidó de dónde vino, y es lo que determina su identidad. Cree en el teatro independiente y recuerda a quienes lucharon por la existencia de la Ley Nacional del Teatro. Suárez les dejó el taller a sus compañeros para que hagan lo que quieran hacer y no el teatro que él hace. Sí aporta obras para niños, incluso con versiones que califica como “muy locas.”
Alguna vez le preguntaron si tenía un método, pero en realidad su método iba mutando. Queda, sí, la memoria y el humor, pero ¿cómo podría haber una receta? – Uno va navegando por lugares diferentes- dice. Cree, además, en la creación colectiva que está en las antípodas de un hecho verticalista. Cuando un maestro se presenta diciendo “Acá vengo yo con la verdad” de manera casi inmediata se destruye la escucha. Destruye el teatro mismo. En Mendoza hay unos 400 actores y siete salas. Por eso hace quince años que hace teatro en los bares, en las calles, en los barrios. Puede vivir de lo que le gusta porque ya jubilado, sin ese trabajo no podría sobrevivir. El verdadero triunfo es el placer de poder vivir de lo que te gusta.