27 • noviembre • 2023

📌 Argentina

¡Che Lavelli!

Texto de Cristian Drut publicado originalmente en Cuadernos de Picadero Nº 44: Influencias. Perfiles de doce artistas.

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Cuadernos de Picadero les propuso a doce creadores escribir un perfil sobre un maestro o referente de las artes escénicas. El resultado es un mapa de reflexiones actuales que nos sitúan en los márgenes de la confesión personal, el diario íntimo, la biografía, la teoría y el ensayo. De Jorge Lavelli a Romina Paula, de Beckett o Copi a Pablo Rotemberg, pasando por Juana Inés de la Cruz, Fassbinder y Daniel Veronese, entre otros, los textos aquí reunidos componen un minucioso repertorio de voces, escritos desde la fascinación.

Llegué a París en marzo de 1996. Venía de estrenar en el Teatro San Martín de Buenos Aires como asistente artístico de la mítica versión de Decadencia, de Steven Berkoff, realizada por ese trío también mítico que eran y son: Pelicori, Peña, Szuchmacher. Yo tenía 22 años y para mí había sido toda una experiencia transformadora. El texto había llegado a Buenos Aires a través de Jorge Lavelli, que la había estrenado en 1995. Lavelli le mandaba material a su amiga de la época del Olat y del teatro independiente, Juana Hidalgo. Ingrid Pelicori le traduce el texto a Juana, pero Juana siente que no es un texto para ella. Más de veinte años después, Ingrid me confirma por teléfono que esto que recuerdo es cierto y que a ella le había quedado resonando el material luego de habérselo traducido a Juana.

Yo había estado enviando cartas preguntando por clases que pudiera dar Jorge Lavelli en Francia. Lo que recibo es una invitación a realizar un stage en la mise en scène de un montaje que Lavelli iba a realizar en mayo en el Théâtre National de la Colline, dirigido por el propio Lavelli desde su inauguración en 1988. Uno de los cinco teatros nacionales, pero dedicado exclusivamente a la creación contemporánea. Esto quería decir que no se podía estrenar Shakespeare o tragedia griega, así como tampoco Racine. El teatro estaba exclusivamente dedicado al estreno de autores contemporáneos.

Llegué a París en marzo de 1996 para quedarme tres meses. Es mi primer viaje importante. Con el tiempo, lo entendí como un viaje iniciático. Voy a conocer en persona a muchos familiares de mi papá. Voy a conocer la casa de mis abuelos y la casa donde mi padre y sus hermanos vivieron los primeros años de su vida. Voy a conocer su escuela primaria. Voy a caminar sobre sus pasos. Voy a participar durante dos meses del proceso de ensayos de una obra que se llama Arloc, de Serge Kribus, autor belga que va a montar Lavelli en su última temporada al frente del Théâtre National de la Colline.

TENGO NOSTALGIA POR ÉPOCAS QUE NO RECUERDO HABER VIVIDO
Esta frase, que no sé bien por qué creo habérsela leído al dramaturgo Sam Shepard, es algo que me sucedía ya en mi juventud. La anemoia es un fenómeno que se relaciona con la nostalgia por algo que no se vivió o por experiencias que no son propias y hasta pueden no ser reales. Los directores del sesenta –más específicamente, los creadores argentinos que se autoexiliaron– generaron siempre una fascinación en mí: Alfredo Arias, Roberto Villanueva, Carlos Trafic, Copi y, en particular, los directores Víctor García y Jorge Lavelli.

Nosotros, en Buenos Aires, desde nuestra mirada eurocentrista, estudiamos a Peter Brook, a Grotowski, a Stanislavski, nos fascinamos con un montaje de Bob Wilson cuando viene a un Festival Internacional, pero poco sabemos acerca del trabajo de dirección de Víctor García. Probablemente sólo Juan Carlos Malcún y Gabriela Borgna nos han podido introducir en el trabajo de ese director tucumano que revolucionó el teatro en Francia, España y en tantos otros lugares. Yo mismo escuché del maestro Fernandes decir que García era un genio. Una suerte de gran escenógrafo, una especie de director generador de inéditos espacios para la escena. El mismo Brook lo había invitado a trabajar en los inicios de lo que luego fue el Bouffes du Nord. Aparentemente el Mayo francés fue un antes y un después, y esa suerte de laboratorio que Brook quería que García realice allí no pudo ser. Sin embargo, aún hoy sigue siendo un misterio para muchos creadores en Argentina. En parte, por la falta de material y seguramente por ausencia de anemoia.

