25 • enero • 2024

📌 Argentina

Las hojas, las montañas

Texto de Alfredo Staffolani publicado originalmente en Cuadernos de Picadero Nº 44: Influencias. Perfiles de doce artistas.

Rainer Werner Fassbinder

Cuadernos de Picadero les propuso a doce creadores escribir un perfil sobre un maestro o referente de las artes escénicas. El resultado es un mapa de reflexiones actuales que nos sitúan en los márgenes de la confesión personal, el diario íntimo, la biografía, la teoría y el ensayo. De Jorge Lavelli a Romina Paula, de Beckett o Copi a Pablo Rotemberg, pasando por Juana Inés de la Cruz, Fassbinder y Daniel Veronese, entre otros, los textos aquí reunidos componen un minucioso repertorio de voces, escritos desde la fascinación.

Hubo una piedra con forma de corazón que robé de una tumba en el Friedhof Bogenhausen de Múnich. En ese jardín, junto a una iglesia pintada de blanco, está enterrado Fassbinder. El día del robo, la nieve era insoportable y, mientras intentaba llevarme otras cosas de la tumba –un cuaderno con candado, un crucifijo, una foto de Eugen Sandow tapándose con una hoja de parra, un casco de moto en miniatura–, una fila de personitas con abrigos y gorros que salían del colegio, agarrados de una soga, me señalaron y consiguieron que su maestra se acercara a preguntarme qué hacía. Me incomodé, dejé la bolsa donde pensaba guardar todo, escondí la piedra, solté la pila de hojas del borrador que le llevé como ofrenda, la nieve cayó todavía más teatralmente, y antes de que la mujer rosada y altísima de guardapolvo rojo advirtiese que tampoco hablábamos el mismo idioma, salí corriendo. Me mojé los pies en el borde congelado de la calle, perdí algunas hojas del borrador, paré en un supermercado, compré una botella de vino en miniatura y lo tomé de un solo trago. Quería abandonar todo pensamiento, esperar a que pasara un poco la tormenta y volver a intentar el robo y la entrega de ese monólogo. Yo estuve donde el héroe todavía permanece intacto, pensaba. Donde el muerto va creando un dramón que moviliza cada uno de mis impulsos. La tormenta de nieve no paró, entonces caminé todavía más entusiasmado, sacándome los copos con la manito tiesa y mirando a mi alrededor la tragedia naturalista sobre mis ojos: el río Isar abierto en forma de Y; el parque extendido sobre una mata verdísima que se iba congelando de a poco; el Hotel Hilton; el Consulado de Irán; todo con carteles: venga, compre; gaste en Múnich todo lo que tenga en los bolsillos ahora mismo. Hágalo, pero presuma ser austero. Vuelva en bicicleta de su trabajo en Siemens o de trabajar en el teatro estatal de repertorio; o cómase apenas un Pretzel mientras sale del sauna olímpico y busca a sus camaradas en algún bar cercano a Odeonsplatz. Desnúdese en verano antes de ir a la iglesia, abra las ventanas de su casa y muestre cada uno de sus muebles de Ikea. Vivirá en el corazón de Baviera como si nadie lo conociera, aunque lo sepa y lo comente con un vecino, claro.

Rainer Werner Fassbinder nace en Bad Wörishofen en 1945 y se suicida en Múnich en 1982, donde vivió y produjo la mayoría de sus piezas. Dramaturgo, cineasta y actor, ofreció una mirada única y veloz sobre el mundo: un universo donde el melodrama, el extrañamiento y la tragedia fueron los soportes para narrar asuntos principales de su existencia breve, pero no menos prolífica y política. Fue un conservador de los géneros clásicos, trabajó sobre el drama moderno en toda su virtud, pero dejándose seducir por sus propias aventuras como motor del kitsch, lo desaforado, el sensacionalismo, la crítica a la sociedad alemana, las pasiones al límite, la sexualidad y el amor romántico.

