17 • enero • 2024

Inaugurar la fascinación. Ensayo sobre la obra de Daniel Veronese

Argentina

Texto de Francisco Lumerman publicado originalmente en Cuadernos de Picadero Nº 44: Influencias. Perfiles de doce artistas.

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Cuadernos de Picadero les propuso a doce creadores escribir un perfil sobre un maestro o referente de las artes escénicas. El resultado es un mapa de reflexiones actuales que nos sitúan en los márgenes de la confesión personal, el diario íntimo, la biografía, la teoría y el ensayo. De Jorge Lavelli a Romina Paula, de Beckett o Copi a Pablo Rotemberg, pasando por Juana Inés de la Cruz, Fassbinder y Daniel Veronese, entre otros, los textos aquí reunidos componen un minucioso repertorio de voces, escritos desde la fascinación.

Cuando pienso en mis influencias no dudo en nombrar a mis dos grandes maestros: Claudio Tolcachir y Mauricio Kartun. Ambos fueron fundacionales en mi formación tanto en lo creativo como en lo afectivo. Fueron mis habilitadores, me ayudaron a descubrir zonas expresivas que yo desconocía. Ellos me incentivaron a confiar en mi trabajo y también a expandir mis propios límites. Pero no es sobre ellos este artículo, sino sobre otra manera de influencia: la que un artista puede ejercer con su obra. Una influencia indirecta, pero no sé si menos definitiva. En este caso concreto, cómo la obra de Daniel Veronese dejó huellas en mi recorrido artístico. Él también me habilitó. Fue a través de la fascinación que me producían sus espectáculos que inauguré nuevas zonas de mi imaginación. Elijo su figura también porque considero que fue una referencia para toda una generación, sobre todo, para esos que teníamos veintitantos en el comienzo de los años dos mil y empezábamos a imaginar una vida ligada al teatro.

¿Cómo influyen en nuestras obras, aquellas creaciones que nos impactaron a lo largo del tiempo? ¿Dónde se acumulan esas experiencias en nuestra vida y obra?

“HAGO TEATRO PORQUE NO SÉ HACER OTRA COSA Y A ALGUNA GENTE LE INTERESA LO QUE HAGO. ME PERMITE CONOCER EL MUNDO”
Me acuerdo perfectamente del día en que fui a ver Mujeres soñaron caballos, escrita y dirigida por Daniel Veronese. Corría el año 2002, había perdido a mi papá hacía poco tiempo y me encontraba en un momento de confusión existencial. Estudiaba actuación desde mis 14 años y, aunque sabía que quería trabajar en el teatro, pasaba mis días en una ONG como cadete. Por las noches, tomaba clases de actuación, entrenamiento físico, canto y abandonaba carreras que yo mismo me obligaba a empezar. Iba mucho a ver obras y así llegué a un lugar que se había inaugurado hace poco, El camarín de las musas. Compré mi entrada en un escritorio que era la boletería. No logro acordarme con quién fui ni por qué había ido a verla. Pero fue una experiencia fundacional. La conmoción que sentí fue contundente, no podía explicar lo que estaba viendo, no lo entendía racionalmente; pero estaba alterando completamente mi percepción. Me encontraba frente a algo que nunca había visto. No entendí el argumento ni mucho menos lo alegórico que podía ser en torno a los crímenes de la dictadura, pero me dejé llevar por la fuerza de una obra arrolladora. Las actuaciones me resultaron descomunales. Persisten en mí varias imágenes con mucha precisión: Marcelo Subiotto rebotando una pelota contra la pared de una escenografía enclenque, la carcajada abrupta y simultánea de Osmar Núñez y Julieta Vallina o el llanto continuo de Jimena Anganuzzi. Estoy seguro de que esa fascinación provenía del objeto creado, pero también de mi edad y momento como espectador. La obra presentaba una verdad escénica feroz, más intensa que la realidad. Permitía que un joven de 20 años se conmueva sin comprender del todo. La obra no quería emitir un mensaje y, tal vez por eso, ponía en juego sentimientos que me habitaban, pero que no podía siquiera nombrarlos.