Llegué a París en marzo de 1996. Antes de irme, Juana Hidalgo me da un frasco de orégano para que le dé a su amigo de juventud, con la excusa de que no hay orégano en París. ¿Cómo no va a haber orégano en París? ¿Cómo hago entrega de un frasco de orégano? No logro recordar cómo fue que pude pasar un frasco de orégano en el avión y hacerlo cruzar el Atlántico. Estoy sentado, luego de algún primer ensayo o alguna primera lectura del texto, en las oficinas del Théâtre National de la Colline con el frasco. Aún recuerdo a la secretaria con la que nos habíamos enviado cartas y faxes durante algunos meses o semanas para que yo pudiera estar ahí.

Ahora yo soy ese amigo de juventud. Ahora soy yo el que tiene 22 años y tiene que sentarse a entregar un frasco de orégano a un director de teatro. ¿Cómo lo hago? Estoy sentado en el despacho de Lavelli frente a él y nos separa un escritorio. No recuerdo si hablamos. Probablemente un poco en francés porque, por alguna razón, yo creía que no debía hablarle en argentino en el teatro. Lo único que recuerdo es que, detrás de Lavelli, había unos cuadros con unas fotos de Ionesco y Arrabal.

Estoy sentado en el despacho del director del Théâtre National de la Colline. En pocos días, empieza el proceso de ensayos de Arloc, del autor belga Serge Kribus. Estoy sentado frente a Jorge Lavelli, amigo de Juana Hidalgo. El mismo que introdujo a Gombrowicz, Arrabal, Copi y tantos otros autores de vanguardia a la escena contemporánea. Sobre el escritorio, apoyo un frasco de plástico con orégano traído de Buenos Aires. Creo que digo que se lo manda Juana desde Argentina. Siento pudor al ver mezclar ese condimento con imágenes de creadores fundacionales del teatro del siglo XX.

Estoy escribiendo todo esto casi treinta años después. Hay mucho que no recuerdo y va a haber mucho que voy a inventar.

EN LA VIDA
Llegué a París en marzo de 1996 para participar de un stage en el Théâtre National de la Colline. Llegué para quedarme tres meses y conocer la casa donde nació mi padre y donde se criaron mis tíos y vivieron mis abuelos. Fue un viaje que me introdujo en la vida adulta. Voy a conocer a la familia de mi padre y voy a conocer cosas de mi padre que desconozco. Mi papá nació en 1941 en París, Francia, y ellos vivieron en 62, rue de Montreuil, donde mi abuelo tenía una peluquería. Chez Simón. Cerca de la Place de la Nation. ¿Un padre es un maestro? ¿Puede un padre ser un maestro?

Yo quería tomar clases con Lavelli, pero él no daba clases. Lavelli desarrolló un meticuloso y extenso trabajo como director escénico. Empezar a contar desde cero su partida a Francia a comienzos de los sesenta con una beca del Fondo Nacional de las Artes es repetir una información que circula hasta el hartazgo. Lo que me interesa fundamentalmente es narrar a Lavelli como un maestro que no me eligió. Un maestro que decidió no ser mi maestro. Sin embargo, desde Buenos Aires y a mis veinti pocos años, quedo fascinado y también identificado con la figura de un joven director que decide irse de Argentina y desarrollar su carrera en Europa. Creo que Lavelli llega a París en 1962, cuando mi familia paterna ya hacía diez años que se había instalado en Buenos Aires y dejado Francia atrás. Unos se van y otros vuelven. Mientras escribo estas líneas, el tío de mi papá, mi tío abuelo, se está muriendo en París.