Según dice, su amor por el teatro empieza, sin embargo, por su amor a Éric Rohmer en El signo de Leo. A partir de esa película, identifica un enorme deseo de producir y se acerca al underground de Múnich para hacer algunas pruebas escénicas. En una entrevista con Tony Rains en 1975, cuenta: Empecé a escribir porque no conseguía los derechos editoriales de las obras que habían escrito otros. Nos volvimos el antiteatro cuando la ciudad nos clausuró. La policía entraba en el lugar. Pusieron varios pretextos, pero principalmente nos cancelaron porque se había construido un teatro político. Trabajé, desde entonces, con las mismas actrices y actores que habían dejado la Universidad de Arte para trabajar en el grupo. Conocí ahí a Hanna Schygulla, con quien también empecé a ser director. Trabajé siempre con el mismo equipo técnico. Desde un principio, mis obras tenían el rigor didáctico de algunas piezas de Brecht, aunque eran menos secas que esas piezas, y las de Brecht no tengan sensualidad. También por eso es que me molestan. Hay otros autores que me influenciaron más, como Marieluise Fleißer. Esta fue, precisamente, una de las bases sobre las que Fassbinder asentó su corpus incomparable: una compañía más o menos estable de actores y actrices que, sin apenas ensayos, eran capaces de lanzarse a cualquier aventura que se les propusiera. Algo que resultaría crucial para que, más tarde, fuera tejiendo las mismas pruebas en el cine y empiece a enlazar una película tras otra, sin descanso e, incluso, alternándolas con su actividad teatral.

En mi segundo intento por entregar la obra, la tumba de Rainer ya no estaba vacía. Un hombre ecuatoriano vestido todo, todo, todo de cuero se había sentado en la tumba contigua, y le rezaba en voz alta. No lo quise mirar de tan cerca, sin embargo, lo hice; me acerqué. Identifiqué el idioma y le dije que yo era argentino. Me contó que era dueño de un boliche en Sendlinger Tor, que su gata se llamaba Petra, y me prestó un nylon para cubrirme la cabeza. El cementerio de Bogenhausen es más bien un parquecito que rodea una capilla –es curioso pensar que Fassbinder hubiese querido ser pisado por curas viejos que van y vienen, dicen cosas. El ecuatoriano Luis me traducía: hoy no habrá santa misa, que no se puede abrir la puerta, dentro de la capilla llora una abuelita y no saben cómo sacarla– y el margen que encontró Fassbinder para nombrar el mapa de Múnich en todo su trabajo fue tan ajeno a ese catálogo de celebridades católicas que están enterradas ahí mismo. Pero en la urgencia por cerrar el cementerio, saqué, del bolsillo, las hojas de la obra, empapadas; las envolví en el plástico que me cubría, hice un pocito entre el barro, la nieve y la tumba y la dejé finalmente cubrirse de copos. Como a Luis no le importó, me terminé de robar los otros objetos pendientes: la foto, el cuaderno, el casco en miniatura. Salimos juntos en su moto por calles de adoquines, para que la policía no me viera sin casco; me dejó en la puerta de su bar y desde ahí el S-Bahn 7 hasta el barrio donde vivía, un poco más hacia el sur.

Yo había querido escribir un melodrama. Eso le decía a la dramaturgista del teatro que me había invitado a trabajar durante un tiempo en Alemania. Mi prejuicio con el realismo se estaba volviendo cada vez más presente. Todavía soy actor y muchas cosas que experimento en la escritura provienen de rebotes sobre mi trabajo como intérprete. ¿Qué obras me cuesta actuar? ¿Por qué esa desnaturalización de lo cotidiano, ese pacto por el verosímil, esa reproducción conocida me resultaba cada vez más difícil de aceptar y, sin embargo, aparecía inmediatamente en mi escritura? En mi recorrida por los teatros públicos de Múnich, me encontré con una tendencia, menos usual en Buenos Aires, a la reescritura de los clásicos. Eso que Fassbinder señala como un inicio por imposibilidad de derechos, pero que va derivando en nuevas dramaturgias, algunas muy desprendidas del texto fuente y otras en diálogo directo. La primera obra que dirigí fue una adaptación de La voz humana de Cocteau. Yo era muy chico; la actriz que lo interpretaba, una amiga española; mi primo ponía música con un reproductor de CD en un teatro que había sido una cancha de básquet; y yo no sabía por qué tenía que avisar que el texto era una reescritura de otro texto. ¿Argentores le va a avisar a Cocteau? ¿Qué es lo que se avisa, si la obra es otra?, preguntaba. ¡Las palabras, me decía la actriz! En ese tiempo, había descubierto a Fassbinder y, sin saber que algo de su trabajo iba a influenciar al mío (un poco por el acento de la actriz, la presencia de Pedro Almodóvar en la escena de principios de los 2000, y otro poco por las primeras –y borrosas– decisiones de puesta en escena), la obra fue un melodrama, naturalmente sin poder desprenderse del texto de Cocteau que también lo era. Fassbinder dice: “A mí no me parece que el melodrama sea ‘no realista’, cada uno tiene una cantidad de pequeñas angustias con las que tiene que lidiar a fin de cuestionarse a sí mismo; el melodrama se ocupa duramente de esas angustias. La única realidad que importa es la que está en la cabeza del espectador. Esa que toma un desplazamiento, que puede ver aumentado en su cuerpo el dolor del mío”.