“TODA ESCENA TIENE UN SECRETO”
Daniel Veronese nació en la Ciudad de Buenos Aires en 1955. Es dramaturgo, director, titiritero. Dicho por él, llegó al teatro buscando un espacio donde pudiera volcar una necesidad expresiva que lo habitaba. Pasó por varias actividades hasta que llegó a los títeres. Fue “desmoldado” por Ariel Bufano (director del Grupo de titiriteros del Teatro San Martín) y Mauricio Kartun. Formó parte del grupo fundador del paradigmático El periférico de objetos, con el que tenían la intención de “generar un lenguaje antagónico al lenguaje oficial de los títeres”. Recorrieron infinidad de festivales internacionales y crearon once espectáculos. El grupo se disolvió en el año 2000. En paralelo, Veronese también escribía textos teatrales que estrenaban distintos directores. Como esa experiencia siempre le generaba una sensación de incompletitud, decide, una vez disuelto El periférico, empezar a dirigir sus textos propios. Así comienza su exploración con actores. Estrena Mujeres soñaron caballos en el año 2001. Después le siguen las versiones de Chéjov: Un hombre que se ahoga y Espía a una mujer que se mata, versiones de Tres hermanas y Tío Vania. La forma que se despliega su autoría y dirección. Después llegan las versiones de textos de Ibsen: El desarrollo de la civilización venidera y Todos los grandes gobiernos han evitado el teatro íntimo (Casa de muñecas y Hedda Gabler). Estos montajes tuvieron mucha repercusión tanto en nuestro país como en el exterior. En esos años, empieza a trabajar en el teatro comercial y a montar sus obras en distintos países. Esto lo mantiene, unos años, alejado del circuito independiente, al que regresa con las Experiencias Veronese (La persona deprimida, Encuentros breves con hombres repulsivos y Los arrepentidos). Sus obras de teatro están reunidas en tres publicaciones Cuerpo de Prueba I y II (Atuel) y La deriva (Adriana Hidalgo). Ganó cantidad de premios y reconocimientos en nuestro país y en el exterior.

En este texto voy a detenerme en el período que me marcó. Fue la seguidilla de montajes que ocurrieron entre el 2001 y el 2009 aproximadamente, desde Mujeres soñaron caballos a las versiones de Chéjov e Ibsen. La mayoría de estas obras las vi varias veces, buscando descubrir aquello que me fascinaba y conmovía.

“LAS OBRAS QUE PRESENTAMOS NO SIGNIFICAN UNA SOLA COSA, SIGNIFICAN EN EL ESPECTADOR Y HAY TANTAS SIGNIFICANCIAS COMO PERSONAS QUE MIRAN. NO HAY QUE PENSAR EN EL MENSAJE DEL OBJETO, SINO EN LA CREACIÓN DEL OBJETO CONCRETO”
Cuando intentaba pensar en las decisiones de dirección me resultaba difícil. Las marcas eran invisibles o tan visibles que desaparecían. No se veía al director. Estaba oculto o, mejor dicho, había logrado que la obra estuviera por sobre su impronta. Había logrado esconderse y esa es una de las habilidades que me impactaron de esos trabajos. Al retirarse la intermediación, uno se relacionaba con las obras sin interferencias. Nos proponía una posición activa como espectadores, un contemplar franco e impredecible. Me acuerdo de haber pensado, quizás por primera vez, en lo importante de la democratización de la mirada. No querer obligar al espectador a ver determinada situación de determinada manera, sino proponer una realidad que invite a quien mira a dejarse conmover. A sacar sus propias conclusiones. En varias entrevistas que leí, dice: “Quizás el espectador ese día chocó con el auto, su hijo repitió el año, acaba de enamorarse o se está separando. Todo eso forma parte de la experiencia de ir al teatro”. A partir de ahí, no solo fui varias veces con gente para que vea la obra, sino que procuré no perderme ninguna obra de Veronese. La sensación de novedad y conmoción volví a sentirla cuando vi sus dos versiones de Chéjov.

