Vayamos por partes, como decía Jack. Entre las muchas recurrencias que se repiten en el campo laboral del arte, además de su extremada inequidad, la reflexión sobre la propia tarea y las técnicas que se deben aprender para ejecutarla ocupan un lugar central, aunque sea en términos de negatividad. Hemos escuchado una y otra vez que no existen herramientas, ni fórmulas, ni técnicas que enseñen a ser un muy buen escritor, un muy buen pintor o un muy buen poeta. Esta afirmación tiene dos lógicas: la primera corresponde a las características propias del discurso artístico, una de las cuales explica su gran dinamismo. Basta que alguien afirme que el teatro es tal o cual cosa, para que alguno en alguna otra parte, busque desde la práctica contradecirlo (esta ha sido, desde el comienzo de los tiempos, la neurótica relación entre arte y crítica: se miran, se presienten, se desean, se contemplan, se inflaman, se enloquecen, y no pueden vivir el uno sin el otro).
Pero no es solo por el afán de molestarse mutuamente que los artistas cambian las reglas que otros artistas consideraron antes sacrosantas (incluso la regla de cambiarlo todo, todo el tiempo). Si históricamente el arte ha sido considerado un repliegue sobre la forma (sea lo que sea que eso signifique) podemos decir que dicha forma o materia de expresión incluye también a la institución arte como un todo. En otras palabras, los directores, dramaturgos, actores o técnicos no solo se permiten echar mano de la luz, la voz, la palabra, la música o el vestuario, sino también del modo en que los espectadores acceden a la sala, compran sus entradas o interactúan entre sí. Si algún intrépido afirma que el teatro es el arte de la mirada, alguien inventará el teatro ciego. Si otro dice que lo fundamental es el cuerpo vivo de los actores, tendremos audio-teatro, auto-teatro, teatro a la distancia, robots en escena que cantan canciones estridentes. A veces con el afán de fastidiar (Duchamp era, por sobre todas las cosas, un tipo bastante jodón) otras veces por la necesidad de expandir los medios de expresión con el objetivo de decir algo radicalmente nuevo.
Existe otra lógica por la cual se suele insistir en que no existen reglas, métodos, fórmulas o modos de llegar a ser un muy buen dramaturgo, actor, director o poeta y está relacionada con la abrumadora desigualdad laboral que existe en el mundo artístico (sobre la que nadie nunca dice nada). Se trata de la teoría del genio, que asegura que las razones por las que alguien escribe o actúa desmesuradamente bien son insondables y por lo tanto no pueden ser rastreadas. Por extraño que parezca, más de un crítico de estirpe marxista ha sostenido con uñas y dientes que, por ejemplo, si bien se puede enseñar a alguien a escribir cuentos o componer buenas canciones, las razones por las que esa persona llega a ser Shakespeare o Charly García están más allá de la razón humana. Podemos discutirlo largo y tendido, pero no llegaremos a ningún acuerdo si no empezamos por discutir qué significa ser un muy buen escritor o un muy buen poeta. Ahora bien, cuando surgió la idea de dedicar un Cuaderno de Picadero al teatro para las infancias, la primera reacción fue indagar, con todas las armas de la teoría, el espacio que este ocupa en el teatro contemporáneo, un espacio cada vez más poderoso pese a los prejuicios que se tejen en su contra.
He aquí un hecho poco menos que incontrovertible: el teatro para infancias en Argentina y en cualquier otro lado es aquel en donde la demanda supera ampliamente a la oferta. Este fenómeno se repite también en el campo de las letras y, aunque la producción local decida ignorarlo categóricamente, también en el cine. No parece bastar el hecho de que Harry Potter o la saga Crepúsculo vendan millones y millones de ejemplares y arrastren legiones de niños y adolescentes “que no leen” a devorar con avidez ejemplares de 700 u 800 páginas, ni que la última entrega de Toy Story salve el negocio del cine local. Para muchos actores, actrices, directores, directoras y críticos se trata aún de un teatro de segunda mano, un género menor, al que no vale la pena dedicarle mucho tiempo.
Mi opinión, si de algo vale, es completamente la contraria. Hace algunos años yo solía afirmar que encontraba muchísima más libertad creativa escribiendo y dirigiendo obras para niños, niñas y jóvenes que la que encontraba en su contraparte adulta. Ahora sostengo algo un poco más radical: que todo teatro verdadero es infantil, pese a quien le pese. Y el resto es más o menos un simulacro. Probarlo me llevaría más caracteres con espacios del que dispongo, pero diré que a grandes rasgos se trata de un teatro que no persigue modas, imposiciones, estilos pergeñados en una lejana capital europea. Es un teatro que no abraza ideas premoldeadas, que está direccionado hacia la escucha de un espectador que no es dócil, que no romperá en aplausos porque sí, que no se cruzará de brazos si algo le gusta o lo conmueve. El teatro verdadero es infantil porque tiene una relación de fascinación, miedo, angustia y rebeldía con el lenguaje. Con cualquiera de los lenguajes que hacen al mundo del teatro. Porque es feroz, indomable. Porque no entiende, porque busca entender, porque pregunta sin temer el fastidio del que cree que sabe al otro lado.