Fassbinder intervino realismos, tragedias y dramas canónicos en varias oportunidades: Lo hizo con Hedda Gabler de Ibsen en la Freie Volksbühne (1973), Orgía Ubú sobre Ubú Rey de Alfred Jarry, (1968), Tio Vania de Chéjov en el Theater am Turm de Frankfurt (1974), el radioteatro Ifigenia in Tauride de Goethe (1971), El Café de Goldoni en el Teatro de Bremen (1969) y Leonce y Lena de Büchner (1967), entre muchas otras. Siempre con su compañía Teatro-Acción. En 1974, también en Frankfurt, lleva adelante la puesta en escena de La señorita Julia de Strindberg, a quien Fassbinder luego señalaría como “un brujo, loco, perfecto y despreciable”.

Desde mi llegada a Múnich, habíamos pasado un tiempo investigando algunas tradiciones de mi escritura para determinar qué podía moverse hoy en una obra comisionada por un teatro alemán que apenas me conocía: era el único artista no emergente, de casi cuarenta años, no universitario, además de haber sido el único actor del grupo de dramaturgos y dramaturgas de países pobres, y eso, claro, les provocaba ansiedad. Los y las dramaturgistas intentaban desplegar conceptos teóricos muy agudos, formas que detectan en las piezas teatrales y revelan sistemas que, luego, pondrán a trabajar con la directora o el director convocado para la puesta en escena futura. Toman café. Fuman. Pasean a sus perros enormes, que además los acompañan a trabajar. Van al sauna. Seguían pensando y buscando referencias. Yo –mientras tanto– estaba bocetando sin rumbo: hacía escaletas como aconsejaban Rory Mullarkey o Simon Stephens en The Royal Court, juntaba fotos y objetos como decía Kartun, vinculaba los sueños y los restos, leía todo lo que podía, pero sobre todo escribía escenas. Produje muchísimo material, unas 100 páginas que no terminaba de determinar qué era ni a qué estaba reaccionando. A la distancia, romantizaba mi trabajo con los actores y actrices con los que podía hablar en mi idioma durante las últimas experiencias, como cuando trabajamos sobre Mamma Roma de Pasolini o adaptamos John Gabriel Borkman de Ibsen para el Teatro Regio –en una versión noventosa sobre un Borkman aislado en Comodoro Rivadavia preso de la hiperinflación, y súbitamente desprogramada del Teatro San Martín en el cambio de gestión–, ensayando de madrugada, comiendo en los bodegones de Guardia Vieja, moviendo horarios, haciendo fletes, buscando vestuario en las ferias, o bien, en las que era parte de los elencos que integraba como actor.

Strindberg había inaugurado, a principios del siglo XX, un sistema de trabajo, más tarde conocido como “del yo”, que instalaría algunas huellas de lo que siguió durante algún tiempo después y que fundaría, también, aquello que se nombró como drama moderno. Peter Szondi, dirá al respecto: [Hasta entonces el drama era] la hazaña cultural del hombre que regresa a sí mismo tras elaborar una hipótesis donde confirmarse y reflejarse. Sin embargo, la obra de Strindberg es un paso más hacia la disolución de eso nombrado como drama en la medida que anula la mirada de un sujeto dominante y la obra se articula en torno a una sucesión de escenas, cuya unidad no deriva de una acción unitaria, sino de un yo siempre idéntico que las protagoniza y de cuya conciencia son reflejo los restantes personajes. En una entrevista realizada con motivo de la publicación del primer tomo de su autobiografía, El hijo de la criada, Strindberg sostiene:

Creo que la descripción completa de la vida de un individuo es más única y elocuente que la de una familia entera. ¿Cómo se puede saber lo que sucede en el cerebro de los demás, cómo pueden desvelarse los motivos ocultos de las acciones de otro, cómo puede saberse lo que este o aquel hayan podido decir al franquearse en un momento determinado? Se opera, evidentemente, con suposiciones. Pero la ciencia que estudia al hombre ha sido, hasta ahora, poco transitada por los autores, que con sus escasos conocimientos psicológicos han intentado hacer esbozos de una vida anímica que, finalmente, se mantiene oculta. Sólo se conoce una vida, la propia.

El narrador de Strindberg empieza a vivir el movimiento hacia un espacio dentro de las fronteras del Yo, hacia un lugar privilegiado desde el cual las variaciones sufridas en todo el mundo interior del personaje se conocen a partir de mínimos detalles en el mundo exterior. Como consecuencia, los hechos son contundentes, trágicos, irrevocables, y la información que se trafica está llena de pliegues. Los personajes son derivas de la misteriosa subjetividad del protagonista, que, por lo tanto, expande el volumen de su Yo.