Estoy por cumplir 50 años y hago un ejercicio de memoria para recordar quién era yo. ¿Quién era yo hace casi treinta años? Yo quería ser como Lavelli. Quería dirigir textos clásicos y contemporáneos. Quería cruzar esos dos universos en mi trabajo como director. Quería ser un director de teatro de textos como los de Arrabal o Gombrowicz. Fantaseaba con la idea de repetir la historia y, como mi padre había llegado a la Argentina a sus 11 años, estaba bien que yo vuelva a esa tierra. Además, Lavelli estaba ahí y Lavelli era mi maestro. Lavelli no lo sabía, pero yo estudiaba su trabajo y sus montajes. Yo estudiaba su incursión en el teatro clásico y en el contemporáneo, y su desarrollo en el mundo de la ópera. Quiero ser como mi maestro, pero mi maestro ya lo hizo y no estamos en los sesenta. No está Víctor García ni casi nadie de esa vanguardia. Estamos en 1996 y la globalización tomó el mundo. El mercado del arte.

PROCESO DE ENSAYOS
Annabel y Egbert son mis compañeros de stage de la mise en scène. Estamos encargados de llevar adelante una suerte de cuaderno de puesta en escena durante los ensayos. Dominique Poulange, la colaboradora de Lavelli, nos explica que esa va a ser nuestra tarea y que entregaremos ese cuaderno al final del proceso de trabajo. Yo disfruto y me canso. Me canso porque ensayo ocho horas diarias en otro idioma. Ensayo en el idioma de mi padre. Ensayar y trabajar en un idioma que no es el propio es extenuante. Son ocho horas de ensayo diarias escuchando y hablando en el idioma de mi padre. Todavía no hay internet ni mail. Aún escribimos cartas y mandamos casetes con grabaciones que tardan, a veces, un mes en llegar a destino. Todavía no llegó el año 2000. Como en los sesenta, todavía existe una idea de futuro.

Con mis compañeros de stage salimos a tomar algo después de los ensayos. Vivimos una vida de veinteañeros. Se nos suma Olivia, una de las actrices más jóvenes de la troupe. No sé si nos gusta mucho la obra, pero todos entendemos que es un espectáculo con actores tremendos. Está Michel Aumont, Catherine Hiegel, Luc-Antoine Diquéro. Durante el mismo proceso de ensayos, estudio y leo a las personas con las que estoy compartiendo ese proceso. Yo no soy nadie. Soy nadie. Soy un argentino que espía esos ensayos. Soy un argentino que podría ser cualquiera. De hecho, soy cualquiera. Tengo 22 años. No puedo ser nadie. Veo fotos de Michel Aumont en la Comédie-Française en 1979, haciendo Esperando Godot bajo la mirada del mismo Samuel Beckett.

Arloc, de Serge Kribus, es la obra que está montando Lavelli en marzo de 1996 y de la cual soy un oyente de la puesta en escena o algo así. La obra habla sobre la inmigración ilegal en Francia y, seguramente, para ellos, es un asunto que los convoca. Pienso en mí en ese lugar, pienso en Lavelli y en un puñado de extranjeros que están, en lo que creemos, el centro del mundo. Pienso en la asimilación de Lavelli y, al mismo tiempo, en cierta idea de sus orígenes, muy presente en su trabajo de puesta en escena. Trabajando en los bordes. Con extranjeros. Con autores y actores de otros lugares. En este caso, pensando en un autor belga que, para los franceses, no deja de tener un aire de cierta periferia. Inaugurando uno de lows cinco teatros nacionales en París, dedicado exclusivamente al autor contemporáneo. Como si luego de su recorrido, en los setenta y ochenta, por clásicos y por el universo de la ópera, decidiera volver a la creación contemporánea. A esos materiales que no tienen pasado y que, por lo tanto, hay que inventar el modo de hacerlos. Lavelli dice que no hay, en lo absoluto, puesta en escena. Lo primero que le preocupa es su situación en el espacio. De alguna manera, inventa el concepto de dispositivo escénico. ¿Cuáles van a ser las reglas de ese lugar de síntesis? El concepto de dispositivo escénico es mucho más abierto que la idea de decorado o de escenografía. Un espacio que pueda narrar lo que hay que narrar y que, al mismo tiempo, pueda justificarse por sí solo. Leí, en algún lado, que primero Lavelli crea el vientre y luego al niño. La frase era algo parecido a eso, y siempre me resultó interesante, sobre todo en una actividad que siempre piensa a la actuación como el centro de la cosa.