Claro que existen ingentes cantidades de falso teatro infantil, que busca enseñar, controlar, dirigir a los niños, desde una mirada adulta, desde un pensamiento acabado. Y por eso es falso. Porque el teatro no sabe nada. Porque su verdadera naturaleza es desnudar el tamaño imposible de nuestra ignorancia. Porque su verdadera potencia está en la fragilidad que le da el ser un medio pobre, con escasos recursos, que puede, sin embargo, en un segundo, acaparar la mirada, y vencer al tanque más poderoso de toda la industria del cine. Por todo ello decidimos no emprender el camino de la teoría y la crítica (quedará para otro momento), sino el del menos transitado pensamiento sobre la propia creación. El de la técnica. El de las herramientas necesarias para escribir, dirigir, vender, experimentar, manipular o cantar ese teatro. Que sí existen. Y que deben incluir, también, el dinamismo propio de la praxis artística, que implica la posibilidad de arrojar esas herramientas, de transformarlas, de potenciarlas. Porque cada vez más se impone la necesidad de comprender el discurso teatral como un todo, que no solo exige a sus creadores la necesidad de dominar las técnicas tradicionales sino también entender que el arte siempre va en busca de lo imprevisto, de lo inesperado, de lo que estaba fuera de todo cálculo. Y también, recordar que el verdadero teatro, el que vale la pena, es difícil. No basta con tener un buen cincel, una maza y el material adecuado. Hay que dar el golpe exacto, en el ángulo preciso. Y fracasar. Y fracasar otra vez. Y estrenar obras sobre las que no estamos del todo convencidos o convencidas. Y recordar que se trata de un oficio, a fin de cuentas, en el que nadie nunca es bueno siempre. Salvo en la mente extática de algunos críticos y curadores que prefieren apelar al discurso místico, para, entre otras cosas, legitimar la enorme desigualdad económica.
En las páginas que siguen encontrarán la palabra de diez creadoras y creadores, referentes de diferentes generaciones y latitudes, tanto de la ciudad autónoma, como de la provincia de Buenos Aires, de Río Negro, de Córdoba, que se sentaron a reflexionar sobre su propia práctica para ofrecerles así a los lectores una primera caja de herramientas a la que echar mano a la hora de empezar a imaginar, escribir, dirigir o producir una obra para la niñez o la adolescencia. No están todas, claro. Faltan muchas. Y por eso les pedimos que también, de ser posible, recomienden libros, películas, grupos de teatro, canciones, material teórico o para rastrear por internet, con el objetivo de seguir contribuyendo a ampliar y mejorar estas páginas. No es un campo del todo incipiente, pero tampoco tan enormemente desarrollado como gustaríamos.
Ya de por sí es un indicio de buena salud el entusiasmo con el que reaccionaron a la tarea, la generosidad y, sobre todo, el hecho de que no se sintieran en la obligación de ponderar el teatro para las infancias como algo que merece pensarse, hacerse y estudiarse, sino que pusieran manos a la obra, dando todo esto por descontado. En las páginas que siguen no encontraremos apasionadas defensas del teatro para niños, niñas y jóvenes, sino del teatro como un todo, del oficio de los directores, dramaturgos, titiriteros, músicos y gestores porque, a fin de cuentas, como se dice más de una vez en estas páginas, el teatro para infancias es antes que nada teatro.
Y es en esa capacidad de ser teatro donde radica su mayor potencia, sea cual sea el espectador imaginario al que se dirige. Existe una tercera lógica, sin embargo, por la que se puede afirmar que no existen herramientas para dirigir, escribir o crear una muy buena obra de teatro. Y esa sí la comparto. Es aquella que asegura que el teatro es situacional, que lo que mejor puede ofrecer a los espectadoras y espectadores de un solo instante, es una experiencia increíble que no alcanza a explicarse por muy buenas actuaciones, textos o historias, sino por algo más que tiene que ver con el encuentro entre esa obra y esos actores, en ese momento, y esos otros espectadores al otro lado. Mis mejores experiencias como espectador no estuvieron relacionadas con obras buenas o muy buenas sino con la adecuación de una obra determinada a un momento y espacio determinado.
Pienso en Artaud que si no inventó el teatro del siglo XX (que para mí es el teatro a secas) lo prefiguró y lo puso en palabras. Pienso en Artaud y en su llamado (frecuentemente desoído, entre otras cosas, por la propia lógica del mercado) a acabar de una vez por todas con las obras maestras. Porque las obras maestras por mucho que nos fascinen son todo para todos en todas partes. Y el teatro verdadero apunta siempre, aunque casi nunca lo logre, a ser algo para alguien en algún momento determinado, para una comunidad, para un grupo humano, para una pareja que acaba de separarse, para una niña que descubre por primera vez la escena.
Eso no podemos controlarlo. Escapa a nosotros y nosotras. Es el verdadero teatro, que no solo es infantil y predominantemente niña (o niño) sino que además es cosa de otro mundo. Para todo lo demás, vaya este cuaderno.
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BIBLIOGRAFÍA (para ir calentando motores)
- Agamben, Giorgio; 2007. Infancia e Historia. Destrucción de la experiencia y origen de la historia. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.
- Artaud, Antonin; 1978. El teatro y su doble. Madrid: Edhasa.
- Badiou, Alain; 2008. El siglo. Buenos Aires: Manantial.
- Benjamin, Walter; 1989. Escritos. La literatura infantil, los niños y los jóvenes. Buenos Aires: Nueva Visión.
- Brée, Jöel; 1995. Los niños, el consumo y el marketing. Barcelona: Paidós.
- Dorfmann, Ariel y Mattelart, Armand; 2002. Para leer al Pato Donald. Comunicación de masas y colonialismo. Buenos Aires: Siglo veintiuno.
- Larrosa, Jorge; 2000. Pedagogía profana. Estudios sobre lenguaje, subjetividad, formación. Buenos Aires: Novedades Educativas.
- Lehmann, Hans-Thies; 2013. Teatro posdramático. México: Cendeac/Paso de Gato.
- Palacios, Cristian; 2017. Hacia una teoría del teatro para niños. Buenos Aires: Lugar Editorial.
- Sormani, Nora Lía; 2004. El Teatro para niños. Del texto al escenario. Rosario: Homo Sapiens.