No es curioso, entonces, pensar por qué Fassbinder toma el trabajo de Strindberg como soporte en los primeros experimentos de su grupo Teatro-Acción y que, luego, esto también se replique en sus películas. En La ley del más fuerte, visita el tema de las relaciones entre explotación económico cultural y explotación de los sentimientos en una pareja: Franz Biberkopf es un tipo gay vulgar, ingenuo y buenazo que gana medio millón de marcos en la lotería, lo que le permite entrar en los más exclusivos círculos del colectivo gay de Múnich. Es entonces cuando se enamora de Eugen, hijo de un empresario que tiene una imprenta al borde de la bancarrota. Después de dejar a su amante, Eugen inicia una relación con Franz por interés: le pide dinero para la empresa paterna en sucesivas ocasiones, le hace comprar un departamento lujoso, lo decora a él y al departamento como un burgués y organiza un viaje a Marruecos que iniciará el fin de la relación. Este desequilibrio entre el que da y el que manipula conduce a un dramático final: Franz ve cómo perdió prácticamente toda su fortuna a causa de las maniobras de su amante. Ni siquiera puede quedarse con el departamento que compró porque se lo cedió a Eugen, que aprovecha para volver con su ex-amante. Completamente desesperado, Franz se toma un blister de Valium y dos amigos de la infancia lo encuentran muerto en la estación de subte Isartor, en pleno centro de Múnich. Fassbinder culmina el drama con los dos que encuentran el cadáver de Franz robándole la plata que tiene en los bolsillos mientras suena una musiquita de adiós muy alegre.

Si bien del trabajo de Strindberg solo miramos el pulso de la metaficción del yo y la novedad en la mirada subjetiva del héroe, en sus distintas etapas, podríamos decir que además su teatro inaugura algunos cuantos hitos en la construcción del drama. Su producción suele dividirse en dos grandes etapas, la naturalista y la simbolista, que están separadas cronológicamente por un periodo vacío en el que se muda a París a causa de su trastorno paranoico y su paso por instituciones de salud mental. Entre las obras importantes de la primera etapa, están: El padre; una tragedia doméstica atravesando la crueldad propia del matrimonio; La más fuerte y La señorita Julia, que narra el encuentro sexual entre un criado y la hija de un conde. En esta etapa, muchos de sus títulos se rebelan contra el impacto que, en su vida, había tenido cada una de sus historias amorosas: tuvo tres matrimonios desafortunados, el primero en 1877 con la finlandesa Siri von Essen, del cual nacieron tres hijos. En esa época, escribe los relatos de Esposos. También Alegato de un loco y el drama naturalista Camaradas. Dos años después de separarse de su primera mujer, se vuelve a casar con la periodista austriaca Frida Uhl, de la que se divorció al poco tiempo y tiene otra hija. Su tercera y última relación se produjo en 1901 con la actriz noruega Harriett Bosse, con quien tuvo una hija más. La etapa mística de su vida queda organizada en la segunda parte de su autobiografía, la novela Inferno (1897). Su trabajo a partir de este momento fue menos realista, influido por sus creencias religiosas y el contacto con nuevos movimientos literarios como el expresionismo, el simbolismo, y la metafísica. Tras su retorno a Suecia, escribió dramas históricos como Gustaf Vasa, Erik XIV, Gustav Adolf, y lo que pareciera ser una vuelta al realismo con Kammerspiele, La casa incendiada, El pelícano y La danza de la muerte.

“Desde niño soy lo que suele llamarse un maníaco depresivo, con períodos de euforia y tristeza que se suceden sin motivo aparente. A veces me sentía feliz y jugaba con los otros niños; bruscamente, perdía las ganas de jugar y me sentaba en un rincón a solas. Los otros no lo comprendían. Creían que estaba loco”, escribió Fassbinder, a quien tampoco le fue ajena su tormentosa vida anímica ni sentimental en su corpus de obra. Rainer no conocía límites y a los 26 años se enamoró como un adolescente del marroquí El Hedi ben Salem, quien dejó a su esposa y cinco hijos en Argelia. También había conocido en un rodaje al actor Günther Kaufmann, quien era, además, casado y con dos hijos, de quien se enamoró y a quien le dio trabajo en catorce películas. Estuvo casado con dos mujeres y, durante años, convivió en los ensayos con sus amantes y sus esposas, todas actrices: Ingrid Caven y Juliane Lorenz. “Rainer era un homosexual que también necesitaba una mujer. Así de simple y de complicado”, comentó Ingrid.