“LA POESÍA PUEDE SER REVOLUCIONARIA. LA POESÍA ESCÉNICA TE HACE VER QUE LA VIDA PUEDE SER DE OTRA MANERA. LA PERSPECTIVA DE QUE ENCONTRÉ UNA VERDAD QUE ESTABA A LA VUELTA DE LA ESQUINA, PERO NO LA VEÍAMOS. ESO ES REVOLUCIONARIO”
Mirando esas obras, pude reconocer la potencia de la actuación. Una actuación contenida, que genera una realidad rotunda. Una actuación depurada de la teatralidad convencional para construir una más sutil. Un estar en la escena que esquiva las definiciones y se define en su contradicción. Fui testigo de ese registro actoral por primera vez y se convirtió en una de mis búsquedas más persistentes. Las tensiones internas habitaban los cuerpos de esos actores y se volvían impredecibles en su devenir. Hace poco, revisitaba las películas de John Cassavetes y sentía emparentada esa búsqueda actoral. Interpretaciones dotadas de humanidad, complejas, misteriosas y, a su vez, encantadoras. Quiero aprovechar para nombrar también a esos actores que forman parte de mis recuerdos: Osmar Núñez, Luciano Suardi, Claudio Tolcachir, Pablo Messiez, Ana Garibaldi, María Figueras, Carlos Portaluppi, Silvina Sabater, Marta Lubos, Marcelo Subiotto, Fernando Llosa, Elvira Onetto, Stella Galazzi, Adriana Ferrer, Claudio Quinteros, Osvaldo Bonet, la inolvidable Julieta Vallina, Claudio Da Passano, Malena Figó, Mara Bestelli y tantos otros. Esa operación sobre la actuación que guiaba Veronese fue lo que hacía que en esas obras emergiera una verdad que estaba a la vuelta de la esquina pero que no veíamos. Allí se alojaba su potencia conmovedora. Su trabajo como dramaturgo en esas versiones también resultaba fundacional suprimía personajes, condensaba tramas para priorizar siempre la escena. Afirma en una entrevista: “Me defino como un director que escribe. Para mí, la dirección es la escritura superadora de todo. Encontré en dirigir una felicidad mucho mayor a la de escribir, porque la dirección me permite estar en contacto con lo vivo del teatro; en cambio, siento que la escritura es un paso intermedio a la comunicación con el público, y dirigiendo tomo las riendas de eso, necesito esa comunicación directa. En un momento de mi vida me conformaba con escribir, y hoy siento que es un lugar que no me produce tanto placer. De todas formas, cuando adapto –escribo–, estoy reescribiendo algo que escribió otro y, más allá de que en las obras que son de dominio público pueda tener una injerencia mayor, también estos son toques estilísticos que les doy a los materiales en función de qué necesita la escena. Después escribo y reescribo los textos en los ensayos; se parece más a una escultura, voy moldeando y voy viendo la figura según los actores también”.

Ese registro de actuación me cambió la mirada y posibilitó que, en mis ensayos, los actores den la espalda en escena, se superpongan diálogos y, sobre todo, yo piense la actuación como un territorio para habitar y no para describir. Algo curioso fue que, años después, en mi vida profesional, tuve la suerte de trabajar con muchos actores que trabajaron con él y, cuando intentaba averiguar sobre el proceso, me decían cosas difusas. Como si el trabajo que realizara sobre los actores fuera invisible hasta para ellos mismos. Leyendo y mirando entrevistas, pude encontrar algunas definiciones sobre su manera de abordar el trabajo con los actores:

“Ensayar la obra es descubrirla, ver de qué está hablando.”
“Las obras tienen que hacer preguntas.”
“No hago concesiones respecto de la trama.”
“Cuando aparecen problemas, nunca le pido al actor algo que no pueda actuar. Busco la manera de que pueda resolverse actoralmente.”
“Que la mano del director no sea evidentemente visible.

“EL ESPECTÁCULO EFICAZ NO ES COMPLACIENTE, HACE PONER EN CONTRADICCIÓN AL QUE MIRA. EL ESPECTADOR MIRA A TRAVÉS DE LAS FISURAS. UNA OBRA EXITOSA NO PUEDE SER EFICAZ”
Creo que Veronese llega al teatro de texto y a los clásicos desde un camino poco tradicional. Eso le permite mirar con libertad y poner en crisis convenciones que provienen de las formaciones tradicionales. Aparte, le suma decisiones libres y desprejuiciadas en términos de producción. Las funciones eran los domingos a las cuatro de la tarde, lo que inaugura un horario inusual para el teatro de entonces. Además de ser una resolución práctica, ya que los actores no podían reunirse en otro momento, también le sumaba un elemento singular: Veronese había decidido buscar un espacio que tuviera luz natural y que seamos testigos de cómo atardecía mientras transcurría la representación. Intercambió los géneros de los actores en Tres Hermanas. Él dice que tomó esta decisión para que puedan participar los actores que quería convocar. Esa resolución tomada azarosamente provocaba, en quienes veíamos, una extrañeza que permitía que los sentidos y el poder de alusión de los textos se multiplicaran. En sus puestas, uno podía ver a los actores llegar a escena con su ropa de calle o tomar algo en el bar hasta el momento de comienzo. Varias veces irrumpían en la fila de ingreso del público porque llegaban de otros espectáculos en los que trabajaban hasta minutos antes de que empezara la función.

