Esta misión me hace preguntarme: ¿qué tengo yo para decir de él, que escribió tanto teatro, sin parar, como una bestia enajenada, y del que ya se ha dicho todo? ¿Qué tengo yo para aportar siendo tan burra, con la horda de académicas maricas que lo estudian, en cada punto, cada coma, cada paso de sus fórmulas? ¿De qué manera me acerco a él? Me contesto: leyéndolo. Lo iré a hacer de la única manera que conozco, compartiendo mi experiencia de lectura. Esta misión me conduce a algo hermoso: imprimiendo un acopio dudoso, apoyando el culito a leer.
Casualidad o no, el primer sitio donde lo apoyo es en una escala en el aeropuerto de un país en donde, hoy, en 2023, la homosexualidad aún es delito. La ley prohíbe “relaciones antinaturales”. Ser puto existe puertas adentro y en clandestino. Por lo que leo, no existe tanta persecución: si hay un vivir discreto. Algo gracioso es que esta parada es de camino a ser lo más maricón que pueda. Incentivado por esa propia pulsión de muerte que me da todo, trato de abrir las cientos de apps de gays que uso todos los días, y la pantalla se queda en blanco.
El simple hecho de estar leyendo a este puto hermoso en un sitio así ya me da resguardo. Son muchas horas donde leo pijas y leo leche y leo muchas chanchadas guasas que espabilan mis sentimientos y me protegen. No sé bien cómo, pero lo hacen. Leo entrevistas, leo a su madre, y se me ocurre que si algo tengo en común con Copi es haber crecido marica en una ciudad que nos re cobija en su anonimato. Leo que escribe riéndose de su propio SIDA. Pienso en la culpa con que latigo el autocuidado si cojo mucho o si no me cuido, pienso en mi amigo Nachito y en algo que llamamos “una emergencia del tipo gay”.
Después buceo en esa lectura y pienso que ambos necesitamos la fantasía para existir ante un mundo crudo, para revisar la realidad de una manera que resulte un poco menos dolorosa. Leo a la madre decir que es un mito que Copi escribe porque su abuela era dramaturga. Que Copi escribe porque leía y porque todos alrededor también lo hacían. Y me pregunto si será lindo o será feo tener personas en tu familia que hagan lo mismo: escribir, pensar, que no es mi caso. Y me pregunto cómo será formar parte de una familia que debe escapar, pensando que nadie de mi familia debió escapar, y lo pienso dos veces y sí: todos en mi familia, antes de mis padres, debieron escapar.
Se me atraviesa esto de que escriba en una lengua que no le es propia. ¡Eso es injusto, de él sí es! Que no es la lengua materna, digo. No caben dudas de que la relación entre Copi y la lengua francesa está cargada de propiedad, de espontaneidad. Me vuelve loco su cosmovisión en la que no se sintió argentino ni tuvo jamás interés en volver, y se me ocurre que las maricas hacemos algo con el pasado que es no-negarlo, pero ponerle una pared hecha de concreto que nos permite vivir en paz sin aquello que escuchamos y vivimos en el pasado, y que nos causa mucho dolor. Me retrotrae a cuando estudiaba afuera y había perdido toda neurona que me quedaba en que mis entregas fueran genuinas aunque escribiera en otro idioma. Me acuerdo un poco de aquellos cuentos que escribí ahí, en inglés, y pienso: ¡pero qué mierdas son esos cuentos!
La mamá cuenta que, de adulto, ya no leía ni iba al teatro. Que ya se había leído todo en la adolescencia. Y pienso en todas esas maricas que de chiquitas nos refugiamos en la lectura y en su demencia, en la evasión de la realidad sobre nuestras camas, en nuestros cuartos, en bibliotecas, en librerías, escondites en donde nada pudiera herirnos.
Así comienzo este reencuentro desordenado (azaroso, terco, con lo que encuentro o lo que me gusta) leyendo Cachafaz. Todo transcurre no sólo en verso, sino en un conventillo del Uruguay. La temperatura y la intimidad de la piecita donde es la escena resulta ajena a este aeropuerto en mitad del mundo. Es justamente lo liminal de este lugar lo que vuelve rico leer en gaucho. Si hubiera estado en la Argentina, posiblemente se habría lavado.