Entre las muchas cosas que tenía acumuladas durante mi viaje a Múnich, había mapas. Todo tipo de circuitos de cementerios, bares a los que había ido Fassbinder, los departamentos desde los que había intentado saltar al vacío, los teatros en los que ensayó, los mapas todos marcados, impresiones de Internet, y eso empezó a revelar una forma. Muchas anotaciones que estaban fuera del mapa hablaban de un recorrido. Me la pasé caminando durante ese invierno tan crudo desde un lugar hasta el otro. Rápidamente repetía itinerarios para acercarme a los ciervos, a los parques, a los teatros, a las piletas de natación, a mi casa en el barrio de los futbolistas. Entre los mapas, los circuitos y algunas grabaciones, empecé a pensar que había una forma de organizar las escenas que había escrito y, un tiempo después, retornó un procedimiento que, hasta entonces, había sido parte de mi trabajo: descubrir una colección de hechos irrelevantes de una vida entre los cuales aparecían otros más nodales de manera aislada. Con la articulación entre lo uno y lo otro, había podido hacer algunos documentales falsos, tramar autoficciones, incrustar sistemas de la naturaleza que desbarrancaban para crear mi propio paisaje (un alud de nieve, una tormenta de arena, la tierra que empezaba a partirse) y me permitían empezar a asociar y pensar en un soporte posible para articular deseos, aventuras y espasmos; impresiones, leyes, listas, cartas y todas las lecturas que esos discursos empezaban a desplegar. Hice una promesa: poder llevarle a la tumba a Fassbinder el borrador terminado. La obra muerta al hombre muerto, una costumbre que Strindberg hacía con sus obras, las acercaba a la casa de sus ex mujeres, las dejaba en la puerta, esperaba a que salieran, las descubrieran y, luego, se iba. Dice Robert Fischer, en su edición de Fassbinder por Fassbinder, que luego de la representación de Señorita Julia de Strindberg en el Teatro de Frankfurt, Fassbinder gritó “ahora sí, muera el padre”. Y como un desaforado, lanzaba las hojas a las actrices como si fueran huesos de un cuerpo descompuesto que él empezaba a reescribir. No creo en los maestros ni en los legados, pero sí en poder leer sus ideas, sus autoreportajes, su obra como un poema incierto, una acumulación de procedimientos que están entre la experiencia y la biografía, entre la biografía y la práctica, entre la práctica y el deseo, entre el deseo y la desilusión, todo en la misma cima, todo en el mismo abismo.

MINI – BIO
Alfredo Staffolani nació en 1982. Es actor, autor, director y docente. Sus últimos trabajos como director fueron: el largometraje El tiempo del Fin; sus obras El buen destierro, La maldad del mundo, Por culpa de la nieve, Loop, entre muchas otras. Es autor comisionado del Residenztheater de Múnich y del Royal Court Theater de Londres. Dirigió, además, Mishelle di Sant´Oliva
de Emma Dante, Un día de verano de Jon Fosse. Su texto El ardor ganó el Premio Estrella de Mar al mejor texto teatral (2018). Fue artista residente de Experimenta Sur (Bogotá), The Copycat Academy (Toronto) y la Sala Beckett (Barcelona). Fue, además, ganador de la Bienal de Arte Joven y nominado a los premios ACE y Teatro de Mundo. Recibió menciones del INT y del FNA. Como actor, trabajó con Vivi Tellas, Rubén Szuchumacher, Maruja Bustamante, Luciano Suardi, Gonzalo Martínez, Natalia Casielles, entre muchxs otrxs. Es docente de Dramaturgia de la Escuela Metropolitana de Arte Dramático. Su obra reunida, El buen destierro, fue publicada por Blatt & Ríos. Fue traducido al inglés, catalán, francés, alemán y polaco.

26 • julio • 2024

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El evento que cuenta con el apoyo del Programa Iberescena – Fondo de Ayuda para las Artes Escénicas Iberoamericanas y Funarte – Fundación Nacional de Artes, tendrá abierta su inscripción hasta el miércoles 31 de julio inclusive.

22 • julio • 2024

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El encuentro tuvo lugar el miércoles 17 de julio en la sala de reuniones del Consejo de Dirección en la sede central del Instituto Nacional del Teatro en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, con la participación a distancia de las autoridades de la Sindicatura General de la Nación.

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Se encuentra disponible, para conocimiento de la comunidad teatral, el Acta N° 729 con sus respectivos anexos, correspondiente a la reunión del Consejo de Dirección del INT, llevada a cabo el día 16 de julio de 2024.
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