Sacar ornamentos teatrales para ir a lo profundo y esencial de los materiales. Que la luz no intentara manipular la escena, que no hubiera sonido de afuera ni otros recursos técnicos que distrajeran de lo central: los actores en el espacio compartiendo ese presente con los espectadores. Exponer en las funciones el marco de un ensayo. Repetir el uso de la misma escenografía en distintos montajes. Que sea un teatro que le pertenece a los actores y los ubique en un lugar central. Que la austeridad del teatro independiente se vuelva potencia poética. Todas estas decisiones que él tomaba fueron determinantes para nuestra generación e influyeron en una manera de hacer que aún hoy es deudora de esas pruebas.

Siempre que pienso en asumir riesgos nuevos en términos estéticos me encuentro pensando en el arrojo de Daniel Veronese a la exploración sin certeza de resultados, incluso cuando ya su nombre podía representar una demanda o expectativa en quienes íbamos a ver. La libertad de no quedar atado ni a sus propias formas. El permiso de mutar, de cuestionar la realidad escénica o sus propios preceptos para hallar lo nuevo. Pareciera que esa premisa acompañó siempre su trabajo, desde su labor con muñecos a la necesidad expresiva de trabajar con actores, a la de su propia poética en su voz autoral. Sobre la dramaturgia de Veronese, aunque no me explayaré demasiado, quiero decir que también modificó mi percepción en formas y procedimientos autorales. Sus textos parecen tener influencias del teatro de Griselda Gambaro o Harold Pinter, pero pasado por un tamiz absolutamente personal. En su obra, existe una cantidad de materiales altamente inquietantes y, por momentos, inclasificables: Unos viajeros se mueren; Equívoca fuga de señorita, apretando un pañuelo de encaje sobre su pecho; Formas de hablar de las madres de los mineros mientras esperan que sus hijos salgan a la superficie (siempre los títulos largos); Luisa; La terrible opresión de los gestos magnánimos y tantas otras.

El arrojo y la libertad de abandonar la escritura cuando ya no encontraba una voz poética, me produce admiración y nos muestra su capacidad de inquietarse a él mismo, de no acomodarse. En ese sentido, en una nota que le hacen por su último estreno, Los padres terribles, cuenta que está empezando a investigar el cine. La relación con la cámara. Pareciera que esa necesidad de expresarse sigue presente, sigue mutando y continúa buscando nuevas formas.

Siempre percibí, en su trabajo dentro del teatro alternativo, a un artista que está buscando sus formas, su expresión, su lenguaje escénico fuera de agendas, modas o expectativas. Esa fidelidad hacia su propia búsqueda me parece un faro. Volver al centro de la búsqueda. Liberarse de prejuicios y descubrirse en los procesos. En una entrevista que realiza por Zoom con la dramaturga y docente Agustina Gatto, en pleno encierro pandémico, ella le pregunta justamente sobre su capacidad de cambiar y abandonar sus búsquedas. Veronese contesta que habitualmente fantasea con la idea de mudarse de hogar: “Hay tantas casas que no habito, que me gustaría habitar”. Pienso en su trabajo y me parece la imagen adecuada. Ojalá siga siempre indagando con esa curiosidad.

Releyendo mientras corrijo el texto, me doy cuenta de que estas palabras también son una declaración de amor: a ese joven de veinte años confundido, inaugurando la fascinación, y a un artista honesto, perseverante y sumamente talentoso.

MINI – BIO
Francisco Lumerman es director, dramaturgo, actor y docente. Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1982. Desde 1998, escribe y dirige sus propias producciones, entre sus últimos trabajos, figuran: El amor es un bien, Muerde, El río en mí y La vida sin ficción. Participó de diversos festivales nacionales e internacionales como el Theater Spektakel (Zúrich), MICBR (San Pablo) y FIBA.
Obtuvo nominaciones y premios: Germán Rozenmacher (FIBA), Obra inédita del FNA, Teatro del Mundo y Florencio Sánchez (Uruguay), Premios Ace y Trinidad Guevara. Acaba de estrenar La vida sin ficción como actor, dramaturgo y director. Trabajó en diversos espectáculos teatrales con directores como Claudio Tolcachir (Emilia), Daniel Barone (Un rato con él), Luciano Suardi (El adulador). También participó de numerosas películas y series de televisión. Junto con Lisandro Penelas, funda y dirige Moscú teatro, espacio en el que dicta talleres de entrenamiento en actuación y dramaturgia.

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