Me identifico con algo al toque: eso complejo que ocurre, a veces, entre los pakis y las maricas. Lo de elegir, no elegir al otro, lo de ocultarlo, lo de mostrarlo. Se me aparecen mil situaciones. La fantasía del subconsciente de replicar, de un modo, el vínculo heterosexual. La extorsión con novias. Alguien que sale del barrio a la ciudad para poder ser puto. Anoto esto en mi fotocopia y pienso: ¡Yo! Después pienso: no, es mentira eso. Después: sí, es verdad. El paki promete un futuro mejor, promete blanquear el vínculo, promete, promete, promete. La marica espera.
Hay unos coros de los vecinos y las vecinas que me deslumbran. La fantasía tiene lugar por segundo, casi. Sacar una bala incrustada en una axila con una tijera de uñas. Carnear diecisiete milicos. Hablar de “cambio de sexo” en 1993, un año que no entiendo del todo. Mientras leo, me doy cuenta de lo poco, lo poquísimo que sé de las maricas detrás de mí, que me dieron, con su obra y sus palabras, libertad para escribir lo que yo quiera años después, sin que me caguen a patadas o me acusen de perverso. Toda esa deuda me causa culpa. Siento que algo estoy haciendo por desburrarme con la misión. Canibalismo: primera parte. Comerse a un milico. Literalmente.
Pienso en la desfachatez y la lengua brava de las maricas como instrumento máximo de protección. El gesto es el de, al fin, plantarse con el lenguaje, el de hacerse ver. El gesto es el de, al fin, dejar de pedir permiso para existir. Inteligencia, labia y astucia para combatir la violencia física que los varones proponen como herramienta de medida. Revive un muerto, en la obra. Esto va a pasar un montón de veces en otras obras.
Voy descubriendo un humor guarango: “En vez de tirarnos pedos, nos tiremos solfeos.” Voy descubriendo cómo el marica le da lugar a su coyuntura con fantasía: “Aquí el infierno es el hambre.” Aparece una voz del más allá. Esto va a pasar un montón de veces en otras obras. Me destartala la maestría con las que crea las reglas de un mundo imposible, únicamente a través de un ritmo que no permite, como lectores, dudar siquiera del contenido, pues la lectura se multiplica y se va a la mierda en cuestión de nada. El pulso corto no da lugar para desconfiar. La verborragia es compartida, por lo que leo: parece que todos saben qué responder sin siquiera oír lo que se les dice. Después me encuentro con un registro televisivo, por qué no yanqui, en Loretta Strong, que se mezcla con grotesco y cochinadas que jamás había leído en un papel. Sin saber mucho, pienso que todo lo que éste escribe es más bien versátil y universal y, leyendo más, lo confirmo. Creo. Aquí aparece otro elemento que va a estar un montón de veces: el monólogo al teléfono. Copi maneja, con una audacia que nadie tiene, los tiempos de habla y escucha, ni hablar de hacerlo en una realidad en la que la tierra explotó y alguien emprende una aventura a sembrar el oro en el espacio. Hay sexo telefónico. Hay habitantes de otro planeta.
Lo que sospecho en esta lectura se confirma más adelante: los cuerpos de estos personajes todo lo pueden. Lo primero que encuentro es a alguien pariendo murciélagos de oro. Lo segundo que encuentro es una rata que se escurre en la vagina de su protagonista. Me pregunto si habrá relación entre estos cuerpos ilimitados y el hecho de que todo, o casi todo, o de manera reiterada, aparezca entre signos de admiración y de pregunta. Me desconcierta la decisión gráfica de marcar la pulsión de la escena, de electrificarla en el comienzo y el final de cada oración. Copi compone muy sabiamente con elementos que se repiten: “¿El oro qué? ¿Loretta qué? ¿En qué?” Después de nuevo: canibalismo.
Qué humor más lindo el que se produce cuando quien habla se toma en serio, muy muy en serio, el disparate del que está hablando: “Usted no es más que una piel de boa, ¿cómo quiere que cojamos?” Hay un trabajo recontra fino por crear las mallas de información que lo vuelven todo tan verosímil, tan natural: “¡No voy a hundirme la heladera en la vagina, usted está loca! ¡La manija de acuerdo, pero el resto no”.