El tiempo pasa y el espectáculo se arma y nosotros tres, Annabel, Egbert y yo, como oyentes de la puesta en escena, somos unos jóvenes soberbios que hablamos mal de la obra y del espectáculo. Criticamos todo. Todo nos parece mal. El texto nos resulta inocuo y hasta ingenuo, y muchas actuaciones nos resultan espantosas. Todo nos parece mal. Somos jóvenes. Al mismo tiempo, sentimos que nunca aprendimos tanto. La parquedad de Lavelli, sin embargo, logra un entramado afectivo en ese grupo, con el cual yo me encariño. Los quiero. No sé por qué, pero toda esa gente se volvió muy importante para mí. Ellos ni saben quién soy. Dominique Poulange, compañera, colaboradora de Lavelli, por suerte, lo acerca y lo vuelve más humano y más sensible. Yo soy joven y no estoy en mi país ni estoy con mis afectos y es mi primer viaje lejos de casa. Fueron unos pocos meses de montaje, pero yo siento que estuve varios años encerrado en esos ensayos con toda esa gente.

TODOS MIS MAESTROS
El espectáculo se estrena y yo me veo sumido en una profunda tristeza. Hice de muchos amigos. Con algunos me sigo viendo o escribiendo. Fuimos a una fiesta en casa de Olivia con música retro francesa y también fuimos al cine y aprendí a tomar vino con el tío de mi papá cuando todavía tenía su puesto de discos en el Mercado de pulgas. Fui a lo que había sido la peluquería de mi abuelo, que en 1996 aún seguía siendo una peluquería. Me corté el pelo y me gustó pensar que eran las manos de mi abuelo las que me cortaban los cabellos. Pudimos hacer historia y entender que había sido la dueña anterior la que le había comprado a mi abuelo la peluquería. Chez Simón se llamaba. Muchos lugares en Francia se llaman Chez. Podría traducirse algo así como: “En lo de Simón”.

El tiempo pasó y yo no soy el director que esperaba ser cuando tuve esta experiencia, pero también soy el director que esperaba ser cuando estaba Chez Lavelli. También es cierto que el mundo hoy no es el mismo que hace treinta años y mucho menos se parece a esos años sesenta, cuando aparece fuertemente la figura del director escénico en todo el mundo. Lavelli fue un referente para mí y lo sigue siendo. Me sigue interesando la posibilidad de pasar de una cosa a la otra. De pasar del clásico al autor contemporáneo o a la ópera sin solución de continuidad. O del cruce de estos lenguajes. Como si la búsqueda fuese todo el tiempo la misma, más allá de los materiales con los que se trabaja.

Llegué a París en marzo de 1996. Me recuerdo en la manga del avión llorando porque sabía que no iba a ver a mi familia por muchos meses. Durante esos meses, conocí mucha gente y estuve en un proceso de ensayos en un idioma que no era el mío. Durante esos meses, conozco la casa donde nació mi padre y donde mi abuelo tiene su peluquería. Visité tumbas célebres en los cementerios de París. Aprendo a tomar vino con un tío abuelo que está muriendo mientras escribo estas líneas.

Participo de un montaje como oyente, porque Jorge Lavelli no da clases. No da clases, pero me invita, junto a otros jóvenes, a participar como oyente en uno de sus montajes. Lavelli nace en Buenos Aires en 1932 y se radica en Francia en los años sesenta.

¿Un padre es un maestro? ¿Puede un padre ser un maestro? Che Lavelli, hace poco me di cuenta que vos y mi papá se parecen mucho físicamente.

 

MINI – BIO
Cristian Drut nació en Buenos Aires. Es docente en la UNA de Actuación I. Dirigió obras de Jean-Luc Lagarce, Harold Pinter, Martin Crimp, Sarah Kane, Jan Fabre, Santiago Loza, Gabriel Calderón y Edgar Chías, entre otros. Realizó la dirección escénica de las óperas: Clone, de Zimmerman y Tantanian, en el Centro de experimentación del Teatro Colón y, recientemente, en el Teatro Argentino de La Plata; Written on skin, de George Benjamin y Martin Crimp. Entre sus últimos montajes, se encuentran textos de Juan Ignacio Fernández y Wajdi Mouawad. Dirigió espectáculos en Chile, México, Austria, Berlín y Francia. Además, dicta clases de actuación y dirección en el interior del país y en el extranjero.

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