Antes de escribir las novelas que la convirtieron en una de las voces de la literatura argentina con mayor resonancia internacional, Ariana Harwicz estudió dramaturgia en la Escuela Municipal de Arte Dramático. No es un dato de su biografía que suela mencionarse y, sin embargo, es una clave de lectura valiosa para entender su obra, compuesta por unas cuantas historias que uno podría definir como “ficciones de cámara”. Basadas casi siempre en la interrelación de unos pocos personajes, unidos entre sí por relaciones a todas luces teñidas de complejidad, enrevesadas, oscuras pero, así y todo, aparentemente indisolubles, las historias de Harwicz se despliegan mucho menos en el terreno público que en el vincular. Esos vínculos primarios –de familia o de pareja– agobian y, a su vez, resultan vitales como el aire para quienes los cultivan. Son, apelando a una definición de esta época que quizá la autora despreciaría, vínculos tóxicos.
La tendencia de Harwicz a crear seres de una enorme complejidad interior, por momentos extravagantes, siempre intensos, y en un diálogo permanente y endogámico, puede leerse como una herencia de su formación vinculada a las artes escénicas: sumido en la lectura, uno puede imaginarse a los personajes en sus casas, en las calles –crearles un entorno–, pero el salto a pensar todo eso mismo sucediendo en un escenario se presenta como absolutamente natural, como si ya estuviera contenido en el texto. Eso es lo que explica, tal vez, que las novelas de la autora sean tan permeables a ser llevadas a escena sin un trabajoso ejercicio de transposición (cortando algunas ideas o escenas cuando hace falta, pero sin modificar demasiado el lenguaje en el pasaje de la versión original a la versión transpuesta).
Por el momento son cuatro las versiones teatrales estrenadas que se basaron en la “trilogía de la pasión”, compuesta por las primeras novelas de Harwicz. Por estos días, en Área 623 está haciendo funciones La débil mental, interpretada por Ingrid Pelicori y Claudia Cantero, bajo la dirección de Carmen Baliero y la supervisión general de Cristina Banegas, que también trabajó en la adaptación del texto. Hace tres años, la misma nouvelle había sido llevada a escena con dirección y actuación de Paula Herrera Nóbile, junto con Fiamma Carranza Macchi: una dupla más joven, pero no menos potente para interpretar a las dos partes de un vínculo tormentoso de madre e hija, seres marginales e inadaptados que se debaten constantemente entre el amor incondicional y la pulsión de destruirse mutuamente. Con dirección de Lorena Vega y las actuaciones de Julieta Díaz y de Tomás Wicz, Precoz fue uno de los sucesos teatrales de la escena porteña el año pasado. La primera puesta inspirada en la literatura de Harwicz fue Matate, amor, adaptada por Marilú Marini, Érica Rivas y la propia Harwicz, con Marini y Rivas en escena.
Y aunque en cada uno de estos proyectos el trabajo de transmutación de libro a obra tomó caminos diferentes, la autora acompaña de cerca todos los procesos de esas puestas originadas en su poética. “Yo me involucro mucho en todas las adaptaciones. En cada caso el acompañamiento fue distinto, pero siempre me interesa estar en todas las etapas de un proyecto”, dice Harwicz. “Siento que es un rol medio indefinido el que tengo. No es el rol de la autora que escribió el texto y listo: tiene que ver con estar ahí, presente. Con acompañar esa metamorfosis del texto en cuerpo, seguir el proceso a través del cual la letra va ingresando en el actor o en la actriz. Las formas de estar pueden ser muy distintas: a veces les mando música, o pinturas, referencias que para mí fueron importantes o que permiten entender mejor por dónde va mi mundo. Y siempre, siempre, estoy en conversación con el equipo de dirección. No sé bien cómo se llama ese rol, solo sé que me gusta estar ahí”.
-¿Cómo describirías tu vínculo con el teatro?
-Mi relación con el teatro es total, te diría que es mi marido y también mi amante. Acá en Francia, donde vivo, voy al teatro cada vez que puedo y, cuando estoy en Buenos Aires, también; siempre tengo el estreno de un amigo, o alguna puesta nueva de mis novelas, o veo cosas de las que me hablaron, voy a ver qué se está haciendo en el Cervantes, en el San Martín, voy todo lo que puedo al teatro independiente. Pero hay algo que trasciende el ir o no ir al teatro: yo siento que un poco pienso en teatro, y dialogo con las novelas como si fueran obras de teatro. No es que esté pensando en el dispositivo teatro necesariamente, es un poco menos directo. El gesto de mis personajes ya es teatral, los construyo desde esa noción.
-¿Podría decirse, entonces, que escribís algo así como novelas teatrales?
-No sé, no puedo decir que mis novelas sean obras de teatro, pero tampoco diría que son novelas puras, si es que eso existe. Me parece que son de una raza impura, que nacen de un diálogo entre teatro y literatura que no puede dividirse: la sangre ya está mezclada. Quizá es por eso que mis personajes van directo al teatro, medio de una y sin problemas.
-¿Cuánto (y de qué forma) se modifican los textos en el pasaje de libro a obra?
-En el caso de mis novelas, el texto no se modifica, quiero decir: la lengua, sus giros, no se alteran para nada. Con Matate, amor, por ejemplo, yo hice el primer recorte, después Erica y Marilú siguieron trabajando a medida que empezaron a ponerle cuerpo a esas voces, pero siempre me consultaron si me parecían bien las derivas que iba tomando el texto –que quedó bastante inalterado–. Quizá el caso de mayor mutación haya sido el de Precoz porque Juan Ignacio Fernández, que estuvo a cargo de la adaptación, metió más mano a algunos pasajes de la madre para convertirlos en un diálogo, con la intención de darle más presencia al personaje del hijo. En la novela, la voz del hijo está contenida en la de la mamá, que va recordando sus charlas. En la obra, en cambio, esas frases aparecen directamente en boca de él. Fue un trabajo de montaje más exhaustivo; sin embargo, los textos no se modificaron. En ninguna de las adaptaciones cambiaron las palabras: en todas, yo cierro los ojos y puedo escuchar la novela.
-Hacer una transposición es en muchos aspectos equiparable a hacer una traducción. Jugando con el famoso dicho del “traductor traidor”, ¿cuál, dirías, es la mayor traición en la que puede incurrir alguien que trabaja en la adaptación de una novela a otro lenguaje artístico?
-Cuando vivía en Buenos Aires daba talleres de literatura y siempre, en algún momento, aparecía la problemática de la transposición. Y es cierto que en muchas cuestiones se puede pensar en términos bastante equiparables a los de la traducción. Traducir y trasponer siempre implica perder, siempre implica traicionar. Pero no se traiciona necesariamente en la medida que se quita texto, aunque a un autor le resulte dolorosa esa resignación. La mayor traición no es sacar, sino empobrecer el material.