Se aparece entre mis lecturas ¡La pirámide!, y se me ocurre que es genuina la manera de revisitar la historia. Para empezar, todo comienza con una rata. Con otra rata. Que habla. Con la reina y la princesa de una comunidad indígena. Esto termina en un gran desconche. Me pregunto si la colonización es un tema en esta obra o no lo es, o si es algo más que a Copi no le importa. Alguien se arranca los ojos y las posibilidades del cuerpo vuelven a ser infinitas. Los españoles están allí, donde transcurre la historia, para construir la Argentina. Encuentro una coincidencia con Cachafaz: aquí también la gente se muere de hambre. Aquí también la escatología es protagonista.
Y me fascina con qué agudeza construye acuerdos en la lectura que me vuelven un cómplice íntimo en todo. Porque toda situación adquiere formas monstruosas sin siquiera un punto aparte, sin distracciones ni ribetes. Sólo hay lugar a entender una única cosa que, no casualmente, es imposible de creer. A cada rato me lo pregunto: ¿en verdad es esto lo que leí? ¿Un pueblo entero está intentando, por ejemplo, comerse la pirámide de su reina? Copi desafía las leyes de su propia lógica de forma constante, y encuentra el argumento perfecto para mantener la trama intacta, para que todo tenga sentido dentro del caos y que no quede ni un clavo suelto.
Con Copi me siento contemplado como lector, como espectador. Pienso que es alguien que, en toda su acidez, es tremendamente generoso en relación a cuánto le dedica a proporcionar una experiencia a quien lee o a quien especta. Nada en su escritura se vuelve masturbatorio o vicioso (más allá del sentido literal de ambas palabras). No es rimbombante: es accesible. Eso me deja retener, recuperar información para las tramas y engancharme con los huesos que me da hasta involucrarme al punto tal que el cuadernillo de las obras donde leo me cautiva como un video bobo a un bebé.
Algo me recuerda a las propuestas de un niño cuando inventa juegos: “Ahora vos sos esto, y yo soy esto. Y lo que pasa es que vos hacés tal cosa, y yo…” Cierto viraje al costumbrismo, en esta obra en particular, me deja de cara. Siento que algo de todo eso no había leído hasta el momento, y me da la pauta de que todo, absolutamente todo, puede pasar dentro esta obra. Que su potencial es interminable y que, en cualquier momento, es capaz de explotar en pedazos. El cambio de rumbo en Copi siempre es posible, y crea lógicas tan completas que todos los elementos de su composición pueden intercambiarse y aun así seguir funcionando. Una vez más, me encuentro en Copi con los fantasmas y con las voces del más allá.
Me desestructura y también me encanta cómo hay detalles de la trama que se mencionan explícitamente a lo largo de toda su obra. Los personajes no paran de decir: “Ahora, lo que está pasando es lo siguiente”. Por un segundo, una no lo puede creer. Cuando los ojos vuelven al papel, los personajes indican todos los argumentos que hacen posible que el disparate en verdad exista. Se siente la diversión circulando por la escritura. Me pregunto cómo se vería esta marica sonriendo al manuscrito, sea el que sea, gozándose en una ocurrencia propia.
En La heladera encuentro algo que a él le gusta, o que se me ocurre: un personaje arquetípico invadido de gestos particulares. La vida después de la muerte aparece otra vez. Me hago preguntas en relación a cómo somos los gays con nuestras mamás, como si algo de todo eso cupiera junto en un pensamiento. Por tercera o cuarta vez en la lectura, se aparece una rata. Por segunda vez, encuentro una conversación en la que la rata es una de los dos interlocutores. No sólo eso: en este caso, esa rata es parte de una relación amorosa. “¡Estoy absolutamente alterada, me acaba de ocurrir algo atroz!”, y se despliega ante mis ojos un nuevo hecho despampanante.
