Ir a ver ‘La imagen grande’ es una aventura en sí misma. O al menos supo serlo para quienes habíamos tenido que elegir con antelación un día, dejarlo despejado en nuestras agendas y revisar los horarios del tren que nos dejaría en La Plata. Es habitual que durante las primeras funciones de un proyecto independiente (sea lo que sea lo que ese adjetivo designe) la población espectadora se componga casi íntegramente de amistades, familiares y afectos varios. Por eso es que todos los congregados este día de otoño parecemos más bien estar de excursión antes que aguardando el ceremonioso rito teatral: nos conocemos hace muchos años, nos convidamos mates, sonreímos al charlar y acabamos de transcurrir una hora viendo a través de la ventanilla del Roca todos los árboles ausentes en nuestro cotidiano citadino. Finalmente, estamos por ver un trabajo del que nos vienen hablando hace mucho. La esperanza es alta.
Quienes integran el elenco y el equipo de dirección también son migrantes frecuentes. Durante meses estuvieron yendo desde la city porteña hasta la capital provincial para ensayar un objeto estrafalario: una obra de teatro que transcurre en el Hipódromo de La Plata. El trajín es agotador de tan solo imaginarlo. Mientras subimos en riguroso silencio las derruidas escaleras hacia la platea, antes de que la obra-en-sí arranque, se hace presente en el espacio uno de los asuntos del teatro: el paso del tiempo. En los rellanos de estas escaleras espiraladas, pispeamos unos baños inútiles, sucumbidos ante la mugre y los escombros. Lo derruido, lo vetusto, lo olvidado. Una arquitectura arrollada por su ocaso. Pienso en lo que escribió Rebecca Solnit acerca de las ruinas en su libro Una guía sobre el arte de perderse: “Son lugares donde vive la promesa de lo desconocido, con todas sus revelaciones y todos sus peligros […]. Las ruinas se convierten en el inconsciente de una ciudad, en su memoria, en sus territorios ignotos, sombríos, perdidos, y es en ellas donde verdaderamente cobra vida. Con las ruinas, una ciudad se libera de sus planes y se convierte en algo tan complejo como la vida, algo que puede explorarse pero quizá no cartografiarse”.
Una vez llegados a la platea del Hipódromo, desde la que miraremos casi toda la obra, el impacto visual reafirma que el sitio elegido para La imagen grande es indiscutible. El campo de visión es vastísimo, sobrecogedor, a la vez bello y sublime. Las directoras Micaela Tapia e Irene Polimeni Sosa proponen al espectador realizar un trabajo tan radical como valiente alrededor de la mirada y el punto de vista; ejes temáticos en los que además reside el corazón poético de la obra. Bueno, ya basta. A ver qué hay por acá… Mmm… El cielo… las nubes… el sol… la silueta de la ciudad… el pasto… la pista… los caballos… la chimenea humeante de una fábrica… El cielo… El cielo. ¡Buenas tardes, señora serenidad! Cobíjeme. Hoy el telón de fondo será el mundo. Al teatro le arrancaron el techo y le derrumbaron las paredes. Los actores están lejos lejos, se convirtieron en hormiguitas. Sus voces no son chiquititas como ellos, salen diáfanas y pregrabadas por unos parlantotes que están a nuestras espaldas. Lo que oímos son sus conversaciones, aunque gracias a las grabaciones también accedemos a las voces de sus conciencias. Debe ser que los espectadores en las alturas somos más que espectadores: nuestro papel en esta obra es el de Dios.
Si la forma es el contenido y el contenido es la forma, el diálogo que La imagen grande entabla con el Hipódromo de La Plata hace que sea imposible que la obra acontezca en otro lugar. Mientras que la excusa de lo site-specific se ha convertido en el sostén de una maquinaria propagandística perfecta para una ciudad gótica que monta tours publicitarios durante sus festivales internacionales, el Hipódromo no solo ofrenda a los espectadores una perspectiva insólita para un acontecimiento teatral, sino que además porta consigo una profunda carga emocional para uno de los personajes, el joven historiador. El efecto del espacio es trino: por estar desnudo y ser gigante, por la distancia física que impone al espectador, por integrarse temática y narrativamente a la obra.
Es extraño el mecanismo. Tan encarnado el hábito de ponderar la destreza (actoral, textual) siendo espectador que, al principio, cuesta acostumbrarse a estar escuchando grabaciones. Es como una fonomímica sin música en la que no se llegan a distinguir los mohines. Me pregunto en qué bolsillito habrán guardado su ego los actores que no están exhibiendo su gota gorda, ni su dicción impoluta, ni sus piruetas vocales, ni su honestidad, ni sus “estados”. Supongo que la lejanía con los espectadores es arropadora: no por garantizar impunidad, sino porque quizá les habilite olvidarse de que están siendo mirados. En un teatro cualquiera esto supondría un error fatal y estúpido, pero quizá acá tal olvido sea lo que hace que el juego se vuelva realidad. Librarse del yugo del ojo ajeno: realidad, verdad, libertad.
El dispositivo de la obra les impide recaer en uno de los vicios de moda en el teatro actual: el cancherismo. Ellos allá y nosotros acá nos hemos visto obligados a despojarnos de preconceptos y nociones alrededor de la actuación, tan pero tan ponderada (con justa razón). Partamos del axioma de que si hay ficción, hay actuación (al fin y al cabo, el huevo y la gallina). Entonces, ¿qué están actuando esas personitas allá a lo lejos? ¿Cómo se actúa en una obra como esta? Por supuesto, no estamos ante una comedia de puertas ni un policial intrigante, pero La imagen grande despliega, en efecto, ficciones. Evita la pereza de lo “performático” (etiqueta que pareciera ser un escudo o un atajo para cuando no se quiere o no es capaz de relatar algo) y cuenta tres historias en paralelo: un director amateur y su musa, una actriz amateur, filman una película imposible; un joven historiador espera a alguien que había prometido acompañarlo a despedir las cenizas de su tío; tres amigos conversan sobre astronautas, Heidegger y la vida.
Una narradora presente pero invisible enmarca todo. Ella es la portavoz de algunos de los pasajes más estremecedores de la obra. Casi caigo en la tentación de citar Verbatim un momento en el que, mientras observa a los tres amigos, refiere a los humanos como niños de la vida. Al micrófono, en vivo, la chica fantasma discurre sobre la experiencia, Dios, la inocencia, el conocimiento, el mundo, la creación. Y mientras ella habla, los actores brincan y juguetean acompañados por los caballos, el pasto, la pista, el sol, las nubes, el cielo… ¿Será que nosotros también somos así de chiquitos? Debe ser que sí. Esta existencia que uso de traje me había hecho olvidarlo. Toda obra comienza por su título. El que tenemos aquí es tan perfecto como su final. Se trata de una traducción mala de la frase inglesa “the big picture”, que alude a la necesidad de que los árboles no tapen el bosque. “The big picture” sería algo así como un panorama completo del estado de las cosas, la visión integral de una situación. Qué pícara inteligencia bautizar con eso a una obra que, a diferencia del día a día, nos otorga la posibilidad de verlo todo. Hacia el final, que no hesité en tachar de perfecto, La imagen grande se vuelve una película (quizá esa misma que filmaban el director de cine amateur y la actriz en formación). Adopta un procedimiento cinematográfico, aunque sin refugiarse en proyectores ni pantallas. En su punto final, la obra ha desbordado el teatro. Una coda brillante para un teatro que rompió el techo y las paredes de un teatro y se encontró con la vida.