Algo muy lindo con esta obra es que se evidencia ese artificio, ante el que fingimos tanta demencia, que es el teatro. En medio de una escena fundamental para la trama, un personaje dice: “¡Esto es un teatro, señor! ¿Cómo que no es un teatro? ¿Y me lo dice a mí? ¡Hay público acá adelante!” Y no sólo eso, hay momentos en que los personajes son narradores de la propia historia que protagonizan: “¡La mucama me asesina a mazazos y mi perro afgano me muerde los tobillos!” Que vayamos a ver en escena a la asesina y al perro afgano llevando a cabo esta acción pertenece al campo de la dirección, pero es a través del lenguaje, de la palabra dicha, que lo descubrimos, primeramente. Un gesto bello: de una sentada, en esta obra, la mucama se come toda la platería de la casa.
En Las escaleras de Sacre Coeur, hay una métrica tan impecable como la de Cachafaz. Es imperdible el intercambio entre un pibe trans y su madre cheta, es imposible la más hermosa declaración de amor entre personajes que, por momentos, me hacen pensar que leí a otro autor: “¡Qué hermosos tus ojos negros! / Veo atrás de tus pupilas / una forma sin color / que avanza por el espacio. / Se vuela y después se posa, como si no se animara / a descomponer el agua / fresca que ya la acaricia.” Fundamental, en esta pieza, es la enemistad entre queers: las travas versus las lesbianas versus los putos. La mitad del humor lo agrega el simple hecho de imaginar que todo ocurre en pleno espacio público. En esta obra del año 1986, una mamá elige abandonar al bebé que acaba de parir para salir a vivir la vida con sus amigas. Encuentro un gesto demás zarpado en la simple mención expresa de su deseo de no formar una familia. A la familia la componen las maricas y los espacios de pertenencia, como pasa en Año Nuevo en una obra que me deja boquiabierto: La torre de la defensa. Me obsesionan de esta obra: el rejunte de rotos para descosidos, la rutina en pareja de unos putos de otro tiempo y, sobre todo: un registro realista en su escritura (con refrescos, por supuesto, de comernos una víbora, una rata). Es de esas obras que mejor dejarlas para después, si estamos tristes por otras cosas de nuestras vidas.
Y lo último, ¡entonces, qué valor! Poner a Eva Perón como una superestrella basura, en un personaje que, una vez más, oscila entre una construcción arquetípica con atributos de lo más particulares. Lo que me gusta de esta última obra que leo es que se me aparece ¡todo un párrafo!, un párrafo entero, un recuerdo de Perón y otro de Evita, que es la única forma textual con más de dos líneas que hallo en esta maratón. La madre, la madre, la madre. La traición. Algo aquí es de telenovela. Existe algo maravilloso en esa manera de narrar el presente de un vínculo que, sin dudas, viene atormentado por un pasado demás complejo.
En todo esto que me he leído en esta escala, encuentro sólo en esta obra un pedacito de “el pasado”, un pedacito de antecedente o de anécdota. Pareciera ser que todos los personajes del bravo Copi sólo toleran la realidad de ese presente donde transcurren, donde los crean, mientras trafican, sí, hechos sobre el pasado, pero no es algo en lo que vayan a detenerse.
Se hace el momento: ser gay de nuevo cuando despegue y multiplicarlo por estas horas de discreción. Se me escaparon unas miradas, qué se va a hacer. “Ser un puto es una carga”, le robo a Copi en la primera hoja que imprimí, y en el aeropuerto suena una alarma.
MINI – BIO
Santiago Nader nació en Tucumán en 1997. Recibió la beca Fulbright – Fondo Nacional de las Artes en la categoría Letras (University of California, San Diego), el segundo puesto del XII Premio Germán Rozenmacher de Nueva Dramaturgia (FIBA) y el Premio S a la creación escénica para jóvenes teatristas independientes. Escribió las obras La clase de rikudim (Festival El Porvenir), Garnett Kelly y el torso ganador (Libros Drama, Bienal de Arte Joven de Buenos Aires, Festival Futuros), Hola casa de Aarón (Libros Drama, Festival Monoblock) y Potrillo Ben (Libros del Rojas, Teatro Nacional Cervantes). Participó como residente en Panorama Sur (AR), LABRA (UY) y Piccolo Teatro de Milano (IT). En materia de narrativa, publicó Todos los Kogan (Cuentos María Susana) y su primera colección de cuentos, Una curiosidad nueva (De Parado). Sus obras fueron traducidas al inglés, francés y portugués.